A cada duda mía, antepones felicidad. La base de tu silencio impenetrable que no permite asedio, y que sin embargo es un margen de vida perfectamente habitable.
Tantas cosas enfrente: ¿cómo pensar en dejarte entrar en este asunto difícil, de absoluta severidad, que es mi vida? ¿Lo es? ¿Mía? Mi vida es un accidente y en todo caso ya entraste con tu libertad a cuestas.
¿Dije duda? Ni siquiera duda: lo que un occidental del xx (ser hombre de mi siglo me supera) puede hacer codiciando a una cortesana hindú del x. ¿En qué idioma hablar? No hacen falta palabras para besar, pienso.
Pensé --desde esa soberbia estoy ya de entrada, derrotado-- que se tendía a la felicidad, que se pasaba por ella como rozando una casa vacía con los ojos desde la carretera. Pero tú vives en esa otra casa de ahí, esa casa que elude toda tentativa del ojo por apresarla. Feliz distancia, desolación sin peso.
¿Cómo devolver, pues, tanto mundo dado al mundo? ¿Tanto mundo mundando, Gelman? ¿Dado para pervertir un azar, pez moteado de rodar? ¿Tanto órgano de la querencia inagotable, sudando, manido, como el trópico que separa tu norte, V., de este tanto centro y tanto sur irreparable? ¿Tanta voz colgada aún de dónde en el todavía?
Estamos haciendo un cadáver exquisito en aquella librería gigantesca: tú tienes una novela de García Márquez y yo una de Alexis Díaz Pimienta, palabrero extraordinaire. Seguiremos hasta agotar incluso diccionarios. Dejar que las palabras sean palabras; dejar que los significados se muerdan como perros allá, sin que nos ocupe su ciega rabia.
Tu paz inalcanzable que no se deja pensar, pienso. La felicidad tampoco se deja pensar. El mar, se sabe, no cabe en la palabra mar.
Una vez le dije a Yaxkin: "escribir poemas como plantar la semilla de una selva en la luna." Tú eres una selva súbita; nada hay estéril en ti. Eres el poema que n'abolirá jamais l'écriture. Eres vida.
Para fines prácticos, ser libros. Así: libres.
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