martes, 29 de enero de 2013

Sobre 2666

No sé cuánto tiempo llevo con la taza vacía en este café. Acabo de terminar de leer 2666 y estoy a punto de ponerme a llorar. Me deja una felicidad enorme, una valentía prestada que en mi carácter no reconozco, una dignidad de sobreviviente de campo de concentración que cuenta sus memorias como hechos, como episodios duros pero sin ningún tipo de heroísmo mal disimulado, con cierto azoro por el interés de los que lo escuchan y que él, con un número tatuado en el brazo, simplemente encuentra desmesurado.

¿Quién más podría fracasar así, tan estruendosamente? ¿Quién podría despeñarse con tanta gracia por el vacío, no como un zeppelin sino como un cóndor muerto en el centro del aire? ¿Quién sino este obsesivo de Bolaño podría haber trazado un crimen tan fino, una derrota tan íntimamente olímpica como la de esta novela --porque, como decir "yo", decir "obra" es mentir dos veces-- que es como una estrella a punto de morir, a punto de convertirse en hoyo negro donde al final van a caer irremediablemente todas las historias que quedaron sin contarse?

No sé cuánto tiempo llevo con la taza vacía en este café, pero las meseras no me molestan. Se limitan a cambiarme el cenicero de tanto en tanto, sin ofrecerme nada más. A veces pido otro café y me olvido de él. Al notarlo frío lo bebo de un sorbo y sigo leyendo. Quise terminar de leer la novela anoche pero, aunque tenía fuerzas para seguir leyendo, sentí que mi atención a los detalles disminuyó conforme avanzaba la hora, aunque hacía una noche hermosa, sin nubes y con una luna llena enorme, como si la noche fuera un cíclope, o la luna fuera la última naranja en el árbol del invierno, o alguna imagen estúpida por el estilo. Pensé que sería más rápido, quedaban 100 páginas. Podría leerlas en dos horas si fuera un trabajo, una novelucha a la que hubiera que verificarle la ortografía o revisar que la imprecisa joven que matan en el capítulo 5 no aparezca de improviso en el capítulo 16, cuando aún no conocía a su asesino. Mandé un par de correos, me habré tomado un trago más, no lo recuerdo, y luego me fui a dormir. Serían las 4 de la mañana. No quise ver el reloj. Puse el despertador a las 8.

Soñé que era un detective contratado para encontrar al asesino de Lana del Rey. Estaba muy internado en la selva del futuro (¿el año 2666?) sin posibilidad de retorno. La moda dictaba una nueva forma de modificación corporal, consistente en perforarse el párpado con una argolla delgada, como las que usan algunas chicas del presente en la nariz. La cantante era una anciana, pero seguía viéndose igual que siempre en los videos que revisaba sobre ella para integrar el expediente del caso; a excepción del piercing en el ojo, la misma cara de plástico, los ojos tal vez un poco más entornados, los labios gruesos como un marisco muerto, un calamar con rouge, una almeja o un callo de hacha. Recuerdo que mi informante clave era un fox terrier llamado Lou. En medio de una calle que bien podría ser de Berlín, de París o del centro del DF encontré una noche tirado en la banqueta el cuerpo de Lou, justo en la esquina, en una rampa para discapacitados. Una lluvia torrencial caía sobre la calle pero no mojaba nada mi traje de detective noir --una lluvia que sólo se distinguía del fondo oscuro de la ciudad cuando la luz de los pocos faroles la alumbraba, o bien cuando el agua amplificaba la luz, como una lupa rota que caía cerradamente, a pesar de que el resto de la calle y lo alto de los edificios seguían en la oscuridad más absoluta. El cuerpo de Lou había sido abierto en canal, aunque la lluvia había deslavado toda la sangre. Recuerdo haber pensado en el sueño que el cuerpo del pobre Lou parecía una pechuga de pollo sin huesos, aplanada y lista para echar sobre una parrilla de brasas al carbón.

Me levanté antes de que el despertador diera las 8, respondí algunos correos de trabajo y vine a sentarme en este café para terminar 2666. Tengo notas y notas sobre cosas que quedan por revisar, referencias, nombres, batallas de la Segunda Guerra Mundial, música, libros de autores alemanes que bien pueden o no existir. Pero la primera lectura está hecha. No hay nada más. O no hay nada más si los herederos de Bolaño o Herralde o algún oscuro amigo o amante no salen de pronto con "La parte de la señora Bubis", o "La parte de Haas", o "La parte de Ulises Lima perdido en Caborca" confiado exclusivamente a ellos en un floppy de 3 1/2 o un libro de 2666 páginas con manuscritos, apuntes facsimiles o alguna de esas parafernalias que tanto atraen a los fanáticos. Espero que no salga nada más. Si me acordara de cómo rezar rezaría para que no apareciera nada más. Es demasiado. Se lo platicaba anoche a Dani cuando me llamó por teléfono. Uno no puede escribir un vacío tan hondo de maldad impúnemente. Algo tan bello. Y quién hay que soporte la maldad del mundo dos veces.

En un libro reciente sobre Bolaño publicado por Almadía (El hijo de Mister Playa), Mónica Maristain dice por algún lado que Bolaño es "el nuevo Borges", o lo habrá dicho en una entrevista de la feria/circo del libro de Guadalajara. La desmesura del comentario sólo ha merecido la sonrisa de los críticos latinoamericanos, tan mezquinos para prodigar honores. Pero sin duda Bolaño escribió una suerte de aleph a través de sus obras, una fantasía borgeana tan real que al final acabó por engullirlo, como un hoyo negro en el centro vacío de la galaxia. Tal vez para el año 2666, cuando la literatura latinoamericana del siglo xx y xxi sea no más que una curiosidad en un ignoto departamento de estudios antropológicos de la Universidad Desconocida, la comparación entre Bolaño y Borges quedará más cerca, más aún con los pocos nombres de sus contemporáneos sobre los que la historia, pudorosa, se encargará prontamente de correr un tupido velo. Será entonces cuando la deuda y la continuidad de ambos autores dejará de bifurcarse y para volverse evidente, cuando en los congresos de historia de la literatura se midan con justicia estas arquitecturas, a las que podríamos incluso agregar un tercer nombre --pues Borges mismo decía que dos era coincidencia, pero que el tres era una cifra de causalidad-- , el de Proust. Pero la literatura --aunque su trasfondo secreto sea la justicia, o el destino, o el espanto-- es lenta en sus evaluaciones como un tren antiguo que sube una pendiente escarpada, llevando en los vagones un cargamento de muertos en salones de lujo.

Cuando se habla de viejos filósofos con granos de grasa en la cabeza calva como manchas de aceite, y cuando se recuerda que algunos, como Nietszche, dijeron que cuando uno pasaba demasiado tiempo mirando el abismo este devolvía la mirada, se olvidaban de mencionar algo tal vez menos perturbador, pero acaso más duradero en la experiencia por lo que tiene de fugaz, de leyenda, de chisme incluso: el hecho de que después de mirar la mirada del abismo, nuestra propia mirada se transforma o se disfraza de abismo, y vamos como ciegos por el mundo mirando las estrellas distantes y las farolas, aún reconocibles pero inalcanzables, como manchas amarillas de luz desde el fondo del mar. Caminamos por las calles como visitantes de otro tiempo o de otro planeta, no necesariamente maravillados por las formas extrañas de comportamiento y costumbres de esta civilización --entre ellas, la de matar salvajemente a sus mujeres en algo que entonces llamaban "crimen pasional" y que vagamente se asociaba en el siglo xxi con el amor, o más precisamente, con el desamor-- civilización con la que, por otro lado, nos une solamente un interés antropológico, nunca turístico. Es el horror, el horror mismo, como un caballero de traje bajo la lluvia fumando un cigarrillo, al que la sombra del sombrero le hunde la mirada en la oscuridad, un horror que se impregna en todos los objetos sin cambiarlos externamente, pero dándoles un nuevo contorno, como el humo y la ceniza del cigarro del diablo. Un horror griego mezclado con una banalidad doméstica de clase media: lo real, ese abismo que llevamos como una catarata cubriéndonos los ojos. Esa es la mirada de extranjería insobornable al final de 2666.

Ya está hecho, todo lo he leído. Si tuviera fuerzas, me pondría a llorar.

Cito a Belano.

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