jueves, 19 de agosto de 2010

De por qué no soy un "devorador" de libros ni de tweets

La imagen del bibliófago histérico, egoísta, anal, compulsivo, siempre me ha parecido una suerte de exageración o hipérbole para una forma de relacionarse con la literatura que por alguna razón genera culpa y cierto orgullo de la culpa. Este texto será un comentario de este largo y sinuoso enunciado.

El primer día de Facultad y como todo lector que se precie, visité la biblioteca antes que el departamento de admisión, por ejemplo. El asombro por los volúmenes facsimilares de los Cahiers de Valéry no ha disminuido, a dos años de la primera impresión. Irremediable, he comprendido que no los leeré nunca por completo, que a lo más podré pasar algunas horas divagando en sus matrices y fórmulas, en sus retazos de texto y caligrafía caprichosa (¿qué caligrafía verdadera no lo es?) sin devorar el sentido completo, es decir, sin comprender el hecho de que un hombre se levante con el alba, durante 50 años a poner en claro lo que ocurre en su inteligencia --eso, antes de ponerse a escribir, ya con el sol arriba. La primera escritura es exigencia; la segunda, disciplina.

La Biblioteca Central produce un asombro similar: estantes y más estantes, pisos y pisos de "material" clasificado, organizado, puesto al alcance de la mano. ¿Pero cuándo fatigar, no ya digamos el conjunto, sino una muestra representativa, algo importante y definitivo, nuestros propios clásicos? En un ensayo que se me escapa, incluido en el volumen La poesía en la práctica, Gabriel Zaid ha determinado con sencillos cálculos la imposibilidad de leer, ya no digamos todos los libros del mundo, sino una arbitraria porción suficiente; los "clásicos", cuya misma clasificación e inclusión recuerda los meandros de animales que son del emperador, etc., reducidos a un canon más o menos conservador por ese juego formal de las categorías, caras a Borges como a Foucault, por contagio, tomarían demasiados años en estricto tiempo de lectura, lo que nos impediría, por ejemplo, leer autores noveles, artículos, revistas, novelas policíacas y todo lo que no sea, rigurosamente GRAN arte, etc. Sabemos hallar en la enorme biblioteca nuestro Shakespeare, nuestro Montaigne, pero nada nos dispone para el pequeño libro de entrevistas que nos revelará a Genet en su infantil complejidad, por ejemplo, o para una curiosidad que exige exploración y deriva, como la traducción de Beckett al náhuatl. El libro es "material" hasta que se lee. Entonces, "devorar libros", sí. ¿Pero cuáles? ¿Cuándo?

Leer implica una considerable inversión de tiempo. Considerable vista al sesgo, es decir, suponiendo que se tienen mejores cosas que hacer que leer, una visión económica del tiempo. Bien: necesitamos tiempo para hacernos de dinero, para cultivar algunas relaciones personales nutritivas, para beber con amigos, tiempo para planear qué leer. Leer ocurre en el tiempo y en la memoria. ¿Qué quedará de todo lo leído? ¿Qué recordaremos, cuándo y para qué?

Esa visión económica del tiempo se traslada al ámbito de la lectura sobrevalorando la extensión sobre la profundidad: el bibliófago conocerá de oídas a los autores que dice haber leído, porque su lectura, para utilizar otra metáfora borgeana, será como la puesta en claro del mapa sin, ay, haber recorrido nunca el territorio. 

En cierto artículo aparecido recientemente en The Guardian el autor se pregunta si los modos actuales de lectura en línea no nos predisponen negativamente para afrontar la lectura "tradicional" con mayor pereza. Haga cada quien la exégesis de su propio hábito de lectura. En mi caso, Twitter ha sido un ejercicio de lectura primariamente, y después de escritura, que me ha permitido acercarme a prácticas verbales propias del formato mismo. 140 caracteres, lo sé, son suficientes para contener la mayoría de las frases lapidarias y hermosas, categorizadas así groseramente como aforismos, de Paul Valéry; suficientes para jugar al poema en serie, donde cada tweet deberá funcionar autónomamente; suficientes para compartir canciones, videos, enlaces a lecturas, en un intertexto diseñado exclusivamente según las afinidades del lector con aquellos que decide, siempre por razones oscuras, seguir. La novedad, además, de este modo de lectura colinda con lo que más arriba dijimos sobre la lectura, que esta ocurriría en el tiempo y en la memoria: el instante es el tiempo del tweet, la pertinencia, la relación con otros usuarios/lectores/escritores, su relación con el ahora. Recuerdo mi asco cuando @Frank_lozanodr me platicó, cervezas de por medio, que el "archivo Twitter", aquello que todos escribimos, fue comprado recientemente por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos de Norteamérica. La monstruosa Babel (y de nuevo recordamos el cuento del gran ciego, con sus interminables estantes de información infatigable que lo contienen todo, así ordenado pero inaccesible por la disponibilidad misma del tiempo de una vida humana) se nos revela como el gran servidor que contiene todas nuestras palabras, de las cuales es propietario legal un grupo de gente que no podrá reconstruir nunca lo que ocurre en un TimeLine, en cualquiera. No soy ingenuo: sé que sus motivos obedecen a lógicas siempre paranoicas de control de la información, la tecnocracia de la que la realidad no hace sino darnos evidencias y de la que ya Lyotard nos había advertido hace tanto. Lo que no puede comprarse, sin embargo, es esa misma relación que he caracterizado así someramente: los juegos de palabras, los replies sin arroba (entiendan los que saben entender), el hervidero de testimonios después de un temblor o durante un juego de futbol, los poemas comunales, repito, esa relación intertextual es lo que no puede comprarse ni almacenarse porque tiene que ver con un factor experiencial del texto, no con un factor de memoria entendida como acumulación. En la memoria como tal puede o no haber experiencia; pero la lectura es solamente experiencia.

El tweet no está hecho para durar sino para entregar su golpe de asombro y luego desaparecer. Clientes de Twitter como @Favstar permiten la duración y seguimiento de ciertos tweets aprobados por otros usuarios a través del "fav", el acuse de recibo de la lectura en Twitter, así como un argumento silencioso que en su discreción ironiza, secunda y revela afinidad y simpatía. Los libros, en cambio, se nos ha dicho, están hechos para durar; acaso no el objeto libro de la galaxia Gutenmberg, pero sí la relación entre un libro y una cultura. No tenemos ni que agotar lo que todos saben del impacto de libros como el Corán, Ilíada, la Toráh, Don Quijote de la Mancha o los Evangelios cristianos sobre las culturas que los produjeron y recibieron. Harold Bloom ha ido tan lejos como afirmar que los personajes de Shakespeare han moldeado la manera en que la personalidad de los occidentales se estructura en la modernidad. Estos libros han conformado idioma y cultura allí donde han sido leídos y comentados. Entre la literatura hecha para el instante (negar la cualidad literaria del tweet es el matrimonio de la necedad con la ignorancia) y la literatura que ha sobrevivido la dudosa apuesta de los siglos está el lector, ente absoluto que mediante su participación en la lectura hace pervivir u olvidar, por acuerdo o malevolencia, lo que sobrevive y lo que no. Estamos viendo en ese lector tiránico y omnipotente el conjunto de lectores que han sido y serán, por supuesto; pero lo que no puede escapársenos es que ese acto de lectura es también un acto de elección.

El lector elige que leer. El lector especializado, académico o de medios editoriales debe leer como parte de su trabajo, es cierto. Pero la lectura como mecanismo de placer y aprendizaje, la lectura individual, silenciosa o en grupo, la escucha que se presta en la recitación o la literatura oral (que mi generación redescubre con asombro creciente) es sin duda un acto de elección: apertura a verse relacionado con algo que aún no se conoce. Aunque se conozca la trama de Anthony and Cleopatra nada nos prepara para ver morir al general romano bajo los ojos de la que tanto amó; de igual modo, existen críticos literarios o comentadores tan eficientes que su propia lectura de un libro dado es un pretexto para aportar una visión literaria sobre cualquier otra cosa más interesante que el propio libro. 

No soy un devorador de libros porque aprendí que leer un libro al día no me haría mejor lector. En cambio vuelvo siempre a mis clásicos, que definidos someramente, serían aquellos que llevamos siempre con nosotros de manera implícita en el modo mismo en que funciona nuestra imaginación. Elijo por ejemplo pasarme todo un día comparando distintas ediciones de un mismo soneto de Shakespeare que leer un libro que lo comente, traduzca o explique. Elijo a veces mi ignorancia como condición de posibilidad de un asombro más mío. Elijo seguir a 98 cuentas (escritores) de Twitter que seguir a 400 que me sería imposible leer con rigor, es decir, con respeto. Devorar libros o tweets es leer deprisa, es poner en riesgo la comprensión y, aún más grave, el disfrute; no cometeré la ingenuidad de proponer una lectura como "saboreo", contrastado así frente a la "devoración", pero sí una lectura con el mayor cuidado que uno sea capaz. Mis elecciones están, por supuesto, condicionadas por mi capacidad de lectura y por la profundidad que puedo darle a esta: de nada sirve "devorar" un libro de sonetos en una tarde, desde mi perspectiva, sin analizar el asombro que producen las palabras particulares de cada uno, como de nada sirve seguir una cantidad ingente de escritores de Twitter si uno sabe que, pese a desearlo, como en esa gran biblioteca del Paraíso, será incapaz de leerlos más que de pasada, sin respeto. Mal.

8 comentarios :

  1. Suscribo la tesis de serle leal a autores, libros, estilo y no pretender ser un elocuente sabelomínimo de un todo que nos desborda. Gran reflexión Javier.
    abrazo.

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  2. Gracias, doc. Ya se sabe que los mezcales y las cervezas son el telón de fondo de ciertas revelaciones.
    Abrazo.

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  3. Concuerdo en mucho lo que nos comparte, me gusto mucho la reflexión que hace sobre la lectura, como bien dice no es sobre cantidad; leer para mi es un arte y no por eso debo devorarla sino la disfruto como tal... Saludos!!

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  4. Zip. Yo también regreso a mis libros y ultimamente abro leo un poco y lo dejo, luego en otra ocasión regreso abro y leo. Incluso me sucede que cuando leo poesía y un poema me result maravilloso entonces como que no puedo seguir leyendo, cierro el libro, me pongo a divagar, me dan ganas de hacer cosas, de no seguir leyendo. Y así dejo por un rato mis lecturas, inacabadas, a lo mejor eso también es un fin de esos poemas: inacabarse, no saber en qué acaba. Hay vatos que entran a las universidades pensando que leer más pudiera hacernos mejores conocedores, pero en realidad en el futuro será muy fácil tener una biblioteca en un chip en la memoria, extraible cualquier dato en una fracción de segundo, lo importante entonces será el cómo se surfea sobre el lenguaje, sobre la ficción sobre lo literario, a veces leer mucho en extensión es reflexionar poco y soñar poco, osea leer poco.

    ^_^

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  5. Pero tú haces trampa, mi querido Yax: todos sabemos que eres el inquilino de un departamento habitado en su mayoría por poemas. Tu idea de decoración de interiores es tapar la casa con poemas :)

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  6. La verdad "chutarse" hasta la propia biblioteca es una tarea titánica, quizás si somos viejos y tenemos una buena pensión...quizás....buen post

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  7. Leo este post y dejé de sentirme culpable por no haber leído (al presente) todo lo que se chutan mis amigas las lectoras voraces. Gracias.

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  8. Excelente reflexión. Gracias por aclararme ciertas ideas que traía todas revoloteadas. Por revelarme ese tigre que es la culpa. Los clásicos, no todos; los contemporáneos, igual.

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mis tres lectores opinan: