jueves, 13 de diciembre de 2012

Buena imagen


Publicado originalmente en Revista Esnob.



Me siguen indignando las noticias de ejecuciones. Cada mañana paso por el puesto de periódicos y me sigue pareciendo horrible ver ahí nombres propios de personas amarrados (literalmente) a relatos atroces. Pero creo que, en este caso, ese horror es deseable, en un sentido muy preciso: es lo único que nos separa como sujetos de la normalización de la violencia del Estado y del narco. Los discursos de unos y otros (si hemos de insistir en pensarlos como categorías sólo tácticamente separadas) normalizan la violencia cometida contra las personas en tanto establecen las condiciones de una negociación al interior o exterior de los sistemas en que ambos están trabados: el económico, en primer término, pero también el político y el social. En pocas palabras: a ellos no les horrorizan los cuerpos destazados, colgados, desmembrados: saben que esos cuerpos son la inscripción mortífera, la sintáctica en la cual se desarrollan los términos de la negociación del poder, venga del crimen organizado o de la organización criminal del Estado en sus condiciones actuales.


Fue por eso que ayer me pareció abominable escuchar la plática de tres abogados que caminaban alegremente por la reinaugurada Alameda Central de la ciudad de México. En mi descargo: espío las conversaciones de la gente en todas partes, desde siempre, en el transporte público o en la calle —la gente sólo es sincera cuando no sabe que hay un otro que la está escuchando, y es por eso que mi espionaje consiste en escuchar lo que dicen a pesar de sí mismos, un juego que, si se quiere, puede considerarse una investigación literaria. Bien. Estos tres alegres compadres caminaban y discutían los destrozos aún visibles en los comercios y bancos de la avenida Juárez, supervisando, por así decirlo, las labores de reconstrucción y vigilancia que tienen al centro del DF blindado desde los eventos del 1 de diciembre (1DMX). Una frase clave disparó mi atención y me hizo seguir su conversación por varias calles: "de las greñas".

La policía, afirmaban, debió haber levantado el plantón del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) del Zócalo "sacándolos de las greñas, y limpiar su cochinero". Mientras comentaban las reparaciones de vidrios, la pintura nueva de las paredes y la puntada de Ebrard de tener cercada la "nueva" Alameda con vallas, decían que la actuación de la policía tanto como del gobierno del DF en el caso del SME fue tan tibia como con la contención de las protestas del 1DMX. Los jóvenes y la izquierda (a los que, sintomático, se refirieron indistintamente), al igual que el SME, "son muy chillones. ¡Ay, un muerto!", decían.

Esta banalización de la muerte o su inscripción, como dije hace unas líneas, en el sistema normalizado de prácticas de negociación del Estado y las organizaciones criminales, me recordó lo que César Duarte, gobernador de Chihuahua, dijo hace unos meses a respecto de la hambruna en la sierra tarahumara (y respecto de su "no es tan grave" escribí esto). Volviendo a nuestros abogados, traté de inmediato de colocarme en una posición "tolerante" frente a su discurso; no en el sentido liberal del término, sino en lo que los liberales quieren -sin saber- que el término diga: el colocarse en una posición donde la otredad pueda aceptarse, aunque su conocimiento, en tanto caracter constitutivo del otro, siempre sea parcial. Es decir, traté de entender.

Entiendo, pues, que para la generación a la que pertenecen los abogados (rondando los 50 años) un muerto es un factor dentro de una negociación política legítima. Lo verdaderamente revelador es entonces entender que para ellos una negociación política legítima se construye en términos de simulacro: al igual que las elecciones, de las cuales el ciudadano promedio y el vox populi "sabían" que Peña Nieto ganaría, la política no es sino el campo de simulaciones en que el poder define los términos de una opresión y la gente "escoge" el papel que desea jugar en ese campo. La independencia, pues, es el simulacro de la elección del tipo de opresión que mejor acomode; a esa elección se le llama soberanía. No me considero anarquista (y menos "anarcopunk", término tan de moda en los periódicos), y sé, en cambio, que estoy diciendo una obviedad ingenua: mis amigos de izquierda lo saben, mis amigos de derecha que creen ser de izquierda lo saben y mis amigos de derecha lo saben. ¿Cómo, pues, si nadie aquí incurre en autoengaño, el campo de simulaciones de la política sigue operando? Me parece, dentro de lo indignante, fascinante: esta ilusión de que el Estado y la administración pública tiene una estabilidad ideal a la cual llegaremos si quitamos de la ecuación los elementos incómodos, subversivos, o que den "mala imagen".

¿Saben quién opinaba lo mismo? Hitler.

Volviendo a los abogados (a los que estas líneas, como mi espionaje discreto de ayer, dejan un momento "libres" sólo para acercarse nuevamente en un movimiento francamente peatonal, pero no errático), que empezaron entonces a discutir acerca de las cosas que iban a hacer llegando a su despacho, con los bigotes aún oliendo a suadero, me puse a pensar que esa estructura de simulaciones también es reconocible en el nivel económico. Las frases populares las transparentan de manera fría y precisa: "hago como que te pago, haces como que trabajas." ¿Por qué nos asombramos entonces, y no soy cínico aquí, de que un político (Ebrard) haga como que nos gobierna de manera modélica y reconocida incluso en otros países, y luego, a horas de consumada la toma de posesión de EPN, su discurso haya virado inmediatamente para criminalizar la protesta pública, como si un invisible teleprompter estuviera dictándole línea? La respuesta no es sencilla y tiene mucho de perverso: debía recibir ese golpe. Aunque hubiese estado en su horizonte cognitivo, no podría suponerse que hay "infiltrados" en las marchas (pacíficas durante meses y súbitamente con estallidos de violencia). Estamos hablando del DF y de la capacidad de respuesta de su policía (aunque los videos que los medios se empeñan en ignorar -desde hace meses- muestran que la policía federal tiene también una presencia creciente en las detenciones arbitrarias y el atropello a derechos humanos), con la cual Ebrard puede congratularse de estar alineado en un programa de gobierno que EPN ha impulsado desde sus días como gobernador de Edomex: preservar la paz pública a cualquier precio. Y la paz pública aquí tiene el carácter de el miedo al espacio público y a la convivencia con el otro, con ese otro que todos somos y al que todos nos enfrentamos a diario. Hacer que la gente que aprendió a manifestar abiertamente su solidaridad con proyectos de construcción comunitaria durante todo este año de pronto tenga miedo de ver manifestaciones de estudiantes (=criminales) es lo que el discurso oficial y los medios de comunicación están provocando eficazmente. Y nos lo estamos creyendo.

La paz pública es, qué duda cabe, lo que hace que nuestros tres abogángsters (que ahora cruzan para siempre Eje Central y a los que, con suerte, no volveremos a ver) estén convencidos de la buena actuación del gobierno, del tipo de gobierno que han conocido la mayor parte de su vida y luego de un periodo negro de alternancia vuelve a despachar desde Los Pinos: un gobierno eficaz en la aplicación de elementos correctivos (que van desde el encarcelamiento de chivos expiatorios hasta la pronta y expedita reparación de daños en propiedad pública para preservar la "buena imagen" de su administración —esa "buena imagen" tan cara a los burócratas e ignorantes -lo digo sin sorna y con tristeza-, que compraron la "buena imagen" de EPN, literalmente su atractivo estético, y que estuvieron orgullosos de escuchar el himno nacional en la inauguración de los juegos olímpicos de México 68, días después de que unos "greñudos" amenazaran con darle "mala imagen" al país a pocos días de un evento internacional de tal envergadura), un gobierno igualmente incapaz en los métodos preventivos: la educación cívica, la planeación y aplicación de políticas públicas de apoyo y atención a grupos vulnerables, la transparencia en la rendición de cuentas de funcionarios públicos, la administración económica con enfoque social, y esas bagatelas de las que nadie quiere oír más que en periodos electorales o cuando la política es "cool".

Luego de ese vértigo constructivista del que me dejé llevar (uno a veces cree en cosas como la ingeniería social, tan cara, por cierto, a los nazis), me quedé pensando en que en este país la "buena imagen" es precisamente la estructura que, como el fantasma en el psicoanálisis lacaniano, estructura la escena fundamental para organizar la relación de nuestro deseo con lo real. En este caso, la "buena imagen" es el muro fantasmático que sigue dividiendo metafóricamente a los ciudadanos al poner en suspenso la definición de espacio público. La Alameda Central, y este espacio como metáfora del país, tiene una barrera simbólica en que el acceso al reconocimiento del estatuto de ciudadanía (y por tanto, de goce de derechos fundamentales) está sometido a una política de vigilancia y exclusión: las entradas a este parque, otrora "sucio" y con "mala imagen" a causa de las miriadas de vendedores ambulantes y malvivientes obreros que se recostaban en sus semidesérticos prados, ahora lucen jardines ordenados, fuentes funcionales, y ningún rastro del comercio informal que la administración de la ciudad ha reubicado sistemáticamente en espacios de contención desde hace años.

Yendo sólo un poco más lejos, podemos decir que el trending topic impulsado en Twitter hace unos días para manifestar solidaridad con los presos del 1DMX, #TodosSomosPresos, da cuenta involuntariamente del encierro en el afuera que divide a la población entre ciudadanos y ciudadanos de segunda: el acceso a un espacio público que privilegia la forma turística de la apropiación de dicho espacio sobre el derecho de tránsito de la gente. Al igual que todos somos presos simbólicamente en el adentro de las prisiones (pues todos pudimos ser el desafortunado o desafortunada que estuvo al alcance de la policía cuando detuvieron arbitrariamente a los ciudadanos que manifestaban su inconformidad con el presidente entrante, sobre lo cuál escribí aquí), todos somos presos en el afuera de la Alameda, accesible sólo si se va bien vestido y bañado, si no se tiene pinta de "prole" (haciendo realidad el delirio monárquico de la nueva "princesa" de México, Paulina Peña), es decir, sólo si se tiene la "buena imagen" que nos acredita como ciudadanos en los términos que el gobierno actualmente los entiende ideológicamente y refrenda en su operación: los que conocen, respetan y asumen su lugar en el campo de simulaciones de la política y organización del Estado. Los que no lo cuestionan. Los que se indignan porque el Hilton se quedó sin ventanas (lo cuál, claro, no condono personalmente), pero creen, como Ebrard, como Narro, que los descalabrados de San Lázaro se lo merecían "por revoltosos".

Hay momentos en los que uno debe saber de qué lado está. Por eso le doy la vuelta a la Alameda y me quedo donde sea que estén los "revoltosos": los que pacíficamente buscan las condiciones de otro pacto social, violentando no los edificios ni a las fuerzas del orden, sino la estructura simbólica que las vuelve relevantes. Los que no creen que un muerto es la condición de una negociación entre intereses económicos, y que un sólo muerto en función de estos intereses es siempre excesivo. Los que se siguen indignando con las ejecuciones. En suma, yo me quedo con los que no temen dar una "mala imagen" —y si de algo vale el número, importa decir que son muchos más que sólo 132.

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