Del modo en que la fe debe imitarse hasta que la práctica santifique al santo; del modo en que un santo debe convencerse de ejercer una santidad que no le es propia, que no tiene manera de conocer antes de haberla imitado; del modo, pues, en que el carácter se compone interpretando con el mayor rigor todos los rasgos de los que carece en un sentido celosamente histriónico, el valor para mí no consiste sino en actuar como Marco Antonio, como Leónidas de Esparta, como Doroteo Arango, como, en fin, los dos o tres nombres que han servido de sombra a los dos o tres hombres valientes que han caminado por el mundo. Es por eso que para un cobarde como yo es preciso cubrirse (apurada, torpemente como de una lluvia irremediable como toda lluvia, pero a la vez una lluvia tan poco lluvia que el paraguas es más un gesto de protección, una obscenidad de la cobardía) bajo un inconsciente militar, bajo una sintáctica del pensamiento que lo obligue a desempeñar la bravura ausente de su naturaleza, a escribir como combatiendo contra un enemigo invisible pero igualmente implacable, que amenaza con destruirlo a cada momento, apenas deje de pensar en él; para que un tibio, escupo de Dios como yo pueda plantar su breve paso sobre el polvo es preciso que se sueñe de vez en cuando, por ejemplo, como un alfiletero de carne donde las flechas médicas han reposado, o que despierte aún con el vago sabor de Cleopatra entre los belfos.
Soy más lo que no se ve que lo evidente. En lo invisible estoy.
Impresionante. Gracias por la reflexión. No imaginas lo esclarecedor que es tu texto, para mí, en circunstancias de duda. Un abrazo.
ResponderEliminar