lunes, 17 de diciembre de 2012

27


Es una cosa seria
tener veintisiete años
en realidad es una
de las cosas más serias
en derredor se mueren los amigos
de la infancia ahogada
y empieza a dudar uno
de su inmortalidad.
Roque Dalton


Se olvida rápidamente que el primero del club fue Robert Johnson, el bluesman sin el cual la estructura de las canciones de rock como las conocemos nunca hubiera sido la misma. Se olvida, es cierto, pero tampoco es que tenga demasiada importancia. El club de los 27 empieza y termina con él en realidad: hemos aprendido del marxismo (de la corriente de Groucho) que un club que nos admite es un club que no merece la pena de cualquier modo. Lo imposible o nada, hemos dicho tantas veces. ¿Pero quién se esconde en ese plural imposible, en las sombras precoces, en las brasas recién nacidas?

Además de los consabidos Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison y Kurt Cobain, una larga lista de músicos se ha unido a este salón VIP de los muertos. Un mandamiento no escrito los lleva a crecer en ese rubro, a fantasear la muerte como un tributo, a desear que los eleven como a los más altos de sus pares. Pero a los 27 ya somos demasiado viejos, se sabe, para morir siendo verdaderamente hermosos. Patroclo tendría, ¿qué?, 17 a lo más, cuando Héctor, el domador de caballos, le engarzó un collar de sangre bajo el casco; Romeo y Julieta, esos rockstars, murieron casi niños; cuando Rimbaud muere para la poesía no ha sobrepasado las dos décadas aún, aunque morirá primero su pierna y luego de cuerpo entero, a los 37 años.

27, número shandy y edad de las muertes desesperadas.

La edad de Cristo es otro buen referente; como los acólitos del rock, los cristianos, algunos, hombres píos sobre todo, tienen a los 33 años una cita con el destino. Morir pronto y dejar un cadáver souvenir, un fetiche de las ratas y los recuerdos: recuerdos de todo lo que quedó abortado, pendiente, por hacerse. Curioso, Julio Inverso muere a los 37, como Rimbaud. ¿Será que la lentitud con que se  alimenta el légamo literario dará esos 10 años extra de soltura para construir la urgencia necesaria de lo inesperado, de lo trágico que sólo en retrospectiva se ve venir, pero que en la muerte es tan impetuoso como el trueno, a pesar de la centella en los ojos que lo precede?

Casi me da vergüenza esto. Ha sido cosa de los amigos. Nos gustaba más el rock que la poesía, supongo. Hicimos y deshicimos más bandas que libros en la adolescencia, y quisimos sembrar hermosos cadáveres en nuestros rostros, dudoso nosotros, los que nunca tuvimos la disciplina necesaria para el espanto terrible que dan los que brillan rápido y se consumen pronto. Pero también aburren. Qué pena morirse a los 27 sin haber cambiado alguna estructura social, musical, artística; qué pena la leyenda de lo precoz, de esa prisa absurda por agotar las modestas capacidades, que contrastan con nuestras intenciones desmesuradas. Qué ganas absurdas de soñar con gusanos, qué estúpida prisa en hacerse polvo. Casi me da pena confesarlo. Los tiempos están cambiando, es cierto, pero en la precocidad de la muerte incluso somos lentos: vivid, vivid al menos hasta los 28, el trabajo ha sido tan escaso y de tan poca monta que palidecería frente a las lumbreras de la prisa.

Y ya decía Valéry que la poesía es esa hermana envidiosa de la música; añadimos, la que tiene que sacar a relucir la inteligencia porque la otra hermana es la guapa, la que todos los gañanes persiguen, la de la apretada agenda social. La poesía debe conformarse con platicarles de política y metafísica a los amigos de sus padres, los dioses.

Que la fantasía del poema nos haga morir adolescentes, como Gonzalo Rojas, como don Nicanor que nos enterrará a todos. Que dejar de escribir sea la fantasía del poema, su sueño mórbido, su inconfesable tensión. Que conviva con la presencia del silencio, de la demora, o como decía Cioran: la vida para soportarse debe tener tratos de vez en cuando con el suicidio, esa puerta a ninguna parte, esa puesta en escena de la meditada desesperación. Que nuestras lágrimas se queden en el mármol, y que la muerta nos sorprenda en otro número, en la edad del anonimato.

Aunque por otra parte: la ventaja de la muerte en la juventud es que estaremos exentos de los recordatorios de pastillas, de los asilos para ancianos que huelen a lejía y detergente, de los pequeños malestares que se acumulan en el centro de la vida, de las muertes que irán aflojando la tierra para nosotros, todas las muertes de la gente querida que nos franquearán la entrada al país de los muertos, todos los nombres cercados de fechas que nos mostrarán que la muerte fue una aventura, pero ahora es un desgaste, la última cuota de cansancio, el agotamiento de lo posible. Tal vez por eso la muerte de los niños tiene algo de abstracta belleza: su tristeza es casi tierna, pues deja impensadas e ideales todos los derroteros no explorados, todos los caminos nuevos, como un Cadillac hermoso que nunca salió a carretera, como la hija de Jefté de Galaad.

La ventaja de la muerte en juventud es evitarse la monserga de ver cómo el planeta se va quedando vacío de gente y se va llenando de jóvenes anónimos que construyen otra época en nuestros parajes, nos van volviendo reliquia, nos acercan jeringas y plásticos para verter nuestros pedazos, nos cubren durante la noche para evitar la insoportable visión de nuestras miserias.

Que el deseo sea morir no joven, sino discretamente. Sin aspavientos. Sin heroísmo incluso, que los transeúntes forman monumentos efímeros en derredor de los caídos, heraldos que son de las moscas. Que podamos morir sin molestar a nadie, sin dejar una visión demasiado espantosa. Que la muerte llegue de puntitas y de golpe: una muerte ninja. Que podamos morir sin hacer mucho ruido.

Como tú, que moriste en silencio, que para siempre estás muriendo en el nunca de tu edad. Que podamos morir como tú: en el más absoluto instante silencioso.

1 comentario :

  1. Olvidaste a Caicedo y seguro a un montón más, aquel joven que decidió quitarse la vida, porque pasar de los 25 años era una vergüenza ¡Morir sin al menos suspirar una patada! ¡Jamás!

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