[Transcripción de un apunte del 29 de noviembre de 2011.]
Una noble pretensión de la escritura, a mi parecer, es la posibilidad de decir lo que otro no se atreve, pero que, al leerlo, hace suyo. Ese es el sentido de la cita; dice Wallace Stevens en la introducción a Sur plusieurs beaux sujects que al citar no convocamos la autoridad o el sentido de lo citado en nuestro favor, sino que es, por decirlo así, como si asumiéramos la identidad no de esa autoridad sino del sentido de esa cita. En dos palabras, al citar, somos nosotros quienes dicen lo citado.
¿Y si lleváramos esta posibilidad un paso más allá y delegáramos en la lectura la posibilidad de decirnos a nosotros mismos, es decir, de expresar por nosotros esa noción escurridiza de identidad? Se me ocurrió esto con las lecturas de esta mañana. Releo mi sucio ejemplar de La comunidad que viene de Giorgio Agamben, cuajado de papelitos como piñata navideña, además de The possibility of an island de Michel Houellebecq que me prestó Manchitas, libros ambos que dan cuenta de algo así como un estado mental que me atraviesa en estos momentos; un estado que, para nombrar por sus efectos más visibles, llamaré de la posguerra.
Disfruto de Agamben especialmente su presentación de la condición irreparable del mundo, extraída formalmente de la escolástica medieval, según la cuál se investiga la condición de la naturaleza y las creaturas el día posterior al juicio final (post iudici.) Es irreparable no por una imposibilidad de reparación, de volver a un estadio previo en una lógica del funcionamiento, sino porque no admite reparo posible --un estado fronterizo con la destrucción en sus rasgos formales, en lo definitivo que es como el carácter con que la destrucción se presenta. En una palabra: que es como es, pues el mundo después del juicio ha perdido su finalidad de guiar al hombre imperfecto en la via de la salvación. Los salvados son salvos y los condenados, condenados, si he entendido correctamente. Una imagen en otro capítulo lo resume maravillosamente: ese mundo es como las cartas sin destinatario, es decir, que han sido escritas para nadie.
Por su parte, esta novelita de Houellebecq es narrada por un desencantado y sobreeducado comediante. Las partes donde narra la irrupción de Esther, una belleza veinteañera que se le entrega casi como una última promesa de la vida (tiene cincuenta y tantos, el narrador), pero en cuya belleza se devasta: no se trata de una crítica a su estilo de vida, a su baile frenético, a la justificación de un comportamiento lascivo por el uso de drogas o alcohol, sino, simplemente, a la irreparable distancia que lo separa de ese mundo que ella representa y todos sus tópicos: el sexo como virtud de la juventud, el envejecimiento del cuerpo visto desde una mente que nunca se llevó bien con el envejecimiento, etc. Según mi parecer, la belleza encarna mejor que nada esa condición irreparable, en el sentido de algo que no puede ser de otro modo sino del que es: la belleza es devastadora, es amoral: es. Uno queda expuesto en un doble sentido al aparecer de la belleza; por un lado, la belleza exige toda nuestra atención al exponerse frente a nosotros. Se expone porque no la propiciamos; no se trata formalmente de la belleza como la consecuencia de la acción de un sujeto (aristotélicamente, del paso de la potencia al acto), sino que potencia y acto son indistinguibles. (Estoy analizando rápidamente y haciendo grandes elipses; sobre todo, estoy jugando.) Esta primera condición de la belleza es aletheia, es decir, es ser en su aparecer, en su ser evidente al aparecer. Por otro lado, la segunda condición de la belleza es que nos expondría a nosotros mismos o al sujeto, que seríamos nosotros mismos lo expuesto frente a nosotros, un factor de lo expresado. Pienso en esta segunda acepción de exposición como un desnudar o revelar.
No me seduce pensarlo platónicamente como que la belleza revelaría en nosotros la idea de la belleza que siempre estuvo ahí, o que en todo caso la confirmaría. No: nos expone en el sentido en que nos quita una capa de piel, nos deja expuestos; la belleza nos despelleja vivos, nos deja hechos un cuajo sangriento. De este proceso brutal, claro, la belleza no puede hacerse responsable. Tal vez la tercera condición de la belleza sería su ser como ser indiferente. Habría que pensar, claro, si la belleza es un universal o un particular, etc., línea que me da un poco de pereza por ahora. Lo que me revela este devaneo, por lo pronto, es que al pensar la belleza le he dado atributos de mujer, o que la he identificado claramente con una mujer.
[Un buen amigo mío], por ejemplo, nunca se repuso de la belleza de su mujer, de la que lo dejó hace tiempo. Era demasiado bella; tan bella que lo sigue siendo, que desde la ausencia lo sigue (sobre)determinando. No importa que ella envejezca, todas las mujeres palidecerán siempre frente a esa pelirroja. Es como si te hubieras habituado a filetes kobe (¿podrá uno habituarse realmente a algo?) y luego te pusieran en un mundo lleno de Mc'Donalds. No es que no haya belleza posible para él, supongo, sino que toda otra belleza está en referencia a esa belleza absoluta que tuvo y lo marcó definitivamente, irreparablemente. Lo dejó mohíno y como castrado, tanto que a ratos me parece que hablar con él es hablar con un santo de la desidia sexual, uno que llevara el cuerpo como una ruina a cuestas, un recuerdo que le pudre la líbido (¡u, horror, la curiosidad!) como para dejarla en sacrificio al recuerdo de esa belleza, para que desde su siempre estar perdida, lo habite. Siento que [mi amigo] ya no busca mujeres por respeto a esa mujer que perdió, que está perdiendo siempre.
Es por eso que en un inicio introduje el citar como un hablar en lugar de. Mis lecturas del último año no tienen sino ese objetivo: el ser predicados o comentarios u órbitas de un (imposible) modo de pensar una mujer. Es decir, que leo para obtener un modo específico de pensar a esa mujer, para que no se me estanque como idea. Últimamente me pareció aterrador que esto se volviera una idea fija, pero de algún modo uno no puede sino dejarse ser, es decir, de ser según las obsesiones, en mi caso. Es un cambio en mi relación conmigo mismo, pero al final sólo es. Los temas de los que uno decide escribir al final lo revelan en el sentido que lo crean. Quisiera quedarme en la feliz trivialidad de escribir por capricho, porque simplemente algo no pudiera no ser escrito; en cambio, me veo escribiendo como tabla de salvación. No me gusta, para nada. Pero es así. Si no escribo me voy a morir -o, vaya, al menos me voy a aburrir enormemente- bajo todo lo ausente de esa mujer.
¿Quedará pendiente todo lo que quería hacer? ¿La crítica a la ideología, la estructura de la "universidad doméstica", esa utópica epistemología de lo privado, los dos o tres libros de ensayo que quería hacer sobre poesía latinoamericana jovencísima, el desarrollo de la crítica a la editorialización de la vida privada en la escritura de las redes sociales? ¿El escarceo performático del libro como acto en vivo? ¿El libro de (desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, sin, según, sobre, tras) los sueños? ¿Lo dejaré todo por escribir para entender la condición de ruina que dejó una mujer al pasar por mi vida? Y más, ¿puede entenderse algo así?
Quisiera ser Sophie Calle y delegar este entendimiento en una expresión artística comunal, que hubiera un documento como una carta de despedida que usar como leitmotiv. Pero no hay. Al final es eso: no hay nada. Al no estar ella, al seguir no-estando, al no poder citarla, no puedo ser. Y se siente de la verga.
Este es el lugar de nada. De otro modo: esto escrito está en el lugar de lo que no está.
Entiendo exactamente (no celebro mi)la condición de ruina. Gusto leerle, siempre.
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