sábado, 28 de enero de 2012

El doctor Livingstone, supongo

Un hombre larguirucho y medio parapléjico pasa arrastrando una tranca de metal por la acera. Un segundo hombre sale del interior del café y lo llama por su nombre. Se encamina con paso ágil a ese hombre de barba negra, joven, alto como un minarete a pesar de la joroba, delgadísimo, de mirada inocente y perdida, irremediablemente extranjera. Le hace un par de preguntas, lo lleva adentro sorteando mesas y accidentes, lo sienta en la cabecera de su mesa. La llegada del hombre larguirucho es recibida con curiosidad y expectación; los comensales le preguntan cosas, lo miran con ojos llenos de avispas, miradas entre punzantes y rápidas, risillas de aprobación, como si el recién llegado fuese un explorador legendario, un pirata, un extraterreste. No me hubiese sorprendido que el hombre de traje, el anfitrión, lo hubiese presentado a la comitiva con una frase mezcla de complicidad y elegancia, “el doctor Livingstone, supongo”, y que este café no fuera sino el lindero del lago Tanganica al anochecer. Así el extraño asombro de este espectro, como un escocés en medio de la selva. El hombre larguirucho por su parte les devuelve expresiones nerviosas de algo entre asentimiento y precaución, como un animal herido. Su mirada hueca no enfoca nada preciso, y parece que más bien barriera la superficie de los objetos al mirarlos; les presenta una boca muy abierta y torcida, de donde salen frases telegráficas, balbuceos entre infantiles y fantasmales, tensos hilos de saliva que una mujer no fea se apresura a limpiarle con una servilleta, sin asco.

Le piden una naranjada grande “con poco hielo”, porque los adultos no deben permitir que los niños tomen cosas frías en la noche, supongo. Sigo brevemente la coreografía de preguntas, balbuceos y servilletas. Vuelvo a lo mío. Me pongo los grandes auriculares circumaurales: son enormes y tienen bocinas acolchonadas que aislan las orejas de todo ruido exterior. Dos abogados del gobierno se halagan mutuamente y conspiran en la mesa de junto entre groseras risotadas, en la terraza. Son como moscas, pienso, celebrándole el uno al otro las costras de mierda pegadas a las mancuernillas. Los auriculares (ese es su nombre correcto, los audífonos son una prótesis para la sordera), al menos, le dan a uno la sensación de portar una escafandra portátil, de otorgarle al que los usa un título honorario en el país submarino de los sordos, de los tarados, de los que no están autorizados para responder a ninguna pregunta seriamente, de los que no desean más café, de los que son incapaces de formular ninguna opinión, con la suficiencia soberbia, casi con la aristocracia que sólo conceden las enfermedades incurables. Los auriculares son un gesto hostil, infructuoso, evidentemente, contra el zumbido de los abogados que comienzan a aterrizar en el resto de las mesas. No pongo música. Desearía un poco de silencio para volver a mi lectura pero la algarabía en torno es notable. Parece que una fiesta se hubiera asentado en el café con su vestido de papel de colores, con su máscara. Eso ganas por salir de casa, Raya, me digo.
Al volver la vista al interior del café observo una nueva escena: esta vez se turnan, uno a uno, los comensales para tomarse fotos con el hombre larguirucho y medio paralítico, visiblemente retrasado. Me debato entre asumir un morbo que me acercaría a la abyecta condición del curioso, del turista con cámara al cuello casi un escándalo en el fondo de mí mismo, pienso y la urgencia de concentrarme en la escafandra, en su música invisible, en la excepción del mundo que constituye hundir los belfos en un libro. Fallo. Están ya tomándose la foto grupal, como en esas imágenes amarillentas de los expedicionarios al África en el xix. Claro, dejemos constancia del encuentro con el buen salvaje, panda de imbéciles. Pero esos salvajes les ofrecerán potajes curados en cuencos de barro cocido con excrementos de gatos feroces; contagiados por el entusiasmo de la aventura beberán de los riachuelos, como las bestias. Contraerán la yardia, la disentería, la malaría. Fieles al encanto, morirán entre grandes dolores estomacales, bufando, echando espuma por la boca y con el ano prolapsado antes de siquiera imaginarse de regreso a esa obscena coartada del espanto, la civilización occidental.
El hombre larguirucho, idiota, visiblemente retrasado pero también cansado parpadea frente a los flashes de las cámaras y los celulares. Ha pasado una buena media hora y le ha dado apenas un par de sorbos a su naranjada. O será que los hielos simplemente se han derretido en la superficie gomosa del vaso, al igual que el furor provocado entre los comensales por su inesperada visita. Debo pedir la cuenta. El espectáculo del aburrimiento, la vista del salvaje siendo devuelto a su errancia, a su hábitat natural, como un pez que se mide, se pesa, se fotografia y se devuelve al mar; ese retorno al camino, esa vuelta al paso torpe y pesado, al arrastre de la tranca que utiliza el larguirucho para sostenerse con dificultad, entre difusas promesas del hombre de traje, la entrega disimulada de un billete arrugado que el salvaje será incapaz de tomar con sus dedos tullidos, doblados monstruosamente como raíces, de la despedida silenciosa, como Stanley dejando a Livingstone a su suerte en Tabora en medio del zumbido de las moscas que desovan dentro de un elefante muerto, digo, el hartazgo de la convivencia entre los hombres, me resultará pronto intolerable.

domingo, 22 de enero de 2012

Alegato contra la voz

1.

Tenemos, cada uno de nosotros, dos presencias: una, evidente, este cuerpo; otra, más sutil, la de la voz. Podemos grabarla, perderla, educarla, hacer que copie sonidos, pero la voz es un animal salvaje que manifiesta algo ajeno a nosotros. Algunos tratan de domesticarla: le enseñan trucos, la hacen saltar por aros de fuego, alcanzar el preciado do de pecho; gentil como un gato de la selva, de pronto se vuelve grito y somos apenas una fuente, un accidente natural como un volcán. El tigre blanco muerde al entrenador frente a la comitiva de las Vegas, y no se limpia las manchas de sangre de los belfos. La voz puede amaestrarse, pero no domesticarse.

2.

Como bien saben los cantantes, el cuerpo es una caja de resonancia; en cierto sentido, el cuerpo es el eco de la voz, además de su pilar. Una evidencia de que la voz no está supeditada al cuerpo podría ser que crecen, voz y cuerpo, a intervalos diferentes: una voz joven y melodiosa puede emerger de un cuerpo enfermo y castigado, mientras que una voz muerta --casi un ruido sordo, se diría-- puede venir de un cuerpo hermoso, pero, como dice el vox populi, que se ve mejor callado. Claro, el cuerpo impregna a la voz de ciertos estados, pero al ver la fotografía de alguien raramente podemos darnos una idea de su tono, timbre o coloratura de voz. No es raro sentir que las voces de las personas no corresponden en general a su fisionomía.

3.
Dos experiencias me han mostrado que la voz no sólo es un atributo sobrevalorado y utilizado con poca pericia, sino que a veces es del todo innecesaria: 

Tuve la oportunidad de asistir a una obra de la compañía teatral Seña y Verbo, integrada por actores sordomudos. Presentaban un compendio de la historia de México; sus cuerpos, de más está decirlo, hablaban. Pensé en el conocido dictum de Huidobro para los poetas: “No cantes la rosa, hazla florecer en el poema”. Estas palabras, cosa rara, adquirían pleno sentido precisamente en ausencia de palabras; y sobre todo, de voz. Las manos dúctiles de los actores tomaban las formas más inesperadas: armas, monumentos, espacios, campos, explosiones, sangre. Los ojos tenían una plasticidad y una transparencia que reflejaba y proyectaba las intenciones del cuerpo: se dice que los ojos son espejos del alma, pero pocas veces se dice que son también su amplificador. Cabe decir que, fieles a una dramaturgia grotoskiana, el escenario estaba habitado solamente por las tres presencias de los actores, y no utilizaron escenografía ni utilería casi. Si no necesitan voz --que en el escenario valdría por la representación utilitaria de sentimientos a través del parlamento--, me dije, mucho menos decorados figurativos --que en el escenario valdrían por la representación del mundo, contra la que el Teatro Pobre se impuso. Como en la danza contemporánea, por ejemplo, lo que está en juego es una escritura basada en el cuerpo; o mejor: una escritura escrita por el cuerpo. Objeto de escritura y producto de la escritura.

4.
La segunda experiencia que muestra la poca si no nula utilidad de la voz, me la contó una profesora que tuve en la facultad de Letras. Maestra en lingüística con doctorado en semántica, docente, investigadora y portadora de todos los títulos que la castración simbólica impone sobre el sujeto académico como los frutos de un árbol muy cargad, o las evidencias de una mente abocada a las ciencias del lenguaje, esta querida mujer decidió un buen día asistir a un retiro Vipassana. Esta es una antigua técnica de meditación basada en la auto-observación. Durante 10 días se vio virtualmente encerrada en la naturaleza, como sugería Fichte a los jóvenes idealistas en el xix, junto a un grupo mixto de unas 15 personas. En ese tiempo, el practicante de Vipassana debe adscribir una sólida disciplina basada en el silencio: un voto que arranca la voz como estructurador de deseos, que la suprime de un sólo golpe. 

Este silencio no implica, por decirlo así, solamente el “no uso” de la voz, sino el silencio de todos los lazos que lo unen al mundo: celulares, laptops, iPods, incluso libretas o libros y todas las prótesis que impidan al practicante observarse de cerca deben dejarse en la “civilización”. Su relato al volver fue asombroso y terrible. En absoluto silencio durante las largas horas de meditación, durante las tareas comúnes --cocinar, lavar la ropa, etc.-- y durante los pocos espacios de ocio, el pequeño grupo de desconocidos conformó una pequeña aventura digna de un drama shakespereano: intrigas, negociaciones, grupos de poder, incluso romances rotos y recuperados y todo sin la intervención de una sola palabra. Cierta pareja resolvió incluso divorciarse (se me ocurre que, sin voz, no podían sostener el relato fantasmal de su relación). Por su parte, la doctora se enfrentó a una decisión brutal: ¿cómo practicar la docencia y la investigación de los códigos del lenguaje articulado si enfrentó por sí misma la ineficacia misma del lenguaje, o la victoria del silencio sobre la comunicación? "El lenguaje no sirve para nada", nos dijo. Estas consideraciones, vale decirlo, la atormentan aún hoy en día.

5.

Un viejo dicho árabe dice "si no puedes decir nada más bello que el silencio, calla." ¿Pero cómo poder sostener esta prerrogativa moral frente a un mundo de ocupaciones, de intercambios inanes que dan la sensación de comunidad, de producción vocal sin fin del ego para hacerse notar frente a los otros? Cómo, pues, cuando una importancia tan grande se le atribuya a la "sociabilidad", al "verbo", que en jerga popular de México indica el parlamento de la conquista amorosa: su contenido no importa, pero su eficacia lo es todo. Desde una posición cínica, podríamos afirmar que el hombre ejerce este "verbo" para dar a la mujer la ilusión de comunicación, de intimidad. Ella sabe que él no es el príncipe azul, pero se comportará como si lo fuera de acuerdo a la eficacia del "verbo". Ella quiere creer, y también él, a su modo, en lo que se dicen mutuamente.

Paradójicamente, cuando uno es tímido casi a niveles patológicos, como es mi caso, se tiende a llenar el diálogo de discurso, a desviarlo, a explorar nuevas aristas de cosas sin importancia. "Salir" con alguien, en el sentido de preparar un terreno neutral para que dos personas se conozcan y evalúen mutuamente como posibles compañeros de celda, digo, de relación, en lo que respecta a la voz, obedece a la misma lógica de las campañas políticas: el candidato usará su voz para persuadir, convencer, desvirtuar al enemigo --la figura problemática de los ex--, así como para encomiar y atraer hacia sí al otro. La voz es también el dispositivo de la promesa: a través de ella se articula el futuro, todo lo que no es. La voz siempre pertenece al pasado o al futuro, nunca al presente.

6.

La palabra poética, sin embargo, al no perseguir un objetivo cuya eficacia se mida por su eficacia comunicativa, hace uso de la voz de una manera muy distinta. La risa, como sabía Bergson, sigue los mismos mecanismos que lo poético para estructurarse: es una respuesta involuntaria que indica aceptación, y que distorsiona la voz para habitar el espacio de la recepción del sentido. Somos parte del sentido, por eso reímos.

Hoy asistí a una intervención poético performática en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Fue convocada por Victor Ibarra Calavera (cuyo libro RQIEM es uno de los objetos literarios más provocadores que se hayan visto) y sus secuaces, ínclitos situacionistas de la escena chilanga. De camino encontré a Carlos Atl, cuya voz sobre un escenario merecería un post aparte. Caminábamos y hablábamos y llegamos a la plaza, tomada ya por un altar de libros, decenas de ellos, formando un medio círculo en el suelo. Unos gritaban en un megáfono roto, otros tocaban notas al azar en un saxofón, una guitarra, un bajo. Un chico gritaba cosas ininteligibles a través de un largo altavoz de cartulina (y cuando digo "largo" piensen en algo de más de dos metros de largo que se ve a la distancia.) 

Aquello era un carnaval situacionista. Atl dejó de caminar conmigo y se integró naturalmente al ritmo de la escena: roció agua sobre un libro que se quemaba y comenzó a gritar, a saltar, a bailar. Asumí la peligrosa posición de espectador y vi un celular caer del cielo y destrozarse, un libro quemándose, un chico siendo atado con cinca adhesiva, máscaras de José Emilio Pacheco en los rostros de los niños, gritos desaforados en una bocina portátil y mímicas de orangutanes. Además, una suerte de performance duracional que consistía en seguir a un incauto transeunte con un megáfono mientras se emiten ruidos guturales a pocos centímetros de su cabeza, luego a otro, luego a otro. Esta vez nadie salió lastimado. No siempre ha sido así.

Carnavalización caníbal, fiesta peligrosa que convirtió en escenario el espacio público, apuesta por la negación de la literatura y la tradición, la creación de una atmósfera subversiva por cualesquiera medios al alcance exceptuando la palabra. Fue un domingo cualquiera. 

Una fiesta en general depende poco de la palabra y mucho de la risa, en lo que tiene ese gesto de reconocimiento del otro. Pero el espacio de convención de la fiesta está limitado por un bar, una sala, un lugar propicio para su tener lugar. Pienso en la coreografía de una fiesta "normal": bebemos, bailamos (bueno, algunos fracasamos miserablemente en el intento, pero hay mujeres que son como esos yogis que comunican conceptos bailando, cifrando un lenguaje a través del cuerpo), hablamos (frente a atronadoras bocinas, cuántas veces), discutimos, abrazamos, reímos. Es decir, hacemos lo que se supone que se debe de hacer en una fiesta. ¿Pero qué pasa cuando el lugar de la fiesta es la acción? Acciones como la de Tlatelolco de hoy crean su lugar mediante la acción, y toda acción en este contexto es pertinente. Aunque no soy muy adepto a ninguno de los dos tipos de fiestas descritos, debo confesar que esta ruptura de convenciones me llega a veces como aire fresco. 

Me quedé cosa de una media hora, durante la cuál el ritmo de las acciones no disminuyó en intensidad. A manera de despedida, tomé un libro, arranqué hojas y me las metí en la boca, escupiéndolas a Calavera quien me guiaba con una risa loca a través del espacio.

La voz no es sólo palabras, y las palabras no necesariamente comunican. Ya lo decía Nicanor Parra: me doy a entender a estornudos.

Las palabras invisibles también son palabras.

lunes, 16 de enero de 2012

"No es tan grave": una indignación espontánea

Recuerdo que el primer Acontecimiento --en el sentido de Badiou-- político que prescencié con plena conciencia fue el asesinato de Colosio en 1994; orbitaron por esos días los del cardenal Posadas Ocampo y el de José Francisco Ruíz Massieu. La dimensión política --o su reverso siniestro, la post-política neoliberal-- siempre ha estado teñido para mí de un dejo sangriento desde un punto de vista subjetivo. La Historia muestra que no es así solamente en términos de recepción espontánea: se dice que la Historia es el relato de los vencedores, pero sean vencidos o vencedores los taquimecanógrafos de este relato, escrito siempre impromptu, escriben un relato de sangre, de la traducción del cuerpo subjetivo y contingente en argumento descarnado, en carne vuelta argumento. En sangre, pues.

Este fin de semana me impactó, como a mis amigos y conocidos en las redes sociales, el caso de los indígenas tarahumaras de la sierra de Chihuahua. Y como a ellos mismos, me impactaron aún más las posteriores declaraciones --impromptu, ya se ve, pero conservando el pragmatismo propio de la administración del discurso como reacción frente a una situación social-- del gobernador del estado, César Duarte, quien afirma que la situación "no es tan grave."

Es cierto: en la lógica de este simulacro de democracia neoliberal que vive México, la lógica del número, del mucho, de la mayoría, de la masa, el posible suicidio de 50 indígenas de una comunidad que en el último censo del 2005 contaba con más de 120,000 habitantes no es ciertamente relevante en términos estadísticos: hablamos, si los números no me fallan, de un suicidio del 0.0416% de la etnia. En el 2009, según el INEGI, se cometieron 5,190 suicidios en el país. Si tomamos esa cifra como referente, los 50 tarahumaras representarían un 0.97% del total de suicidios, cifra bajísima. Digamos, con el gobernador Duarte, que la reacción de las redes sociales fueron desproporcionadas: ¿suicidio masivo? El mote le queda grande. Después de todo, en un estado como Chihuahua con más de 3 millones 400 mil habitantes (de los cuáles los 50 indígenas tarahumaras conformarían apenas el 0.0014706% de la población), 50 personas se advierten de un sólo golpe de vista. Y se desadvierten también.

En la lógica del número, como es de esperarse, estas 50 personas (¿deberemos llamarlos "personas"?, ¿no "indígenas"?, ¿no "tarahumaras"?, ¿no, endonómicamente, "rarámuris"?, ¿habrá que convocar una nueva Junta de Valladolid para discutir si "ellos" tienen alma del todo, doctor De Las Casas?), dentro de la población que México registró en el último censo, más de 112 millones de habitantes, las 50 personas que cometieron suicidio por hambre (pero esto también es especulación y "mala leche" a decir del gobernador Duarte) despunta en una cifra risible para cualquier gestor de estadísticas: 0.0000446%. En efecto, no es tan grave. Es mucho más grave de lo que Duarte o la gente que protesta activamente en las redes sociales supone.

Una frase de Iosif Stalin puede resumir perfectamente una situación de emergencia como la que se vive en la sierra de Chihuahua y en muchos municipios del país, también, desde la lógica del número: "La muerte de un hombre es una tragedia; la de millones es estadística."

Una condena de este tipo, apenas retórica en un blog con tres lectores, sería condenada a su vez por la administración estatal (a la federal esas cosas no llegan), si acaso, como otro acto de "mala leche", "reaccionario", o simplemente aprovechando el fueguito del instante para poner los dos centavos de alguien a respecto de un tema, en la feliz fórmula que los gringos utilizan para referirse a una opinión sin verdadera representatividad democrática, un exabrupto subjetivo espontáneo. Pero uno no puede evadir el riesgo de tomar alguna posición. Es todo lo que trato, acaso fallidamente, de hacer aquí: dar forma a una indignación empírica, personal, contingente, con el absurdo que el acto mismo supone dentro de la máquina opinionista de Internet. Este post no es un acto político, sino su simulacro.

Sin embargo, con todo lo que respeto el gesto de la gente que está donando víveres para los indígenas tarahumaras (una de cuyas organizaciones, entre otras, puede encontrarse aquí), creo que este gesto de desplazar la función del Estado asistencial/caudillista (es decir, asumir la figura simbólica del caudillo como pseudo-identidad de clase) es hacer el trabajo del gobierno. Esa es mi respuesta subjetiva a la tragedia: pienso que la sociedad civil está jugando el juego solapador y en cierto modo, cómplice, del gobierno. Sería, eso sí, una tragedia, una gravísima, que el único camino político en el futuro para la sociedad civil (y concretamente para la clase media) fuera asumir las funciones de un otro-Estado de facto. El relato sería: "Frente al panorama de un Estado fallido, la sociedad organizada desplaza al gobierno en la repartición equitativa de los bienes."

Un caso como el de los 50 indígenas tarahumaras que se arrojaron de un barranco o se colgaron ante la incapacidad de proveer a sus familias de alimento "no es tan grave", porque el Estado neoliberal, administrativo, pragmático, contempla en sus programas cosas tan infames como el concepto de "daños colaterales".

El cuerpo, el lugar donde se negocia el dolor o la protección, no cuenta en este momento con representación política visible, otra que no sea la cifra. Y las cifras estadísticamente irrelevantes, como vemos, no son nunca -¿cómo podrían serlo?- tan graves. Los 50 indígenas y los 50,000 muertos en la, por así llamarla, "guerra contra el narco" (una venganza simbólica en la apropiación de la administración de la vida, una película de cowboys de la que todos somos cómplices, una cruzada moral del ala más fundamentalista del PAN que invistió a un administrador de poca monta con el Falo de una presidencia, y que, para que tal Falo tuviera eficacia, tuvo que buscar un enemigo a su -escasa- altura: pensaba pelear contra un León de Nemea cuando se enfrentaba realmente a la Hidra), entran en el aparato conceptual del Estado bajo la misma carpeta de "daños colaterales" para la consecución de un bien mayor: siempre intangible, siempre promisorio, siempre postergado.

Este descargo que escribo es sólo eso, la estructuración de la indignación. No estoy capacitado para el comentario político, para el análisis estructural de la violencia, y mucho menos para la propuesta de soluciones especializadas para el país. Vaya, no estoy capacitado ni siquiera para operar una lavadora. Yo tengo un trabajo, unos pocos pero importantes afectos y cantidades obscenas de literatura que leer. No suelo escribir de estos temas. Pero estoy cansado de que la indignación sea la única herramienta histérica de la sociedad para reconocerse a sí misma frente al contraste que presenta el horror. Quiero hacer algo más con eso. Pero, como se dice, me sale espuma.

Si fuera un comentarista político profesional --no un interlocutor del gobierno, sino su narrador, como la gente de los programas de análisis político--, probablemente podría dar una suerte de esperanza así fuera provisoria para el auditorio ilustrado y liberal: esperemos que el programa federal de DICONSA se implemente ante la urgencia de la sequía; que la declaración del gobernador Duarte sea superada sólo por el siguiente acto de insensibilidad política de algún otro miembro de la administración pública; que votemos y que el siguiente presidente sea menos imbécil y tal vez más caudillo, o menos caudillo y más persona. Pero no tengo idea cómo hay gente que tiene las bolas para mentirle a la cara a la gente en cadena nacional.

Mi modesta esperanza es que el ciclo de la violencia termine su ciclo, como en Colombia. Y que tal vez el Estado deje de considerar el hambre como una condición de cierto sector desprotegido de la sociedad y comience a procesarla como lo que es: un crimen.

Hasta nuevo aviso uno sólo puede informarse, indignarse, votar, y seguirse indignando. Creo que mi muy secundario papel es apenas dejar un texto para esa infinita historia de la infamia que es este país. Un texto que sea el más olvidado de todos, que aparezca en la doceava o treceava página de Google en el futuro. Apenas un descargo, con toda seguridad para mí mismo, para poder atisbar que no soy un número en la estadística, que como puedo soy una persona y que me indigna personalmente el hecho de que 50 personas hayan muerto de hambre. Y también descargo de complicidad: tuvieron que ser cincuenta y no una sola, lo cuál, ya en sí mismo, sería demasiado.

jueves, 12 de enero de 2012

Caballos

a Andrea Portal
Un caballo me pide Andrea. 
Pero yo no sé de caballos, sé
de Patti Smith cantando Horses, de los Wild
Horses 

de los Stones.
Entonces le escribo a Andrea 

no sobre caballos
sino a caballo: le escribo a Andrea 

un caballo
mientras Johnny tiene la sensación 

de estar
rodeado de caballos 

(caballos, caballos, etc.);
le escribo a Andrea un caballo 

a caballo
de una canción, montado 

en la canción
de Patti Smith, montado 

en el ritmo
de la canción de Patti Smith, un caballo 

punk,
un caballo 

riendogritandocantando,
un caballo de diez patas  el Sleipnir
del padre Odín,

el caballo fantasma veloz

de Leonardo, o
un caballo a dos manos
sobre la pista de carreras
del teclado memorizado,
ciertamente galope,
golpe y galope, 

golpe y galope
y ritmo, 
no te caigas del caballo, 

me digo,
que no le quieres regalar a Andrea
un caballo ni rengo ni taimado
ni demasiado salvaje que la tire,
ni un caballo con las patas rotas
sino un caballo que sepa ser caballo
decentemente,
un caballo que cabalgue su nombre de caballo,
un caballo que, por lo menos, caballe,
caballo que caballe, por ejemplo, 

en Troya
como sin querer, un caballo

irremediable
que baje la voz 

cuando la canción de Patti
Smith baje la voz,
un caballo que dure lo que Horses duró
la noche de 1976 cuando decidió
que Johnny estaba rodeado
por lo que parecían ser 
seis minutos y 20 segundos
según YouTube,

de caballos atroces,
un caballo que corra 

a lo largo de la hoja,
unos dedos que cabalgan,
unas manos que relinchan
unas manos que caballen palabras
lo que dura la pista
lo que dura la canción de Patti Smith
lo que dura la página
que se acabó.