martes, 21 de agosto de 2012

Presentación de Dolerse, de Cristina Rivera Garza

En su poema “Hechos”, Juan Gelman escribe:

él tomó el endecasílabo y
con mano hábil lo abrió en dos cargando
de un lado más belleza y más
belleza del otro / cerró el endecasílabo / puso
el dedo en la palabra inicial / apretó
la palabra inicial apuntando al dictador o burócrata
salió el endecasílabo / siguió el discurso / siguió
la lucha de clases / el duro trabajo / la estupidez / la represión /
la muerte /
En líneas posteriores, Gelman afirmará que efectivamente ningún dictador o burócrata fue muerto de muerte definitiva en la ejecución de este endecasílabo, pero que, pese a esto, los versos pueden nacer de los más variados encuentros, pues no cesan los / disparos de la belleza incesante. 

El poema de Gelman muestra, entre otras cosas, que un poema no se comporta como un arma, aunque como un arma se cargue, se apunte contra un blanco fijo o móvil y suela dispararse. Que un poema sobre todo no mata, aunque sea, a su modo, un arma. Porque al final, ¿qué pueden las modestas armas de la palabra contra la artillería del crimen organizado o del Estado que se propone conducir las políticas públicas de su administración en términos del único lenguaje que parecen tener en común con sus adversarios, el lenguaje de la violencia?

En la mortal gramática de disparos a través de la cuál el Estado mexicano y el crimen organizado tejen una negociación en la que está en juego la paz pública, quedan atrapados entre balazos nombres y apellidos; pero más que nombres y apellidos, ciudadanos de carne y hueso, y más que ciudadanos de carne y hueso, primeramente, cuerpos. La historia que esos cuerpos heridos, dañados o muertos que el Estado no admite en su programa de políticas públicas, la historia de esos cuerpos que para el crimen organizado adoptan con infame precisión la calidad de objetos de cambio, o en una acepción nunca más precisa, la calidad de siniestra carne de cañón, esa historia que también se teje en el texto, es precisamente la historia que Cristina Rivera Garza se ha propuesto contar en Dolerse: textos desde un país herido, el libro que hoy felizmente nos convoca.

Digo “felizmente”, y se lo dije a Cristina antes, porque si bien este libro y estos textos son de lectura necesaria y urgente para dar cuenta de nuestra situación actual, es mi parecer que ciertos aspectos del libro atentan contra el país mismo que lo ha producido, el país que revela como su contexto. Este libro es, como dije, necesario para abonar al diálogo sobre la guerra infame contra el narcotráfico, pero cuyo simiente más profundo es sin duda alguna la paz. Este libro es, de algún modo, la puesta en práctica de los dos principios alquímicos: solve, la disolución, el pensamiento, la crítica, y coagula, la reunión, la síntesis, la construcción: la creación. La pregunta es si un libro escrito en tiempos de guerra podría ayudar, en alguna medida, al establecimiento de una paz duradera en nuestro país, y por qué no, en el mundo.

Soy consciente de abrir una gama amplia de problemas en muy pocos enunciados. Primero, el problema del libro en Occidente que, como sabemos, comienza con las exequias de Héctor, a quien Homero tilda de domador de caballos, el valiente príncipe troyano hijo de Píndaro y muerto con singular crueldad a manos del hermoso Aquiles, de pies veloces. ¿Será que una literatura que comienza con un funeral está de antemano condenada a repetir este gesto? A partir de este problema, el del tejido de una historia en términos nacionales, o por lo menos, colectivos. Pensemos en unas pocas estrofas del himno nacional mexicano: decasílabo tras decasílabo de guerra y guerra, tierras que retumban, extraños enemigos que amenazan y soldados que nacen en cada generación de hijos, producidos en serie, para alimentar las filas de la pobreza en el ejército o en el narcotráfico, como tiene a bien apuntar Diego Osorno en el epílogo de Dolerse. Aquí otro problema: una coyuntura histórica en nuestro país, sin precedentes al menos desde la Revolución a principios del siglo xx, y todo un nuevo repertorio de formas de tejer historias en la prensa, en las imágenes fotográficas, en Internet, en la creciente politización de la sociedad mexicana. Ciertamente no trataré de revisar uno a uno cada línea de análisis y construcción que Dolerse nos propone, al menos no en esta ocasión, por lo que me limitaré a pensar si lo que Dolerse nos ofrece es en sí mismo parte de esa literatura occidental que orbita las formas en que los cuerpos han sido destruidos a lo largo de nuestra historia, o si bien se propone, si no crear una nueva literatura en su mezcla de poesía, crónica y ensayo, entender ya no con la cabeza, sino con el cuerpo. Si este Dolerse por escrito (disculpen si la expresión les hace ruido), no es también de algún modo, qué va, por qué no, dolerse con el corazón.

Así como la fenomenología clásica afirma que la consciencia es siempre consciencia de algo, el dolor al que Cristina nos acerca es siempre dolor de algo, dolor de alguien: dolor por la pérdida, dolor por el estado de cosas, dolor de las causas profundas y coyunturales, dolor por los pretextos, dolor por las soluciones insuficientes, dolor: síntoma de un cuerpo que se duele. Como Susan Sontag afirma en Ante el dolor de los demás, “las fotografías de lo atroz ilustran y también corroboran.” Debemos preguntarnos, ¿ilustran y corroboran el dolor? ¿El dolor puede del todo ilustrarse y corroborarse? Y de ser posible, ¿esta operación no tendería a acrecentar el radio en que ese dolor produce sus efectos, a perpetuarlos? Nuestra respuesta la compartirán Susan y Cristina: una imagen, así como una palabra (es decir, toda forma de representación), se quedan siempre en el umbral mismo donde el dolor empieza. La empatía recoge sus flancos inútiles, y da muestras de su insuficiencia en las lágrimas impotentes que se dejan caer, por ejemplo, frente a Luz María Dávila, madre de Marcos y José Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad, asesinados en una fiesta en Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez, Chihuahua. La empatía y la palabra no son, no serán nunca suficientes ahí donde el “ponerse en el lugar del otro” muestra sus francas limitaciones frente a 70 mil cuerpos (y contando) que han sido como nunca destruidos y amenazados, adoloridos, y cuyos dolores irradian a la sociedad en su conjunto. Donde ningún pésame abraza, donde ningún endecasílabo consuela, la escritura deberá mostrar su verdadera fuerza.

¿Pero será que la escritura, en el caso que nos ocupa, no puede sino tomar distancia frente a la barbarie, o es justo en la barbarie donde la escritura se vuelve más que nunca necesaria? Siguiendo a María Zambrano y al psicoanálisis, pero también, pero sobre todo, a la poesía, debemos decir que “no es completamente desdichado quien puede contarse a sí mismo su propia historia.” Porque el libro de Cristina no se construye desde el discurso colonizador que asume la voz cantante para el dolor del Otro, de ese Otro que ya no podrá ser sino víctima desde el momento en que su voz queda sofocada y secuestrada por quienes se apropian de ella; el libro de Cristina se construye, su nombre lo indica, desde un país herido, encarando con valor diferentes maneras de escribir con el otro, para el otro, junto al otro en pos de ese nosotros todavía posible en que se cifra el difuso concepto de país.

Cristina cuenta una historia intelectual, política y emocional del dolor del otro, que es en alguna medida su propio dolor, y el de muchos otros que ven en la escritura y en las tecnologías de la representación una manera de vincular, de construir comunidad desde esta ruina de país, desde este fantasma de comunidad al que las circunstancias históricas nos orillan día a día.

Espero no ofender a nadie con lo que sigue, pero a su modo, este libro es un libro bello, si por belleza entendemos la evidencia de una verdad particular en el proceso de su desarrollo y expresión, bello porque uno no puede hacer mucho más a veces, Agripina, que tejer palabras bellas sobre el tejido del dolor, porque uno no puede hacer mucho más a veces que persuadirse de que la palabra puede ser aún puente entre las personas, y que sobre la base de algunas pocas palabras reunidas, puede construirse una convivencia aún posible.

Como se sabe, no hay texto que de un modo u otro no esté contenido ya en algún pasaje de Borges. Cristina sabe que este caso no es la excepción. Quiero cerrar mi participación citando la cita que cita Cristina en uno de los primeros capítulos, y que nos da una clave certera de por qué el dolor que se teje en estas páginas no es el dolor colonizado, no es el dolor minimizado, no es el dolor políticamente correcto y ciertamente no es el dolor del placer masoquista. Dice Borges:
Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas corresponde a la victoria.
La dignidad es, pues, el lugar desde donde la palabra se planta para hacer frente al dolor, el cuál, qué duda cabe, es también la dolorosa verdad que uno encara espontáneamente de las más variadas formas, y del cuál podemos extraer formas duraderas de crear civilización, más duraderas para el inconsciente colectivo de los que ninguna efímera victoria podría dar cuenta. In-dignación, como un compartir la dignidad, esa dignidad como el lugar donde uno puede dolerse, es decir, experimentar el dolor, con la confianza ya esperanzada, ya, en menor medida resignada, de que no hay mal que dure cien años, y de que este dolor, como los demás, también pasará. De que el dolor del que Cristina se ha dolido en estas páginas es el de un cuerpo textual por el que diversas historias han sangrado, y acaso, se han sanado. Dolerse es un capítulo hermoso en el que este país en general, y esta escritora en particular, para no ser frente al dolor completamente desdichados, comienzan a contarse a sí mismos su propia historia.

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Leído en El Péndulo de la Roma, el 21 de agosto de 2012. Acompañamos a la autora John Gibler, Verónica Gerber y yo.

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