martes, 18 de mayo de 2010

Edmond Jabès y la hospitalidad de la poesía.



Ayer tuve la suerte de toparme con un lote de La Nouvelle Revue Française en una librería de viejo. Pensé que comprarla era absurdo, ya que hay una buena colección de ella en la facultad. Pero al hojearla me encontré con un pequeño ensayo de Olivier Houbert titulado "Jabès l'éclaireur", escrito justamente el año de la muerte de Jabès. En él, Houbert desarrolla varias líneas del pensamiento y la obra jabesiana; pero este fragmento brevísimo que les comparto tiene que ver con la alienidad absoluta que se experimenta al entrar en una lengua extranjera.

El idioma es la marca de pertenencia a un dominio cultural. Somos "paisanos" porque nuestras costumbres y modos de vida se cifran en un idioma común; habitamos una misma zona idiomática más que un territorio. ¿Pero qué pasa cuando un poeta de lengua extranjera nos habla directamente a nosotros, sin la intermediación del traductor, incluso cuando parte del discurso, del sentido de las palabras, escapa de nuestro entendimiento por nuestro pobre dominio de la lengua? Entramos en un espacio donde el poema se despliega en intermitencias de claridad y sombra; el poema ocurre efectivamente en nosotros como sugerencia más que como comunicación. Es un mensaje en espera de ser descrifrado, pero también una puerta abierta, un umbral; una posibilidad. La hospitalidad, para Jabès, sería pues la posibilidad de que el poema ocurra no como golpe de sentido sino como sugerencia de sentido dentro del lector; el poema ocurre en el lector, es lo que le pasa al lector mientras lee, más allá de lo que el poema efectivamente pretende decir.

Este pequeño fragmento que les comparto del ensayo de Houbert refiere, me parece, esta misma experiencia en Jabès respecto a Paul Celan. Sensación a la que se refiere Jabès en "Le livre de l'hospitalité" cuando dice, o recuerdo que dice:
 
-¿Si yo traspaso el umbral de tu morada, a quién le ofrecerías la hospitalidad? ¿A tu maestro o al extranjero de quien no sabes nada?
-¿Cómo podría yo no ofrecérsela a mi maestro que me ha concedido el honor de entrar a mi casa?
-Tu maestro -dijo, entonces, el sabio- no necesita esta muestra de deferencia: el viajante extraviado, en cambio, que llama a tu puerta, la espera con todas sus fuerzas, pues no la pide únicamente para él. (1)
o incluso aquella sensación de ese otro, "El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha", donde dice:

Toda duración está ligada al recuerdo.
A lo real sucede una irrealidad, más que real, de la que se apropia la memoria.
El pensamiento sigue el camino opuesto. Va delante de la ausencia cuyo trayecto, al desplegarse, ayuda a fijar.
El pensamiento es el relámpago que desgarra el vacío. El olvido, su momentáneo espacio. El confuso recuerdo que de él guardamos quizá sea, más que el artífice de la recuperación del pensamiento merced a un nuevo espacio, el celoso instigador de la confrontación del pensamiento con su pasado y si probable porvenir, el responsable de su definitiva puesta bajo tutela. (2)

*

Comme Jabès, Celan a éprouvé "la difficulté d'être juif, qui se confond avec la difficulté d'écrire", en même temps qu'il a tenu sa poésie dans l'ouvert, attendant l'autre sur le seuil, l'autre qui ne vient jamais mais auquel je confie mon attente. Jabès a évoqué cette proximité silencieuse avec le poète de Czernowitz dans un opuscule intitulé la Mémoire des mots. Les mots dont il est question ici, ce sont ceux prononcés par Celan, dans l'intimité de sa rencontre avec Jabès qui se souvient d'avoir entendu la poésie de Celan dans "l'original", en allemand, et surtout de l'avoir reconnue comme une parole amie, malgré l'obstacle de la langue, malgré l'étrangeté de cette parole autre, marquée par la blessure du crime. Blessure à partir de laquelle, nous dit Jabès, il faut écrire, parce que la mémoire des mots représentera toujours "un défi au bourreau", elle s'entendra même dans la langue de l'étranger. C'est dire que par-delà les mots prononcés, établis dans l'intelligibilité d'une voix, s'entendent d'autres mots, s'écoute un silence plus parlant peut-être que n'importe quelle parole. Silence réservé à une communication plus haute que le simple discours. (3)

*

(1) Jabès, Edmond. El libro de la hospitalidad (trad. de Françoise Roy). Ed. Aldus, 2002. p. 95.
(2) Jabès, Edmond. El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha (trad. de Saúl Yurkiévich). Vuelta, 1989. p. 30.
(3) Houbert, Olivier. Jabès l'éclaireur en La Nouvelle Revue Française, N° 459, Abril 1991, p. 70
Imagen: http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Edmond_Jabes.jpg

Arqueología del escritor

Un libro es la exploración de un significado, el seguimiento de un rastro, la delimitación de una ruina.

Si el escritor admite una tarea, ésta podría consistir en tratar a las palabras como ajenas al estado de cosas de sus significados; observarlas como seres inéditos, animales recién creados, piedras enterradas bajo espesa selva que antes fueron ciudades.

Aún más: su tarea consistiría en poner a las palabras en contacto con lo que ha sido desde siempre su heredad; poner la palabra frente a lo que la palabra ha olvidado sobre sí misma.

Un libro es la reconstrucción de la historia de una palabra.

miércoles, 12 de mayo de 2010

La intuición de la obra

1. Lo que los antiguos creían que era la "musa" sospecho que es algo como la intuición de la obra, la sensación de su presencia cuando no es.

2. La obra que vendrá se disfraza de sí misma; su disfraz es su piel. Escribirla es desnudarla.

3. La relación de lo poético con lo profético se da en términos de traducción: poesía es la reconstrucción de un vislumbre, de una intuición.

4. Aunque el vislumbre ocurra desde el pasado, aunque la obra se escriba, el horizonte de la obra siempre es futuro. Siempre está por ser.

5. Escribir es de hecho cancelar las posibilidades rizomáticas de la obra y actualizar una, contingente y arbitraria.

6.  Escribir es elegir.

   

jueves, 6 de mayo de 2010

El árbol que grita



Traté --tal vez ahí estuvo el error-- de hacer un ejercicio de observación que recomienda Jodorowsky para cineastas, y que dice Sartre que dice Mauppassant que su tío Flaubert le recomendaba igualmente: observación de un árbol por espacio de dos horas, para luego dedicar un tiempo similar a describirlo. Me dormí a los 15 minutos (como me consta que ocurre con muchos lectores de este blog). Sin embargo, puedo asegurar que fueron 15 minutos sumamente productivos.

Es una reducción bárbara, como nos recuerda Funes, el dar el mismo nombre genérico a cosas tan disímiles como un árbol y otro. Elegí un árbol "cualquiera" para mi observación. Pero cuando empiezas a observar realmente un árbol sus peculiaridades se vuelven tan evidentes como los rasgos que diferencian un rostro humano de otro: aún de la misma especie, mero aire de familia,  el color, la altura, el peso de las ramas, las cicatrices del tronco son distintas; por ellas suponemos, por ejemplo, la historia (biografía sería preciso) del árbol, sus podas --no iré tan lejos para llamarlas "mutilaciones", que no pretendo un post ecologista--, sus quiebres, las huellas invisibles de lagartijas, ardillas y pájaros. Un árbol es una especie de condominio, de cueva abierta.

Por otro lado está la sombra, ese árbol fantasmal más vivo que el árbol mismo: en su orgullosa postura, el árbol ve otro árbol corriendo en torno suyo.

En cuanto a lo físico, no sé por qué reparé primero en lo oculto que en lo externo: imaginé las hondas raíces bajo el pasto, anchas y ciegas como una mano enterrada; imaginé bosques como reflejos de árboles, con sus modos particulares de hojas, con sus movilidades aún más lentas que los improbables desplazamientos del árbol. Luego, en estricta verticalidad, observé la aparente firmeza del tronco puesta a prueba por el viento: si fuera demasiado sólido se quebraría, y frente a una ventisca  ese árbol demostró su flexibilidad, su disposición al baile. Recordé precisamente la imagen de Las palmeras salvajes, de Faulkner. Los árboles bailan.

Las ramas, como no podría ser de otro modo en primavera, estaban llenas de hojas con forma de estrella, verdes en la superficie y del color de monedas cobrizas por el anverso. Ese viento que doblaba ligera, casi imperceptiblemente la estructura entera del árbol, en sus arremetidas era comunicado desde la distancia: lo precedía el susurro de todas las hojas-monedas de otros árboles, de manera que cuando llegó al árbol que yo observaba, era acompañado de una corte de ruidos de árbol o coros, llamadas y respuestas, suerte de lenguaje involuntario. Aquí podríamos escuchar esos sonidos arbóreos como celebraciones naturales, pero en nuestros días paranoicos podrían ser más bien llamadas de peligro, advertencias desesperadas. En su inmovilidad, los árboles me han parecido siempre creaturas histéricas --vaya proyección--: "El grito" de Edvard Munch me parece, a su modo, un árbol, o que consigue por lo menos captar el sentimiento de un árbol gritando en un mundo silencioso.

Sería exagerar o idealizar de más suponer que los coros de hojas vibrantes serían tonalmente distintos, en sentido musical, según cada árbol, cada especie o posición relativa del viento; pero me seduce pensar que ese movimiento violento y desesperado, a la vez sereno y rutinario, no guarda consigo mismo una relación homogénea. Creo que se trata más de una imposibilidad  propia de mi oído para percibir esas sutiles diferencias, que una monotonía intrínseca a todos los vientos sobre todos los árboles. Más aún, imaginar esos laberintos sonoros provenientes de cada hoja diferenciada, particularizada en su posición sobre cada árbol nos remite a las imágenes numéricas, a las explosiones abstractas que tanto fascinan a los matemáticos. Sería locura o iluminación --o ambas-- poder, como Funes, tomar conciencia de cada sonido de cada hoja de cada árbol a cada momento.

Recordando a Munch, creo que él decía algo como "y de mi cuerpo muerto flores nacerán, y yo estaré en ellas y ellas en mí y eso es la eternidad". Como los poemas, parece que las historias de los árboles sólo se interrumpen; un árbol es en cierto modo interminable.

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Ejercicio de observación jodorowskiano.
Imagen.