domingo, 27 de febrero de 2011

El simulacro del domingo

Los domingos no existen. Si me apuran, no existen tampoco el jueves ni la felicidad del viernes ni el sentimiento de libertad del sábado ni la pesadez del nuevo lunes. No existen los días y somos contemporáneos del primer día del universo. Todo esto poco importa, porque el caso es que hacemos una cita para el próximo martes y el martes toma forma de día (o el tiempo toma forma de martes) y si no nos presentamos a la cita no habrá un martes que sustituya con su mismo nombre la derrota.

Pero con los domingos no, con el domingo como categoría, con este domingo de hoy seré inflexible: el domingo es el mito del descanso, se sabe, el día en que diospadre se contempla los pies callosos en la tumbona y se bebe un appletini y observa el partido de futbol, y ve que los goles son buenos.

Para el hombre de a pie el asunto no es más sencillo; debe forzarse por todos los medios a descansar, y entonces empacar a la familia en el coche y hacer fila para entrar a ver la jaula del tigre en el zoológico, ese tigre enjaulado en su piel que no se da por enterado del domingo o fila también para el cine y películas animadas que lo repugnan, con la sensación incómoda de que debería reírse pero es el único que no ha entendido el chiste; con la ropa de domingo que ya no es dominguera emperifollada sino sencilla, de gimnasio de barrio; o ese domingo de los pobres que no tienen domingo, de la gente de los mostradores y los restaurantes que trabajan para llevar la farsa del domingo a sus últimas consecuencias, al hartazgo del domingo, porque nunca una revolución empezará en domingo, porque uno tiene la extraña obligación de estar cansado durante el domingo y no tener nada qué hacer, tarea agotadora.

Hoy me escandalizó casi hasta el paroxismo ver una jovencita (15 años a lo más) sustituyendo en un aparador al clásico maniquí de plástico. Me acordé un poco de la jaula del tigre y pensé si en el futuro habrá tigres de plástico para que los tigres tengan también domingo o señoritas de plástico que no se darán por enteradas del día, señoritas encerradas en su piel de polipropileno como los tigres en sus sombras, señoritas copiando torpemente la trémula serenidad de la estatua, señoritas copia de otra señorita original, como el tigre que imita bajo las sombras lo que imagina un sol rayado, copia de otro imposible sol con forma de tigre.

Nuestro descanso no es ritual en el sentido del sabbat. Nuestro descanso no es descanso. Nuestro descanso corre paralelo a esa imposibilidad de la felicidad que uno se topa leyendo a Philip Roth o entrando en un centro comercial para comprar tabaco y observando señoritas disfrazadas de maniquies tratando de parecer felices y todo el trabajo que cuesta esa imposible felicidad y todo el dinero que cuesta perseguirla se parece a ese paraíso donde incansablemente hay que adorar los callos de diospadre (luminosos, cegadores), porque alguien, no aventuremos quién, ha establecido que el domingo es un día de infinita tristeza, de gozosa melancolía.

2 comentarios :

  1. He pensado exactamente lo mismo, sólo que no me da tiempo de definirlo porque, claro, es domingo y es un día sagrado de descanso. Me gusta, no me haga pensar en revolución porque no sé que día agendarla.

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