sábado, 4 de junio de 2011

Refracciones

La gente que conozco, recién o de tiempo, comienza a perder dimensión intersubjetiva frente a mis ojos: la gente se parece siempre a otra gente, pero no a alguien, o, específicamente, me es difícil hallar en esa gente un yo.

Temo que esto se deba a que mis prejuicios están cimentándose. ¿Cuáles? En realidad no lo sé. La xenofobia me parece el nombre de una planta que nunca he cultivado; cualquier dudoso clasismo está contextualizado en retórica de lucha de clases (eso es el marxismo, una lange de travaille); todo sexismo en mí es admiración de la diferencia, la teoría de género es la única teoría social que realmente me interesa, y ni siquiera me interesa demasiado. Pero a grandes rasgos, creo que puedo negociar correctamente la diferencia con el otro, el Otro. ¿Entonces?

Entonces pasa que en un otro veo al Otro, al todo-otro, al exempla indiferenciado, a la Idea, al exponente del universal, al universal encarnado. Por un lado, veo a la gente como una construcción en movimiento; por otro, veo que esa construcción está sobredeterminada, o lo sobredeterminado es mi interpretación de esa construcción. En suma, no puedo relacionarme sino a través de la explicitación de la diferencia, pero la gente no quiere escuchar eso: quiere escuchar lo que le dice la gente a la gente sobre la gente. Chisme. Y la gente, que me producía en general una mórbida curiosidad, un desahogo casi científico, a últimas fechas me produce un sopor invencible.

Con mis dos o tres buenos amigos hablo de eso, de trabajo, de interpretación, de la puesta en operación de un lenguaje para co-relatar o dimensionar una realidad, para explicar o producir esa realidad. Hace poco me enteré de que uno de mis mejores amigos tiene una hermana menor, después de años de tratarlo.

Sospecho que estas notas comenzarán a convertirse poco a poco en la bitácora de un proceso entrópico de alienación. Mi mecanismo es la sospecha: mi trabajo es detectivesco, no científico. Cuando un sistema se ha estabilizado busco la manera de introducir la incertidumbre por mera curiosidad (niño que arranca patas a las arañas, profesionalmente). Los resultados son de lo más divertidos, pero siento que cada vez más me río a solas.

Me voy a quedar con esta imagen por ahora, para poder dormir: un rostro no existe, un rostro es la semantización de los atributos que una subjetividad relaciona con su ser-cuerpo y, a la vez, los atributos que colectivamente adscribimos a determinadas características. En otras palabras, un rostro no existe, existen espejos. Esto dista mucho de ser una imagen vagamente poética; al contrario, es la cosa más terrible del mundo: un espejo es el muñón de un rostro, el miembro fantasma de la realidad, el saldo: lo refractado.

Lo que veo en el rostro de la mayoría de la gente es el hacerse-cuerpo de una imposible dimensión. No soy psicópata, por lo menos en la terminología al uso, porque puedo establecer relaciones empáticas y sanas con la gente. Mi problema es irremediable: la gente poco a poco está dejando de causarme curiosidad.

¿Pero qué gente no me causa curiosidad? Precisamente la gente sin curiosidad. La gente que refracta la ignorancia de los demás y la proyecta sobre sí misma. La gente que no pregunta. La gente que no discute. La gente que vive como vaca (como supongo que viven las vacas), con la boca llena de comida, tragando, defecando, ayuntándose maquinalmente con otros individuos de la especie hasta que se mueren (y no me malentiendas, improbable lector: me encanta comer, defecar y ayuntar).

No hay trascendencia posible, lo que hay es todo eso que la modernidad ha explicado tan bien: spleen, aburrimiento metafísico, ni siquiera incertidumbre pues la incertidumbre sería la vuelta al estado previo del Big Bang a cada momento, al momento en que todo está por hacerse, por crearse, por decir aquí. Cuando dejas de esperar algo, todo pasa. Dejar la esperanza justo a las puertas del Infierno, que dice Dante.

Temo estar divagando. Temo estarme perdiendo de la maravilla que encuentra la gente en otra gente. Pero temo, sobre todo, volverme alguien. Un alguien-alien indiferenciado, una diferencia que no se reconoce a sí misma, que no puede reconocerse --reflejarse-- por estar imbricada en la identificación con el otro, o más terrible, con uno mismo. He practicado la desidentificación de todo lo que es yo por los medios que he podido, desde que tengo memoria, pero eso me ha cerrado la dimensión del otro. ¿Me la ha cerrado? No, sólo ha puesto una ventana indiscreta: un espejo que no sirve para reflejar sino para ver.

Un espejo que se convierte en ojo siniestro que regresa la mirada.

Esa mirada es todo lo yo que conozco.

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