lunes, 26 de julio de 2010
Leer "Paradiso" de José Lezama Lima
Leer una novela como Paradiso es, como con las buenas novelas, descubrir -acaso inventar- un modo inédito de leer. Las grandes obras exigen grandes modos de ser leídas, porque detrás de las aparentes dificultades que ofrece un texto late la reticencia de lo nuevo, de lo que nos es poco familiar y por eso mismo tanto más perturbador y peligroso.
Paradiso es la saga familiar de Lezama (esa obsesión por construir metafóricamente el sentido de lo genealógico que impregna la narrativa latinoamericana del siglo pasado --exigencia, además, de su madre misma, consignada en unos versos donde la escritura de la saga se patentiza y toma el grado de ordenanza, de deber moral), pero su gran logro no estriba en la historia misma -notable, por lo demás- sino en el modo en que esa historia se produce en el lector. Una manera de comprender ese lugar donde efectivamente el libro entrega sus efectos podría rastrearse haciendo notar la función del ritmo en la lectura misma.
Una prosa narrativa "tradicional" se sostiene en la posibilidad del lector para restituir el significado parcial anclado en la sintaxis y el continuum narrativo; lo que es decir que uno como lector puede "leerla" en el sentido de un mensaje que el texto mismo guarda en sí, en latencia. Con Paradiso ocurre que los fragmentos, pongamos por caso una descripción, la de las cepas asirias de limones o la del texturizado propio de la miel de palma, aportan su sentido sí a través del significado de las frases, pero también en relación con el ritmo inmanente de la secuencia narrativa (que es como yo llegué a perderme en mis primeras lecturas de este libro). Para decirlo así: Paradiso es una novela enorme construida desde la filigrana de poemas-frase, poemas-descripción, poemas-interpelación al lector: poema+recurso narrativo.
Estos poemas funcionarían en sí mismos como unidades casi autónomas. Este margen del casi es lo dependiente de cada fragmento con respecto a la narrativa global que se desarrolla. El lector, pues, no "lee" el sentido del mensaje, sino que "descifra" una pista de sentido al poner en relación el fragmento con el contexto.
Es una narración basada en imágenes. Si el lector pierde de vista la relación entre la imagen y el contexto que la explicita, la lectura se disuelve y la obra toma esa espesura de dificultad que suele adjudicarse no sólo a Lezama, sino a Elizondo o a Joyce mismo. Un libro es difícil en la medida de la patentización de nuestra incapacidad para acceder a su mensaje; pero el mismo bardo de la calle Trocadero nos ponía en guarda: sólo lo difícil es estimulante.
Este modo de escritura implica un reto a la atención; o aún más: exige un absoluto estado de atención del lector. No se puede hablar de leer a Lezama en una sala de espera como no se puede escuchar una misa de Bach, el Stabat Mater, por caso, mientras se charla con los amigos. Esa experiencia es posible por supuesto, pero algo se pierde definitivamente: estas obras exigen su propio espacio; si el lector transige a la exigencia de la obra, este espacio autónomo donde el significado deviene posibilidad accesible, se crea, de modo casi mágico, en el interior de ese receptor, nosotros, dando pleno sentido a esa palabra: receptor, continente paradojal que recibe la posibilidad del sentido de la obra a través de la disposición para provocarla. Leer, en este sentido, sería dejar que la obra ocurriera en nosotros.
Por la imagen: http://hoteljuntoalavia.blogspot.com/2008/12/la-materia-artizada-i.html
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