, La memoria es una máquina limitada. Al menos mi memoria produce recuerdos, o los guarda en bodegas mal administradas, con una eficacia fina para lo irrelevante, torpe para lo indispensable. Así, como ocurrirá también en otros, me encuentro recordando a veces detalles inútiles e insignificantes, a la vez que se me olvidan puntualmente cosas que quisiera no olvidar nunca.
, Caminando con Mariana con un parque luego de no vernos seis meses, recordamos que eso era exactamente lo que hacíamos la última vez que nos vimos: caminar por un parque, charlar, hablar de sueños, de símbolos, de cosas sin importancia asignándoles la mayor de las importancias; ser felices en la dicha fugaz de la conversación. Recuerdo (o imagino que recuerdo) cosas que le hubiera dicho sobre el acto de recordar: que la voluntad apenas va implicada, que aún en el siglo XXI hay personas en el campo que utilizan "recordar" como sinónimo de "despertar" (p. ej.: de una siesta). Y recuerdo o imagino que se lo dije, pero aunque no lo recuerdo con precisión, sé que volvería a decirle lo que ya dije.
, Pasé la tarde del domingo tratando de recordar estos cuatro versos
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
Pero aunque el Poema de los dones de Borges, como tantos de él mismo y de tantos otros, ocupe un lugar importante en mi memoria sensorial, memorizarlos, es decir, despertar a ellos o despertarlos de entre las capas de olvidos que conforman la memoria, me sobrepasa. Y es triste, porque la única vez que tuve que acordarme de un poema y lo logré fue en una circunstancia extrema, en una circunstancia que paradójicamente querría olvidar y que he contado en otra parte. Y más triste, en cierto modo, porque releyendo esa entrada me doy cuenta de que ya traté de decir antes lo que trato de decir aquí: que la memoria es fascinante incluso --o acaso precisamente debido-- a pesar de sus limitaciones.
, Ver una dirección de e-mail y recordar que una vez le escribimos. Que esa dirección es un nombre, un apellido, un afecto. Recordar (sin palabras) lo que escribimos, lo que quisimos decir, lo que fracasamos en transmitir, en fin, la sensación única de cada interlocutor: los pequeños acuerdos, los contextos fugaces, los motivos, los atentamentes, los queda de usted, los chistes locales (las lecturas privadas), el motivo de la presente: fórmulas que son la retórica de darse a entender, de ofrecerle al otro un trazo, una huella, un rastro de intención. Luego ver la dirección meses, años después, y recordar los acuerdos, contextos y atentamentes como si se les reescribiera, como si la memoria corroborara la insistencia de la imaginación para dar forma a los sentidos de un modo fiel a sí misma. Que la imaginación, descubrimos, va aprendiendo, después de todo, que sólo hay una manera suya de decir lo que quiere decir, correcta o no, no importa. Insistencia que es necedad, también, pues nadie está llamando en nuestro auxilio a la palabra "congruencia".
, Un hombre, pongamos en favor de la brevedad que es un hombre cualquiera, escribe. Vemos al hombre escribir, pero no lo que escribe. Desde lejos se le ve la frente muy cerca del lápiz, la espalda encorvada, el gesto tranquilo, ligeramente ceñudo, en una pose inconfundible de concentración. El problema es que está solo, ¿entonces para quién posa? ¿A quién le ofrece este hombre la escena de su escritura? Pero es que, ¿está solo verdaderamente este hombre? ¿No son dos, siempre dos, al menos? ¿No insisten uno en el otro, no son dos desconocidos que se acompañan, que se empeñan en reflejarse monstruosamente uno en el otro? ¿Él y su escritura?
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