jueves, 6 de mayo de 2010

El árbol que grita



Traté --tal vez ahí estuvo el error-- de hacer un ejercicio de observación que recomienda Jodorowsky para cineastas, y que dice Sartre que dice Mauppassant que su tío Flaubert le recomendaba igualmente: observación de un árbol por espacio de dos horas, para luego dedicar un tiempo similar a describirlo. Me dormí a los 15 minutos (como me consta que ocurre con muchos lectores de este blog). Sin embargo, puedo asegurar que fueron 15 minutos sumamente productivos.

Es una reducción bárbara, como nos recuerda Funes, el dar el mismo nombre genérico a cosas tan disímiles como un árbol y otro. Elegí un árbol "cualquiera" para mi observación. Pero cuando empiezas a observar realmente un árbol sus peculiaridades se vuelven tan evidentes como los rasgos que diferencian un rostro humano de otro: aún de la misma especie, mero aire de familia,  el color, la altura, el peso de las ramas, las cicatrices del tronco son distintas; por ellas suponemos, por ejemplo, la historia (biografía sería preciso) del árbol, sus podas --no iré tan lejos para llamarlas "mutilaciones", que no pretendo un post ecologista--, sus quiebres, las huellas invisibles de lagartijas, ardillas y pájaros. Un árbol es una especie de condominio, de cueva abierta.

Por otro lado está la sombra, ese árbol fantasmal más vivo que el árbol mismo: en su orgullosa postura, el árbol ve otro árbol corriendo en torno suyo.

En cuanto a lo físico, no sé por qué reparé primero en lo oculto que en lo externo: imaginé las hondas raíces bajo el pasto, anchas y ciegas como una mano enterrada; imaginé bosques como reflejos de árboles, con sus modos particulares de hojas, con sus movilidades aún más lentas que los improbables desplazamientos del árbol. Luego, en estricta verticalidad, observé la aparente firmeza del tronco puesta a prueba por el viento: si fuera demasiado sólido se quebraría, y frente a una ventisca  ese árbol demostró su flexibilidad, su disposición al baile. Recordé precisamente la imagen de Las palmeras salvajes, de Faulkner. Los árboles bailan.

Las ramas, como no podría ser de otro modo en primavera, estaban llenas de hojas con forma de estrella, verdes en la superficie y del color de monedas cobrizas por el anverso. Ese viento que doblaba ligera, casi imperceptiblemente la estructura entera del árbol, en sus arremetidas era comunicado desde la distancia: lo precedía el susurro de todas las hojas-monedas de otros árboles, de manera que cuando llegó al árbol que yo observaba, era acompañado de una corte de ruidos de árbol o coros, llamadas y respuestas, suerte de lenguaje involuntario. Aquí podríamos escuchar esos sonidos arbóreos como celebraciones naturales, pero en nuestros días paranoicos podrían ser más bien llamadas de peligro, advertencias desesperadas. En su inmovilidad, los árboles me han parecido siempre creaturas histéricas --vaya proyección--: "El grito" de Edvard Munch me parece, a su modo, un árbol, o que consigue por lo menos captar el sentimiento de un árbol gritando en un mundo silencioso.

Sería exagerar o idealizar de más suponer que los coros de hojas vibrantes serían tonalmente distintos, en sentido musical, según cada árbol, cada especie o posición relativa del viento; pero me seduce pensar que ese movimiento violento y desesperado, a la vez sereno y rutinario, no guarda consigo mismo una relación homogénea. Creo que se trata más de una imposibilidad  propia de mi oído para percibir esas sutiles diferencias, que una monotonía intrínseca a todos los vientos sobre todos los árboles. Más aún, imaginar esos laberintos sonoros provenientes de cada hoja diferenciada, particularizada en su posición sobre cada árbol nos remite a las imágenes numéricas, a las explosiones abstractas que tanto fascinan a los matemáticos. Sería locura o iluminación --o ambas-- poder, como Funes, tomar conciencia de cada sonido de cada hoja de cada árbol a cada momento.

Recordando a Munch, creo que él decía algo como "y de mi cuerpo muerto flores nacerán, y yo estaré en ellas y ellas en mí y eso es la eternidad". Como los poemas, parece que las historias de los árboles sólo se interrumpen; un árbol es en cierto modo interminable.

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Ejercicio de observación jodorowskiano.
Imagen.

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