martes, 29 de enero de 2013

Sobre 2666

No sé cuánto tiempo llevo con la taza vacía en este café. Acabo de terminar de leer 2666 y estoy a punto de ponerme a llorar. Me deja una felicidad enorme, una valentía prestada que en mi carácter no reconozco, una dignidad de sobreviviente de campo de concentración que cuenta sus memorias como hechos, como episodios duros pero sin ningún tipo de heroísmo mal disimulado, con cierto azoro por el interés de los que lo escuchan y que él, con un número tatuado en el brazo, simplemente encuentra desmesurado.

¿Quién más podría fracasar así, tan estruendosamente? ¿Quién podría despeñarse con tanta gracia por el vacío, no como un zeppelin sino como un cóndor muerto en el centro del aire? ¿Quién sino este obsesivo de Bolaño podría haber trazado un crimen tan fino, una derrota tan íntimamente olímpica como la de esta novela --porque, como decir "yo", decir "obra" es mentir dos veces-- que es como una estrella a punto de morir, a punto de convertirse en hoyo negro donde al final van a caer irremediablemente todas las historias que quedaron sin contarse?

No sé cuánto tiempo llevo con la taza vacía en este café, pero las meseras no me molestan. Se limitan a cambiarme el cenicero de tanto en tanto, sin ofrecerme nada más. A veces pido otro café y me olvido de él. Al notarlo frío lo bebo de un sorbo y sigo leyendo. Quise terminar de leer la novela anoche pero, aunque tenía fuerzas para seguir leyendo, sentí que mi atención a los detalles disminuyó conforme avanzaba la hora, aunque hacía una noche hermosa, sin nubes y con una luna llena enorme, como si la noche fuera un cíclope, o la luna fuera la última naranja en el árbol del invierno, o alguna imagen estúpida por el estilo. Pensé que sería más rápido, quedaban 100 páginas. Podría leerlas en dos horas si fuera un trabajo, una novelucha a la que hubiera que verificarle la ortografía o revisar que la imprecisa joven que matan en el capítulo 5 no aparezca de improviso en el capítulo 16, cuando aún no conocía a su asesino. Mandé un par de correos, me habré tomado un trago más, no lo recuerdo, y luego me fui a dormir. Serían las 4 de la mañana. No quise ver el reloj. Puse el despertador a las 8.

Soñé que era un detective contratado para encontrar al asesino de Lana del Rey. Estaba muy internado en la selva del futuro (¿el año 2666?) sin posibilidad de retorno. La moda dictaba una nueva forma de modificación corporal, consistente en perforarse el párpado con una argolla delgada, como las que usan algunas chicas del presente en la nariz. La cantante era una anciana, pero seguía viéndose igual que siempre en los videos que revisaba sobre ella para integrar el expediente del caso; a excepción del piercing en el ojo, la misma cara de plástico, los ojos tal vez un poco más entornados, los labios gruesos como un marisco muerto, un calamar con rouge, una almeja o un callo de hacha. Recuerdo que mi informante clave era un fox terrier llamado Lou. En medio de una calle que bien podría ser de Berlín, de París o del centro del DF encontré una noche tirado en la banqueta el cuerpo de Lou, justo en la esquina, en una rampa para discapacitados. Una lluvia torrencial caía sobre la calle pero no mojaba nada mi traje de detective noir --una lluvia que sólo se distinguía del fondo oscuro de la ciudad cuando la luz de los pocos faroles la alumbraba, o bien cuando el agua amplificaba la luz, como una lupa rota que caía cerradamente, a pesar de que el resto de la calle y lo alto de los edificios seguían en la oscuridad más absoluta. El cuerpo de Lou había sido abierto en canal, aunque la lluvia había deslavado toda la sangre. Recuerdo haber pensado en el sueño que el cuerpo del pobre Lou parecía una pechuga de pollo sin huesos, aplanada y lista para echar sobre una parrilla de brasas al carbón.

Me levanté antes de que el despertador diera las 8, respondí algunos correos de trabajo y vine a sentarme en este café para terminar 2666. Tengo notas y notas sobre cosas que quedan por revisar, referencias, nombres, batallas de la Segunda Guerra Mundial, música, libros de autores alemanes que bien pueden o no existir. Pero la primera lectura está hecha. No hay nada más. O no hay nada más si los herederos de Bolaño o Herralde o algún oscuro amigo o amante no salen de pronto con "La parte de la señora Bubis", o "La parte de Haas", o "La parte de Ulises Lima perdido en Caborca" confiado exclusivamente a ellos en un floppy de 3 1/2 o un libro de 2666 páginas con manuscritos, apuntes facsimiles o alguna de esas parafernalias que tanto atraen a los fanáticos. Espero que no salga nada más. Si me acordara de cómo rezar rezaría para que no apareciera nada más. Es demasiado. Se lo platicaba anoche a Dani cuando me llamó por teléfono. Uno no puede escribir un vacío tan hondo de maldad impúnemente. Algo tan bello. Y quién hay que soporte la maldad del mundo dos veces.

En un libro reciente sobre Bolaño publicado por Almadía (El hijo de Mister Playa), Mónica Maristain dice por algún lado que Bolaño es "el nuevo Borges", o lo habrá dicho en una entrevista de la feria/circo del libro de Guadalajara. La desmesura del comentario sólo ha merecido la sonrisa de los críticos latinoamericanos, tan mezquinos para prodigar honores. Pero sin duda Bolaño escribió una suerte de aleph a través de sus obras, una fantasía borgeana tan real que al final acabó por engullirlo, como un hoyo negro en el centro vacío de la galaxia. Tal vez para el año 2666, cuando la literatura latinoamericana del siglo xx y xxi sea no más que una curiosidad en un ignoto departamento de estudios antropológicos de la Universidad Desconocida, la comparación entre Bolaño y Borges quedará más cerca, más aún con los pocos nombres de sus contemporáneos sobre los que la historia, pudorosa, se encargará prontamente de correr un tupido velo. Será entonces cuando la deuda y la continuidad de ambos autores dejará de bifurcarse y para volverse evidente, cuando en los congresos de historia de la literatura se midan con justicia estas arquitecturas, a las que podríamos incluso agregar un tercer nombre --pues Borges mismo decía que dos era coincidencia, pero que el tres era una cifra de causalidad-- , el de Proust. Pero la literatura --aunque su trasfondo secreto sea la justicia, o el destino, o el espanto-- es lenta en sus evaluaciones como un tren antiguo que sube una pendiente escarpada, llevando en los vagones un cargamento de muertos en salones de lujo.

Cuando se habla de viejos filósofos con granos de grasa en la cabeza calva como manchas de aceite, y cuando se recuerda que algunos, como Nietszche, dijeron que cuando uno pasaba demasiado tiempo mirando el abismo este devolvía la mirada, se olvidaban de mencionar algo tal vez menos perturbador, pero acaso más duradero en la experiencia por lo que tiene de fugaz, de leyenda, de chisme incluso: el hecho de que después de mirar la mirada del abismo, nuestra propia mirada se transforma o se disfraza de abismo, y vamos como ciegos por el mundo mirando las estrellas distantes y las farolas, aún reconocibles pero inalcanzables, como manchas amarillas de luz desde el fondo del mar. Caminamos por las calles como visitantes de otro tiempo o de otro planeta, no necesariamente maravillados por las formas extrañas de comportamiento y costumbres de esta civilización --entre ellas, la de matar salvajemente a sus mujeres en algo que entonces llamaban "crimen pasional" y que vagamente se asociaba en el siglo xxi con el amor, o más precisamente, con el desamor-- civilización con la que, por otro lado, nos une solamente un interés antropológico, nunca turístico. Es el horror, el horror mismo, como un caballero de traje bajo la lluvia fumando un cigarrillo, al que la sombra del sombrero le hunde la mirada en la oscuridad, un horror que se impregna en todos los objetos sin cambiarlos externamente, pero dándoles un nuevo contorno, como el humo y la ceniza del cigarro del diablo. Un horror griego mezclado con una banalidad doméstica de clase media: lo real, ese abismo que llevamos como una catarata cubriéndonos los ojos. Esa es la mirada de extranjería insobornable al final de 2666.

Ya está hecho, todo lo he leído. Si tuviera fuerzas, me pondría a llorar.

Cito a Belano.

jueves, 24 de enero de 2013

Escribir para no escribir

El "bloqueo creativo" me ha parecido desde hace tiempo un lujo pequeño-burgués. Plantea la imagen de que la creatividad, menos que una actividad, es una fuente de la que se abreva y que, como el Nilo, tiene momentos de desborde y otros de franca sequía. ¿Por qué no imaginar ese Nilo, me preguntaba, siempre desbordante, siempre prolífico? ¿Es sostenible una vida completamente creativa? Aquí vale preguntarse también de qué modo se expresa la creatividad: no se trata solamente de producir obra, sino en amplio espectro, de vivir como si se estuviera condenado a muerte (y todos lo estamos, sin duda), con los sentidos más afilados que nunca, para vivir cada momento como el último. A la larga, esa intensidad se vuelve también normalidad y uno (aquí hablo en primera persona, aunque me refiera a un hipotético tercero) deja de ser capaz de dar cuenta de sí mismo, de elaborar la propia narrativa. Se convierte en personaje, en el tercero aludido en el sueño de otro, en el sueño de lo real.

Sin duda el año pasado fue el mejor y el peor año de mi vida. Nunca escribí más ni publiqué menos. El 2013 comenzó con una resaca brutal, con las aguas del Nilo creativo en una baja histórica; sin embargo, como se lo dije ayer a Lauri, me veo escribiendo más que nunca. Todo el tiempo: apenas abro los ojos apunto los sueños de la noche, los analizo un poco mientras hago café; luego hago las 20 líneas (geniales o no, que decía Stendhal, generalmente no tan geniales) de calentamiento en una vieja Olivetti que encontré en casa de mis padres en Navidad; después está Tuiter, que siempre está; mails de trabajo, mails personales, mails y mails y mensajes de texto, no olvidar esas pequeñas escrituras comunicacionales, parientes lejanos de las listas de super (que esas sí nunca escribo, luego de leer las hermosas listas de compras de Lezama mejor hago la compra de memoria antes de sumar innecesariamente a otro género...), y terminando con las escrituras que mascullo en los sueños, con los ritmos que viven en otras formas, cuando en los sueños uno se llama de otra forma y escribe en idiomas que no conoce. Tengo dos poemarios casi listos y los nuevos poemas se siguen acumulando; como no acostumbro imprimir, las carpetas electrónicas rebosan como nilos, pero de eso poco sirve, poco servirá. A veces creo que se escriben poemas para mantenerse con vida, ni siquiera para mostrar o publicar. Y luego está el viejo blog, al que apenas he prestado atención últimamente, donde he publicado sólo cosas que han salido en otras partes como una especie de archivo o agregador o suma o transparencia, tal vez para (tramposamente) darme la sensación de que sigo escribiendo, aunque pese a todas estas escrituras en realidad no esté escribiendo, así, con el barrido de las itálicas que llaman al ojo a imantar un sentido más literal a las palabras.

Me gustaba escribir aquí, pero lo encuentro cada vez más difícil. Hay cosas que decir todavía, cosas que deben ser dichas, decires pendientes. Pero en lugar de decirlas soy duro conmigo mismo y me hago escribir cuartillas (coartadas) como esta para decir que no estoy diciendo nada. Algunos amigos sabios me dicen que hay periodos así, y que está bien. Que han sido meses duros. Que me dé un descanso. Pero la realidad nunca descansa, ¿cómo nos vamos a tumbar a ver pasar este tiempo histórico delante de nosotros sin hacer nada, sin decir nada? Sin embargo, puedo dar fe que estrictamente decir nada es la cosa más difícil del mundo. Uno siempre está diciendo cosas, el problema es que no está diciendo las cosas que le gustaría decir. Tal vez tenga que ver con una extraña relación con la esperanza, todo este problema del decir: me repetía como un mantra que sólo se puede hacer cualquier cosa cuando ninguna cosa tiene más importancia, que sólo cuando perdemos todo somos capaces de cualquier cosa. Y así estoy, feliz después de haber perdido todo, con la espuma de la derrota en los labios y en la página, incapaz a mi vez de hacer cualquier cosa. Pero haciéndola. No sé si me explico. Como lanzar una botella desde un avión, esperando que el mar aparezca debajo, como magia. Creo que este post sirve solamente para eso, para hacerle saber a mi cabeza que escribir sigue teniendo sentido. Que está bien. Que escribir o no hacerlo en realidad no tiene ninguna importancia, y que el hecho de no hacerlo es aún más peligroso, pues que supone una excesiva condescendencia con el horror. Que no escribir nos hace cómplices del dolor. Que no escribir es más peligroso que escribir a medias, y que el error es como la cuchara de la Matrix: está ahí si lo ves, pero si abstraes su función, si le quitas su importancia, su real, queda una objeto ajeno a su forma. Y que mediante ese procedimiento hay que reconstruir el universo, cuchara a cuchara, para poder habitar en él, para poder atravesar con apariencias las apariencias, querido Platón. Sócrates no escribió una sola palabra, por otro lado. Pero escribió.





sábado, 19 de enero de 2013

Mapa de un continente imaginario llamado América


Sobre Parto, de Agustín Hidalgo
Este texto aparece en la revista chilena dévora #0,01, del 2012.

Parto: nacer, partir. Abrir, acción de romper, irse. Nacimiento, inauguración, gozo y su reverso: fin de un estado, una partida por agotamiento, clausurar la presencia mediante la evasión, mediante la ruptura. Parto: yo rompo. Lo que parte es destruido o inaugurado. Pero el parto de me voy y el parto de lo que nace implican un movimiento; este movimiento, nos dice Agustín Hidalgo (Santiago de Chile, 1985), sería placentero: siempre físico, ya en el cuerpo del poema o en las manos que le dan forma, será el movimiento del placer o será la placenta, el paraíso perdido por excelencia, el jardín elacional, resort amniótico transformado en erial irrecuperable que abandonamos para que todo ocurra. No es poco lo que nace en Parto (La Faunita Impresora, 2010) ni poco lo que debe abandonarse a condición de que exista.  Es, pienso, el prólogo de la obra por venir; Parto que exige ser presenciado, asistido: en el rigor que nos ocupa, leído.

Partida

Es moneda corriente llamar “libro de poemas” a un conjunto más o menos homogéneo, en tono y forma, de pequeños fragmentos, obra de circunstancia o accidente —como, por otra parte, no podría ser de otro modo: toda obra está preñada de su circunstancia— que se avecinan o por azar o por la no siempre plausible necesidad de publicar, de hacerse público, de hacerse leer. Pero Parto exige —y merecerá sin duda— sus lectores no desde la contingencia que es regla, digámoslo de nuevo, desde el conjunto de poemas sin pies ni cabeza —acefalópodos, poemas que ni caminan ni piensan—, llenos de los lugares comunes recién redescubiertos por mi generación [1]: el trabajo de Hidalgo podría leerse como una exploración formal que brinda al conjunto su sentido de unidad: dolorosa meditación desde el poema. Hablo aquí de meditación porque Parto además de exigir lectores en el gesto de hacerse público, de ser publicado, rebasa como en los buenos poemas el horizonte de sentido que propone; su sencillez es engañosa: a pesar de su factura narrativa, lo que pone en juego no es únicamente la reelaboración de una mitología histórico—geográfica, sino su reconstrucción desde el fragmento. Un “médico de trozos” como dice Hidalgo en El Museo Nacional de las Partes del Cuerpo, que reconstruye el cadáver desde los retazos. Algo nace en Parto, sí, pero desde el testimonio,Agustín parece sugerir que el feto dado a luz ha nacido muerto,  o ha sufrido una fragmentación violenta como Coyolxauqui u Osiris:

            Y dio la luz los hombres apilados como muertos de la fosa común
            montones de hueso y piel salían
            escapando del incendio parir
                        de su abismo placentero

fragmentos del sujeto colectivo, sombra de unos restos de hombres malnacidos, el poema del nacimiento se vuelve, así, escena del crimen; el poeta, su detective.
Hemingway decía “encuentra lo que duele, luego presiona”, conseja que parecería seguir nuestro autor con implacable obediencia. El poema deja de ser, en Hidalgo, una fascinación por el ombligo propio y aborda la yugular de lo que duele. De ese dolor parte para reconstruir o reelaborar la historia imaginaria de un país imaginario, un país que parece existir únicamente en este libro pero que tiene todos los rasgos de un Chile cualquiera. 




Lo que parte

El poema se vuelve el lugar y el método de organización de una geografía simbólica. La materia de su organización (lo que parte y adjudica: partir, en el sentido de dividir para asignar, como los territorios de terra incognita del siglo xvi en América o durante el xix en África, etc.) es el territorio y la Historia como fronteras simbólicas de una condición ética.
No se trata del estéril delirio del adolescente que cuestiona, como bien o mal puede, su bagaje histórico, gesto de núbil rebeldía, de mayoría de edad de la conciencia: como aquellos escribidores que creen estar haciendo el mundo de nuevo a partir de la dudosa actualización de las búsquedas formales del siglo pasado, de la poesía concreta y del neobarroco no ya como expresiones de una postura frente a la realidad sino como mero gesto performativo, como siniestro recurso escénico en la página. He propuesto que estamos, en Parto, frente a una meditación porque en medio del ritmo —acaso deberíamos hablar de contracciones, de espasmos prenatales— el poema se vuelve una serie de pistas para reconstruir el sentido de lo que se parte. No basta destruir la bandera, el territorio, el himno nacional (“himen nacional”, precisa Agustín) y poner en entredicho, una vez más, la inoperancia del relato histórico de América; no: destruir es asumir. Destruir es nombrar la herida propia, articular el relato del crimen. Nombrar es curar.
Existe una impronta política indudable en Parto. Frente al poema utópico que solemos encontrar, el que propone hacerlo todo de nuevo, sólo que mejor esta vez, Hidalgo nos propone asumir, por ejemplo, los huesos dolorosos, la suma de las heridas, el cementerio particular que, nos dice, formamos con nuestras imágenes:

            Si tuviera que ponerle un nombre a este neopaís
            le pondría Chile
            porque si tuviera un hijo le pondría Chile
            si tuviera un gato o una madre viva
            le pondría sencillamente Chile

Asumir es la clave. Me parece que estamos frente a un proyecto de largo aliento pese a la brevedad de este Parto en sí; el horizonte de la obra parece vislumbrarse ya en germen, o deberíamos decir, ya como nacido respirante con carta de nacionalidad. El tiempo dirá. Pero pensando en la carta de nacionalidad, otro asunto implicado en Parto, Hidalgo parece sugerir que la visión de lo nacional sólo puede abordarse desde lo propio, no desde cualquier brumoso y trasnochado y siempre exteriorizante nacionalismo; lo mío, continúa Hidalgo, es lo que duele, lo que puedo ver desde la herida. Lo nacional no puede abordarse más como secuestro de conciencia a través de la ideología (insulsas fiestas patrias festejando qué), es decir, firmando carta de nacionalidad a condición de pertenencia a erráticos estados-nación; como nos dice Hidalgo, lo nacional ocurre como experiencia particular, interiorización de lo privado. Esta posición política implica una revisión a conciencia de lo que conforma la circunstancia particular del individuo en nuestro momento histórico. Hidalgo no se anda por las ramas y se va al inicio de todo este desastre que por accidente llamamos América, pasando revista a

            los Diegos de Almagro o los Franciscos Pizarro
            ...
            los Quetzalcoatles que bajaban de las alturas           


a la conformación de una geografía y una historia de lo universal a lo particular:

            Yo la vi
            mientras los arcabuces
            le lamían las piernas
            y mientras ella abría la boca
            como un río Bío-Bío
            ella era las minas de oro y plata
            ella era la reina Isabel de Castilla
            era Cristóbal Colón
            o toda Guinea metida en una isla

etcétera.




Nonatividad: el fantasma

El poeta colombiano Álvaro Mutis no acaba de reponerse del traumático evento que supuso la caída del Imperio Romano Oriental, último evento político que lo implica personalmente, según ha dicho [2]. Agustín Hidalgo, lejos de hacer mutis frente a la Historia, la asume con un gesto extrañamente similar, conciente de que su propia circunstancia está implicada y en cierta medida determinada por el supremo accidente de ser un chileno de finales del siglo xx. Y es en el poema, espacio privilegiado de las eras imaginarias, el tiempo donde confluyen todos los tiempos, según Lezama Lima, donde podemos confrontar el ultraje de la historia en primera persona y acaso darle orden.
El poema como espacio de confluencia de todos los tiempos y geografías le funciona a Hidalgo, a la manera de las cajas de Joseph Cornell, para disponer los objetos ruinosos, la basura, el desecho, el cuento del oprobio y a través de la organización de tales elementos, articular su relato. Poco importa que el resultado sea estético: la belleza, ese resplandor de la verdad, sólo puede entenderse como efecto de la perturbación que el poema genera en su lector, no como aquella belleza parnasiana, impersonal de la contemplación autista y onanista del propio ombligo, sino la belleza como el modo privilegiado de acceso a la verdad. El filósofo Josu Landa nos lo recuerda respecto a Hegel, para quien “la verdad y la belleza son también idénticas, puesto que esta última consiste en la manifestación sensible de la Idea.” Y el poema de Hidalgo tiene momentos francamente perturbadores; es decir, bellos.
María Zambrano propone cantidad de ideas notables, entre ellas, dos: que la razón poética es un modo de conocimiento; y que no es completamente desdichado el que puede contarse a sí mismo su propia historia. En este ajuste de cuentas que propone el poema de Hidalgo, el dar cuenta de la historia es precisamente una labor de autopoiesis, de auto—construcción, de poner en juego el propio estar en el mundo encarando el ultraje nacional como afrenta personal, la condición americana como condición de posibilidad de la propia existencia. El poema como ejercicio de autopoiesis y el concepto zambraniano de piedad podrían darnos alguna pista (caminamos siempre a tientas en el poema) del derrotero que Hidalgo se ha impuesto, del crimen que perseguimos; piedad: trato con lo otro, generalmente lo divino; pero no la piedad cristiana rayana en la misericordia —ese modo compungido del orgullo— sino el posicionamiento frente a lo que nos rebasa. Las circunstancias de nuestro propio nacimiento nos son tan ajenas y tan irrenunciables como la Historia y la geografía de nuestro lugar de origen. Hacer el relato —la historia— y darle forma —remarcar el territorio imaginario, hacer geografía— es un acto peligroso pero insoslayable. Hacer un poema es una entre otras posibilidades de asumir todo lo que nos conforma y delimita a pesar de nosotros; es un modo de tratar con todo lo que me es.
Espacio privilegiado, el poema difiere de otros modos de articulación del relato en que no se trata de un yo que dice, sino que lo dicho mismo funciona y conforma un estado del yo. Y más: el poema es en sí mismo una forma de yo en tránsito. Territorio, así, librado de la posibilidad de asedio y conquista, el poema asume la forma de lo que está en juego a través de un proceso histórico; toma los rasgos del fantasma para volverlo visible, subvirtiéndolo. Se llega al poema por aproximación: árbol por árbol hasta encontrarse de paso por el bosque. El poema puede ser aún utopía como estrategia de desmarcaje y resistencia, pero difícilmente —pues no sería poema, no sé qué sería—zona de concentración ideológica o comunicación, patria del slogan; es una instancia de mediación, una manera de habitar el mundo.
Agustín se cuenta a sí mismo su propia historia, que es la de la decepción de una idea de patria, es decir, el lugar del padre (pater) y desde ahí propone el ejercicio no contrario, complementario: leer la historia nacional, con sus símbolos, sus nombres propios, sus dioses locales —y pensar, por qué no, que la localidad es América misma— desde una mater, una matria:

            la madre la hija la espíritu santo
            la niña la pinta la satán maría


La mecías, a la Mesías

El elemento femenino estará presente a través del personema “hija”: la hija que debe ser protegida de las ovejas que han devorado el país de los selknam, la que hace la primera comunión en una fiesta de barrio en octosílabos cantadores, la Niña de las tres calaveras (perdón: Carabelas de los Colón-izadores [3]), la que se presagia ya en el primer verso de Parto y que tal vez sea la misma que engendra los hijos muertos que poblarán este país fantasma, este país de este continente imaginario, la misma que se implica, en la vecindad de la madre y el espíritu santo, como una mesías desde la belleza, la que sabe que su cuerpo es el poema de donde todo nacerá

            La hija intuye
            que todos sus movimientos son un verso
            si se lava la cara o si juega con el barro
            en las manos de su nana
            todo se podrá transformar en un verso

la que acaso preside el grito del último poema, el llamamiento, el nuevo evangelio desde la locura —condición de posibilidad del futuro:

            Vamos a tirar escupitajos
            de ácido...

y que, al contar la historia de lo que implicó vivir en la patria del oprobio, guiará el neobautismo de la neopatria: así como Chile será el nuevo nombre de Chile, según se nos anuncia en Parto, pensar que América alguna vez podrá ser el nombre de un lugar habitable, aún por descubrirse o inventarse.
Pretensión utópica final: que el lugar que habitamos por accidente sea precisamente el que querríamos habitar por pleno convencimiento en el mejor de los mundos posibles. La evasión que se anuncia en el último poema, ese “vamos a tirar” allá, siempre más allá, sospecho que se trata del “más aquí”, irrevocablemente aquí que está por ser inventado. El presente que ha ganado en su todavía el movimiento de su devenir, no como soporífera revolución desde la oficialidad, sino como acto de conciencia desde el poema: el ahora como única posibilidad. Como ha dicho Octavio Paz: “Todos los siglos son este presente”. El ahora como posibilidad; el futuro como imposibilidad, como renuncia. Parto articula desde la niña, la imposibilidad de la égida de la Niña. Ese fracaso es su única victoria.
Lo que nace en Parto es el relato de un ajuste de cuentas con la realidad que, como he dicho, se vislumbra apenas. Este Parto es el de un imaginario poético que tendrá que dar mucho más en el futuro, ese lugar utópico por excelencia que el libro exige y habita ya desde su posibilidad latente, paciente: placenteramente naciente.

México D.F., verano y 2010



[1] No quisiera desviar necesariamente la atención del tema que nos ocupa, pero me parece conveniente elaborar un breve apartado sobre mi interpretación de lo generacional, noción que condiciona el modo en que leo Parto dentro del contexto referencial que propongo.
“Generación” puede implicar aquello que es generado, el proceso por el cuál algo se genera, y convencionalmente para la crítica literaria implica un siempre provisional punto de referencia que sugiere la periodicidad e historicidad de una promoción literaria. En este sentido, acotar una generación literaria implica poner de relieve una diferencia de escritura. Habría que tomar en cuenta los procedimientos técnicos que hacen posible este acotamiento tanto como el imaginario, la estilística y el contexto desde el cuál se pretende leer dicha promoción. Al hablar sobre los “lugares comunes” de mi generación, hablo sobre las insistencias u obsesiones recurrentes en escrituras más o menos incipientes de los nacidos en los 80 y 90; pienso en puntos comunes como el desencanto frente a una tradición literaria que se ve con desconfianza, en los mejores casos, crítica y provechosa, y en los más, simplemente reaccionaria y adolescente; en la imaginería de lo que Paul Virilio ha llamado última frontera (Ciudad Pánico. Libros del Zorzal, 2008), esa de la colonización espacial frente a la desertificación de la posibilidad del viaje y la anulación de la distancia: la referencia a un universo mental paralelo a la exploración espacial o a las nanofronteras del cuerpo humano mismo; la incorporación de referentes de la cultura popular a modo de dignidades textuales, etcétera. Me gustaría elaborar al respecto en otro espacio (curioso lapsus). El problema da para mucho.
[2] Maqroll el Gaviero.
[3] Un interesante espectro productivo: Colón/iza (la bandera); colon y zar: el espacio del desecho real, etc.

miércoles, 16 de enero de 2013

Masada

Masada. Recuerdo que la sola palabra me hacía temblar. O llorar. Masada. Sonoramente larga, por el peso de las vocales, la misma, como un mismo grano de arena una y otra vez sobre el rostro, un vidrio, ojos de una tormenta que se disfraza de espada. Masada: padres, madres deliberando en la noche —sobre sus cabezas una cárcel de estrellas— a cada lado, una pared invisible de arena —por debajo, las legiones romanas, inmóviles buitres doblemente inmóviles en la repetición de su partitura sobre el cielo, calzándose el mismo trozo de muerte y nubes: lo único que se mueve es el espasmo de muerte que mantiene al animal sobre la tierra, caminando o eso cree. Pero el peor enemigo está dentro, encerrado con ellos, en los muros de la ciudad del desierto. Masada. Ojos brillantes y afilados en la noche, lágrimas afiladas. Masada. No seremos esclavos. Nuestras mujeres no nutrirán los burdeles de Roma —los soldados ha tiempo no han tocado carne— ni nuestros hijos hablarán el duro idioma del emperador, que ignora todo de nuestro dios y cuyo único dios es el dios que mantiene hirviendo los establos y los bosques y desiertos regados de sangre. Ningún hijo nuestro llamará amo a un romano. Enfrentar a los ejércitos del César sería demostrar un coraje vano frente a estos salvajes arquitectos de la muerte, un espectáculo abominable, un coliseo para congregar el aplauso de las tormentas de arena que cubrirán nuestra rota carne. No. Pero huir es preciso. Planear un escape. De Masada. Cómo. La primera vez que leí sobre Masada tendría unos 15 o 16 años, en Flavio Josefo (¿Tito Livio nada dice?) y no sabía nada de la muerte. Con todo, su nombre de campana y silicio me persiguió desde entonces, y sólo los dioses saben de qué maneras ese recuerdo escondido talló mi memoria directamente en la piedra, montaña acariciada por las incansables manos del viento. Masada. El gran escapismo. Pienso en Wilde y no en Houdini: “Se van las cortinas o me voy yo”. Humor torcido, risotada en el rostro de la muerte. Masada. Un apellido para el espanto. Un éxodo silencioso. Al país de los muertos. Las miradas de la noche, con las lámparas apagadas y el olor a aceite y sangre impregnando la noche como una habitación sin ventanas. Masada. Hojas y manos frías —certeras como besos de sangre en los rostros de los niños, un abrazo de hierro en el pecho de las esposas. Un adiós. Masada. Adiós. Matar para cuidar, para salvar. Para liberar. Matar lo que se ama. Matar como prueba de amor. Masada. Matar. Matar y matar hasta que el último hombre del desierto quede solo en la ciudad con la última insomne espada. Cómo entiendo a ese hombre en esta noche de mi desierto. Masada. Matarse para ir con ellos, con los que ya lo esperan, con los que ya son libres y no entrarán nunca a Roma, a Alejandría, a Trípoli como esclavos. Masada. Matarse así, como quien gentilmente cierra una puerta en el desierto para no despertar los huesos del tiempo.

martes, 15 de enero de 2013

Dibújame un cordero

Dibujos de Sofía Narro.

Este es el cordero de Raya
Al cordero de
Raya le gusta
cantar blues,


guardar drogas
en su piel/lana,


tejerle sweters
a Raya con
su lana,

y a veces, creerse
chivo y comerse los
vestidos de las
señoritas.


Pero, más que nada, al cordero de Raya le gusta matar piratas con
su amigo el Princeso Peter Pan de los duendes comunistas espaciales.