jueves, 13 de agosto de 2009

El asombro, revisited

( Escribí este pequeño texto hace varios años, y lo publiqué en la página http://espanol.agonia.net; hace poco tuve el agrado de encontrarlo republicado en www.elrincondelhaiku.org, por lo que lo subo nuevamente con algunas anotaciones previas: escribí, digo, sobre el asombro a partir de la lectura de ciertas cartas, inéditas en su momento, de Octavio Paz a esa gran interlocutora que debió ser para él Elena Garro alrededor de 1935, donde a la sazón el poeta contaría 21 años, y de las cuales algunas fueron publicadas en el periódico mexicano El Universal. El enlace donde estaban disponibles estas cartas ha expirado, por desgracia. Para los interesados en ese espacio más o menos desconocido de la vida de Paz los remito a "Las primeras voces del poeta Octavio Paz", de Anthony Stanton, publicado en la colección La Centena. Escribí, pues, como se hace muchas veces, no para responder la sugerencia de esa imaginación vívida y brillante que tuvo Paz, sino más bien para postergar en mi la sensación de desconocimiento, para vivir más intensamente la duda que es camino irracional, felicidad, cuando parte del asombro. Incluyo al final de mis notas algunos haikú que escribí por esos días, y que vienen a ser una especie de modesta praxis o respuesta, salida en falso seguramente, para lo que en esos raros años, 2006-7, me expliqué como el asombro. )
"(...) No quiero interrogar nada, no quiero saber qué significa. ¡Nos engañamos siempre! Pero quiero vivir en ese mundo apasionado donde pasan tantas cosas, donde el milagro es diario, y están juntas todas las fuerzas de la vida.” Octavio Paz
¿Cómo empezar a hablar del asombro sin el asombro que ya se guarda como potencia dentro de lo que se ignora? El asombro es una facultad del hombre, es mitad nuestra y mitad de quién. Está conformado en diferente medida por la sorpresa, el miedo, la curiosidad, la perplejidad y muy pocamente por la conciencia. Digo esto porque al ver la luna cubierta de mandarina acaso no seamos concientes de inmediato de que la luz es la fruta y no el todo inmediato que la razón fúrica destruye como su hambre de cenizas. Asombro es, creo, el principio más básico de la conciencia. Es la protoconciencia. El mundo está aquí tan cerca, y nos lo perdemos tanto por hablar con el humo de nuestro cerebro, por responderle a la nada con la boca llena de espanto. El mundo se nos revela al entrometerse en nuestra conciencia primitiva y crear ese extrañamiento, como llamaban los formalistas rusos al estado poético, o llámese también ese "desarreglo metódico de los sentidos" donde Rimbaud viviera un par de temporadas. Al permitirnos (porque el asombro pocas veces forza a nadie) entrar en un estado mental donde nuestros pensamientos están tan cerca de la cuestión de nuestro asombro, que son la cuestión misma y el asombro y todo junto, ocurre que dejamos de ser un poco el nosotros de aquí y ahora, y somos un poco más lo intemporal. Los japoneses tienen una palabrita que me gusta mucho para estos casos. Es la que se usa cuando estás al borde de un lago y miras hacia el fondo y ocurre que justo sale una tortuga, ni muy grande ni muy pequeña, pero es una tortuga donde no tendrías por qué esperarla, y ocurre la tortuga y la mente puede pensar en la cámara, en las asociaciones propias de los asuntos anfibios, ni completamente piedra ni pez propiamente, o en la dudosa llamada a alguien (¿a quién?) para que comparta la visión: pero es tarde, la tortuga regresó a dónde y no la volveremos a ver. Eso, se llama aware, y si pudieramos entender el misterio de esta palabrita en esa lengua misteriosa que es el japonés, al escucharla sabríamos que nos habla de la epifanía fugaz, momentánea, instantánea, que ya ha sido mientras pensábamos en ella. Aware es observar el eclipse de la belleza. Para mí es un poco también la impotencia de no poder preservar esa belleza, pero una impotencia gosoza, porque es algo que se da raramente, que no se busca, sino que se encuentra sin buscar. Una donación, que es como dice la Zambrano que se le da el ser al poeta. Aletheia: estrella fugaz, y las ideas alrededor de la estrella fugaz. Es una gracia, pues nos es dada sin pedirla; se parece al tiempo, a la felicidad, y sólo puede experimentarse un instante, aunque sea algo que el universo preparó por eones: extraña orquídea del presente, que se marchita con sólo pensarla. Creo que este sentimiento es motor de nuestra convivencia con el arte. Buscamos mediante obras eternizar lo que por esencia es fugaz. Pero también creo que tiene que ver con ese estado de deuda que se tiene después de la belleza. Parece como si hubieramos robado algo del mundo, con sólo verlo. Tal vez también se escriba por retribución, por saldar esa deuda con la belleza, herida que nunca cierra y que no queremos que cierre. Herida: fuente. Siete haikú Luna Pequeña luna ahogada: niña muerta que regresa la mirada. Otoño Pasa de largo el viento. El árbol seco otoñece de frío. Pesquisa rueda la bicicleta va sonámbula corre el niño tras ella Cumpleaños Duerme el fuego un instante. Se te va el alma en soplarle a las velas. Ciempiés Venenoso ciempiés: tren subterráneo, costal de zapatillas. Encuentro a Octavio Paz Besándome los pasos entras desnuda y es enorme la noche. Superstición Da un salto negro el gato de la pared al fondo del misterio.

martes, 4 de agosto de 2009

La vida y la letra, 6

, Se piensa desde la poesía o se piensa mal, pienso. Pero de repente la poesía nos piensa; entonces escribimos.

, Se escribe desde una intuición: la famosa inspiración es la percepción entera, fugaz, de la obra. El trabajo de escribir no es sino el de traducir la percepción a forma (y la forma, según Valéry, es lo único que el escritor tiene de suyo, irrenunciable). "Dar forma", sin embargo, es tan improbable como "dar muerte" como lo entiendía Blanchot: un vacío --una construcción hueca-- no es algo que pueda otorgarse. La forma del poema, la bala recorriendo el espacio entre la pistola y la sien, en estricto sentido, no existen.

, "Dar forma" no puede ser tampoco elaborar de acuerdo a un plan previo, sino seguir la huella de esa percepción inicial que desencadena todo. Escribir un poema se parece al trabajo de esos astrónomos que le siguen la pista al viejo pájaro del big bang a través de esa forma vacía, todo el hueco del universo.

, Seguramente la percepción se nutrirá del trabajo: la paciencia, la disciplina, la perseverancia, esas formas raras que adopta la esperanza para las sociedades progresistas. Pero un viejo sabio escribió que Un coup de dés jamais n'abolira le hasard...

, Lo que llamamos 'instante' es la existencia completa de la obra --el espacio de tiempo que toma la percepción en construirse y borrarse por entero. Escribir es reelaborar los destellos de ese instante; armar la torre con las ruinas.

, Una puerta se abre; al momento se cierra. El poema a escribir se constituye por la memoria del vistazo que dimos. Extraño procedimiento metonímico: reconstruir la mujer entera por el color absurdo de la toalla.

, Borges, otro viejo sabio, cuenta esta historia:

Coleridge

El fragmento lírico Kubla Khan (cincuenta y tantos versos rimados e irregulares, de prosodia exquisita) fue soñado por el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge, en uno de los días del verano de 1797. Coleridge escribe que se había retirado a una granja en el confín de Exmoor; una indisposición lo obligó a tomar un hipnótico; el sueño lo venció momentos después de la lectura de un pasaje de Purchas, que refiere las edificaciones del palacio de Kublai Khan, el emperador cuya fama occidental labró Marco Polo. En el sueño de Coleridge, el texto casualmente leído procedió a germinar y a multiplicarse; el hombre que dormía intuyó una serie de imágenes visuales y, simplemente, de palabras que las manifestaban; al cabo de unas horas se despertó con la certidumbre de haber compuesto, o recibido, un poema de unos trescientos versos. Los recordaba con singular claridad y pudo transcribir el fragmento que perdura en sus obras. Una visita inesperada lo interrumpió y le fue imposible después recordar el resto. «Descubrí con no pequeña sorpresa y mortificación —cuenta Coleridge—, que si bien retenía de un modo vago la forma general de la visión, todo lo demás, salvo unas ocho o diez líneas sueltas, había desaparecido como las imágenes en la superficie de un río en el que se arroja una piedra, pero, ay de mí, sin la ulterior restauración de estas últimas».