domingo, 20 de febrero de 2011

Leteo

Me aterra no la muerte, el olvido. No de mi nombre, que por otra parte es Nadie, sino de lo que he sabido con mayor o menor fortuna en esta vida. Debe considerarse en un principio que la suma de lo que los hombres conocen puede, con el tiempo, ser considerable (le llamamos cultura), pero de ningún modo infinito. Dejemos para los teólogos las proporciones de la eternidad: a mí lo que me preocupa es olvidar de ese conocimiento el poco, poquísimo que he podido retener en mi tiempo. Esa suma de ignorancia particular, pues, constituye mi mundo, este sueño.

Quién sabe cuánto falte para que muera, si es que muero (pues, como dice aquel Isaac Laquedem, el judío errante de Apollinaire, 'tal vez usted mismo no se muera jamás'), pero debe dolerme por adelantado olvidar el frío de los alpes italianos escarchando la barba del azote de Roma, Anibal Barca, en una página de Tito; debe dolerme ya la vista del cielo egipcio desde Karnak, al pie de una columna con la efigie de Toth descrita por Flaubert en una noche de estrellas y mosquitos, de multitudes aéreas; debe dolerme, igualmente aérea, la súbita sombra en el mediodía cuando Heródoto hace subir las flechas del innumerable ejército médico y caer sobre un puñado de espartanos (aquí debemos hacer un alto, como dice la piedra, y llorar, o si el cuero da para muy poco, hacer un gesto de recuerdo como evocando el principio de las hostilidades entre Oriente y Occidente); debe dolerme olvidar este verso de Góngora: "en campos de zafiro pace estrellas"; me dolerá infinitamente, si la medida del olvido es la eternidad, el olvido de mi rostro visto por Borges bajo la escalera del comedor de la calle Garay, donde aparezco desde todos los tiempos y todas las perspectivas, al igual que todas las cosas que fueron y serán; me dolerá tal vez sólo haber parecido infinitamente pequeño, sin serlo, como Kafka quería; me dolerá no volver a oír la descripción que un romano hace a otro del cortejo marino de Cleopatra, de su barco de hojas de oro cuyo brillo Shakespeare hace duplicar al sol, dirigido por la mujer que perdió a Marco Antonio, hija última de los ptolomeos; me dolerán las canciones de Johnny Cash; me dolerá la indescifrable caligrafía de los Cahiers de Valéry; me dolerá un retrato de Joyce; me dolerá mi pobre traducción de esa primavera cruel, de ese renacimiento irreproducible cuando de la tierra muerta brotan lilas; me dolerán las lágrimas que un rey de rodillas pone a secar en las manos de Aquiles; me dolerá no escuchar otra vez la locura de García Ponce narrada por Bátiz; me dolerán (aquí me detengo y tomo un trago, porque un miedo infinito me invade, un vértigo de muerte) el segundo y el cuarto movimiento de la 9a de Beethoven; me dolerá, ya me duele, el temblor de la sala cuando el brontosaurio arranca la rama y vuelve al suelo ante los ojos atónitos de los doctores Grant y Satler y, niño aún de nueve años, tiemblo también; me dolerá la voz de Nicanor Parra en una grabación; me dolerá el solo de Bold as love de Jimmy Hendrix; me dolerá como le habrá dolido al mulo en el abismo los terrosos que Lezama le crece lagrimones como plomo podrido; me dolerá no haberme demorado suficiente como quería Rojas, el Gonzalo; me dolerá que mi polvo no esté enamorado y se disuelva en el limo, en fin, del Leteo.

La suma de la felicidad abonada en todo el tiempo que no leí puede caber apenas en un puñado de minutos, de los que en pocos años habré olvidado casi todos, casi imperceptiblemente.

1 comentario :

  1. también da miedo, la suma ignorancia que uno descubre en el fondo de cada nuevo conocimiento, que abre 20 puertas y así.

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