sábado, 22 de junio de 2013

Noche de San Juan

No somos ni por mucho las mejores mentes de nuestra generación --pero algún consuelo aporta haberse curtido lejos de las peores. De donde venimos todos nos disputamos la vida entre mordidas como los tiburones neonatos, alimentándose de sus hermanos más débiles antes de respirar en el océano por primera vez.

Dos italianos que dicen ser hermanos. Sabemos que ambos mienten al tratar de ponerse de acuerdo en el orden de la verdad.

Hay que golpear el árbol del trueno en la pantorrilla para asustar a los guánimos. Son pájaros de testuz difusa que nublan el pensamiento y la vista de la jícara donde la luna se despinta los ojos.

Si no son los mejores en el idioma, son de los mejores que haya conocido. Con los únicos que se puede intercambiar trozos de idioma que, a pesar de la demencia, el cansancio y el exceso, conservan bajo el lodo la pátina de alguna belleza casi perdida.

Casi podrido nos pasamos estos restos de lenguajes humanos. Legajos podridos de carne muerta, luz de cien mil estrellas filológicas apagadas. Transamos en idioma con carne corrupta de la que nacen flores diminutas y de colores afilados, como gritos de niños.

Entre Televisa y la Policía. Entran a una tienda abierta las 24 horas y pagan con su dinero honrosamente ganado --o robado también, a quién ofende la verdad-- por otro paquete de tabaco que tampoco durará. Tiendas abiertas 24 horas en las calles inescrutables; compran cigarros y roban dulces. Entre Televisa y la Policía, evadiendo lo más posible ambos frentes, no tienen necesidad de mucho más.

¿Vara será varón? ¿Esta vara --la misma-- que siempre se me aparece en las manos durante las caminatas muy largas? ¿La misma del desierto, y la de la montaña, y la que se rompió junto a un mar amarillo y la de esta mañana, incluso, será la misma vara que midió nuestros dudosos méritos ayer? ¿Esta que dejé estacionada afuera de casa de Frank, como la escoba de una bruja, y apareció apenas hube franqueado, Frank, el hueco de la puta caverna? ¿Como Lázaros?

Vara la misma que ha lazado los globos que el globero dejó amarrados al hilo negro que todos vienen buscando de un tiempo a esta parte y es que no lo encuentran, ya viste, porque está amarrando esos globos que se dejan levantar con la vara frente a la Arena Coliseo como la bandera de un país imposible. Una nacionalidad absurda. Un cobijo de piratas celebrando el año nuevo chino con un dragón de plástico hecho con las estrías anales de todos los planetas de este sistema. Mientras tanto, una piedra infestada de simios egocéntricos cruzaba silenciosamente el infinito, como una hoja atraviesa sin prisa, apenas mecida por la calma, un mar sin orillas.

El alma es un exceso de agua. No podemos llevar exceso de equipaje. Somos, ante todo, portátiles. Cabemos en cualquier orilla. Si nos golpean incluso podemos hacernos más pequeños, ocupar aún menos espacio. Reducidos a polen, nos apretaremos contra el pecho las rodillas, doblaremos las velas de los pulmones y nos quedaremos sin hacer mucho ruido. Nadie notará nuestra presencia si sudamos. La cosa es pasar muy rápido. La gente no sabe poner atención. No estamos tampoco para enseñar a nadie.

Al Sebas le trajeron Cosmos de Gombrowicz. Creo que ya no podría recordar bien a bien de qué se trata la novela si me lo preguntaran. Para mí es la historia de cómo conocí a M., de las fotos de D. en La Habana, de todos los pájaros muertos que me encontraré por la calle toda la vida (gorriones de basural, ratoncitos con alas). El más reciente capítulo de Cosmos es Cosmos, el perro de Frank, el embajador del inframundo.

El alma puede curarse caminando. No es un mal endémico. Podemos volver a nuestro ritmo natural de respiración.

Por fin lo has conseguido, Javier Raya: si tus padres te vieran caminando con esa mueca rotunda y flexible en el lugar del rostro, no dudarían en cruzarse al otro lado de la banqueta. No es que no te amen: es que no serían capaces de reconocerte.

Los maderos de San Juan
piden pan y no les dan.

Hace dos años fui un escritor ruso quien, junto con algunos de mis amigos franceses, optamos simplemente por la felicidad, sin preguntar ni decir nada, como quien juega ruleta rusa en sueños.

Rojas las escaleras, altísimo patíbulo. Roja la duela, rojas las sábanas, rojo, rojísimo tu cabello rojando el Red de King Crimson, los amplificadores están conectados a nuestro sentido del olfato, y en alguna parte la luna llena hace un biombo para recolectar tu divino menstruo.

Es hora de hacer la ofrenda de este año. Como somos más pobres que nunca, ponemos en una bandejita a flotar en un charco de gasolina nuestra cordura.

Cada uno de los accidentes del camino es sagrado y está hechizado por todos los frentes, saboteado de magia. A reventar. Reventando.

Escupimos espinas de tiburón.

En el desierto cubrimos las cabecitas de los tres niños. Entonces vinieron los tres viejos santos. El último posee un idioma compuesto exclusivamente por diferentes acepciones de un NO fundamental que sin embargo nunca utiliza; sólo sabe decir .

Hace tres años recibimos el verano, como habitantes del invierno que hemos sido, en esta misma calle. Tabasco. Nuestra ofrenda fue copiosa entonces, nuestra serenidad fue feliz --nuestra felicidad, serena, y ninguna de las puertas del mundo podía cerrarnos ningún paso. Esta noche, la simple idea de puerta me produce claustrofobia.

Así que de este modo es que uno se convierte en vagabundo. No hay proceso social que sea más interesante ni apremiante, digamos. El vigilante del cine de Juárez duerme en la banqueta, o dormita mientras se alumbra con el reflejo de una pequeña TV. No hay nada qué cuidar en ese basurero abandonado hace años. La única propiedad es un estacionamiento cerrado por las noches, subterráneo. Ese vacío es el que tiene que cuidar ese viejo acostado entre sus cobijas con olor a sudor y orina, ese hueco para que alguien ponga autos mientras no los esté usando. Como civilización parece que podemos permitirnos incluso ciertos lujos.

Ocioso preguntar si esta sangre es mía, o de quién carajo es esta sangre, a ver, hijos de la chingada.

Dos argentinas a las puertas de un Oxxo como ante las puertas del Paraíso. Rafa dice que le mordería la nalga derecha a una; Sebas, que le mordería la nalga derecha a la otra. Ellas, sin enterarse del diálogo pero apretándose contra sus bolsos de post fiesta, se dan a entender como pueden en el más cilindrero de los castellanos de borracha y le piden al encargado medio dormido unos cigarrishos y quesisho güajaquita, si tenés, bonbón.

Un vagabundo a las puertas de Televisa, observando la antena roja de Chapultepec como si se tratara de la primera misión a la Tierra de un colonizador intergaláctico. Un vagabundo con los ojos saltados por la droga y el insomnio sintiendo cómo la piel ya no le sirve para sentir, cómo precisa también de asfalto, de la complicada nervadura del plástico extendido sobre ramitas, en puntos estratégicos de la ciudad, para recabar y convertir información meteorológica en procesos neuronales.

Pero sabe que nada puede crecer bajo esta torre de microondas; sabe que los árboles incluso son de plástico. Las banquetas son de plástico, los policías son de plástico, todo lo que su mano toca es la versión sintética de una cosa extinta. Un vagabundo frente a Televisa, mascullando, rumiando, masticando un nombre de pila en la bocina de un teléfono público, "¿Octavio, Octavio?"

"¿Paz?", preguntamos,  y se nos queda mirando...

Así, justo con esos ojos.

Así.






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