jueves, 13 de octubre de 2011

Sobre "Cometas: nómadas del espacio", de Yaxkin Melchy



El futuro será
escribir antes
de la escritura, pensar
como se escribe.
Mara Pastor

No entiendo de qué hablan los poemas de Yaxkin Melchy. No los entendí cuando comencé a leerlos en su blog, Ciudades Electrodomésticas en el 2008, no los entendí cuando comenzamos a intercambiar comentarios que eran como críticas desde la alucinación ni cuando nos enteramos, entre risas, que a pesar de habernos conocido en la Matrix de la blogósfera estábamos físicamente caminando por los mismos linderos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde se convirtió en uno de mis pocos verdaderos interlocutores y, a nuestro modo, en un amigo.

Digo que no entiendo los poemas de Yaxkin como una evidente provocación: los suyos no son poemas que conocen, sino que saben. Diferencia sutil: la visión de largo alcance de su trabajo, esa visión que admite la intercesión de un telescopio como aparato de la transvista, del despliegue transtemporal de los ojos, digo, no se cifra en los términos de una epistemología, de un conocer el objeto, sino de una sabiduría, de un ser el objeto.

Hay que acercarse a los poemas de Yaxkin con la misma imaginación que los antiguos tuvieron para con las estrellas: la atención sostenida del ojo sobre el cielo revela relaciones únicas, que están y no están implícitas en la organización del mapa astral. Una constelación se crea como ayuda de la memoria, como bandera invisible puesta en el cielo para constatar el hallazgo. Así también el libro.

Leo del mismo modo los poemas de Yaxkin incluidos en Cometas: nómadas del espacio, uno de los libros que hoy nos convoca a la celebración de su nacimiento, y que se inserta en ese marco telescópico de largo alcance, en ese Nuevo Mundo que Yaxkin vio un día y de cuya noticia hoy participamos.

Una constelación posible en el trabajo de Yaxkin tiene que ver con la historia. La paradoja de nuestra época es que el futuro dejó de ser algo que se esperaba: el futuro fue, enfatizo fue, algo que se canceló. La historia como medida del tiempo humano implica la narración de nuestro suceder. Si es verdad, como quería Lezama Lima, que en el espacio del poema se cumple el rigor de las eras imaginarias, y todos los tiempos confluyen en la página como en un convite, su ejemplo paradigmático es precisamente El nuevo mundo. Sospecho que no es una coincidencia, como todos habrán notado, que este nuevo libro de Yaxkin se presente justamente en una fecha tan icónica como el 12 de octubre.

Sería bien sencillo agarrarme de ahí para contarles cómo Yaxkin ha descubierto no sólo nuevos mundos sino nuevas galaxias, nuevos Cometas en el caso que hoy nos convoca, pero en cambio quiero proponerles una lectura diferente: este libro no podía presentarse en otra fecha, porque al estar aquí hoy participamos precisamente de una era imaginaria, de la superposición de un tiempo mítico que enlaza el azar de la llegada de Cristobal Colón a esto que sería inventado como América con el azar de un libro, en su acepción más amplia, el libro como la obra total, el libro como el testimonio de la atención sostenida sobre el mundo, y en Yaxkin, sobre varios mundos a la vez.

Hay que leer a Yaxkin además, también, por cierto, como una reinvención no del mito sino del decir mítico. Sus poemas y dibujos son siempre la aproximación a una forma de rezo que se interrumpe y se retoma. Cuando procede por repeticiones, es decir, cuando insiste en el querer ser gitano, en el no temeré, en la enumeración de los signos del mundo, en el inventario siempre interrumpido y siempre retomado de ríos, abejas, estrellas, girasoles, bombas, automóviles y zombis, cuando Yaxkin insiste en el catálogo imposible del Emperador chino, está interrumpiendo y retomando la voz de un decir ancestral, de esos viejos que interrumpen y retoman el sentido de las palabras de la tribu en torno al fuego.

Por eso es que no pueden entenderse estos poemas, cortarse con la espada del pensamiento racional, occidentalizante: tan lejanos a ese horizonte quedan los poemas de Yaxkin como el Enuma Elish mesopotámico, como el cuento de la resurrección de Quetzalcóatl que precede a su muerte, como el cuento de la creación del hombre azteca a partir de los huesos, como la ruina antes que la creación, como el efecto precediendo las causas. Como la física cuántica.



Además, también, por cierto, Yaxkin descubre su América en una época marcada por el signo del horror, por el signo de la sangre. La palabra mítica de sus poemas, sin darnos directamente la receta de una esperanza posible como suelen hacerlo los gurús al uso, opone a la violencia de su contexto la violencia de la ternura: los mundos de los Nuevos Mundos de Yaxkin están poblados de niños que juegan y descubren también, otra vez, por cierto, el mundo. Lo descubren a medida que lo inventan: ese y no otro es el sentido del juego, inventar la realidad poniéndola a prueba, siendo creado y destruido o destruido antes que creado porque la lógica brutal de la codicia aún no se ha plantado en la imaginación infantil.

La infancia es el espacio de la generosidad, cuando el mundo se abre pues que estamos vivos. No es gratuito que el hacedor de arte sea representado en el imaginario como un niño: en él cabe la crueldad que remueve las piernas a las hormigas y el asombro por la luz que se inventa cada mañana. También por el miedo: cada noche el mundo se cancela, el temor a la oscuridad reclama al niño y puebla lo invisible de símbolos que le devuelven, redoblada, su vulnerabilidad. Yaxkin escribe también desde el miedo a la oscuridad, desde ese miedo primordial de la especie a que el fuego se extinga. Y sin bravatas, sin charlatanería, con una conciencia tremenda de su propia vulnerabilidad, Yaxkin decide que no temerá (tres puntos) que no temerá (tres puntos) que no temerá (dos puntos), que ya la noche y la oscuridad, aunque amenazantes, son el lugar propicio donde otro mundo se puebla de estrellas, donde las constelaciones pueden unirse por las líneas demarcadas por un dedo o por las rendijas y cerraduras de los caracteres tipográficos.

Dos palabras sobre el puntilloso término “generación”. Entiendo generación como el contexto en que las obras se producen en un momento histórico dado, no como la circunstancia coyuntural de los escritores cercanos en edad o procedencia geográfica. Es un mecanismo para situar una obra en la historia de la literatura, una preocupación formal desde hace décadas. Pero la historia de la literatura es también, sobre todo, por cierto, otro avatar de las eras imaginarias. Lo que ignora la crítica de solapa y catálogo lo sabe Yaxkin, cuando se dirige en primera persona tanto a su pléyade personal, Huidobro, Vallejo, García Lorca, Bolaño, Verástegui, Zurita y tantos otros, como a sus amigos, numerosos y salvajes, Manuel de J., Aurelio Mexa, Nicole Delgado, Héctor Hernández y tantos más aquí presentes o presentes en recuerdo.

Aquí, decir generación es decir constelación: conjunto de estrellas (asumiendo la carga propagandística del término) en el azar de la organización estelar; estrellas, soles, nebulosas, planetas y, claro, Cometas: caracteres en la gramática de la noche.

El trabajo de Yaxkin es también un trabajo de creación de comunidad, con lo que nos propone un modelo no para el escritor del futuro sino para el escritor del urgente, doloroso presente: escribir es descubrir e inventar el mundo a cada paso, y en esa creación y descubrimiento se cifra la comunidad que viene. El proyecto implícito surge de un modo específico de orfandad que sólo el verdadero escritor conoce: la soledad irremediable de los sentidos frente a lo otro. En la historia de la literatura se han abordado las relaciones entre pares y contemporáneos en la forma del concepto de generación o en la conformación de cúpulas de poder fáctico o soterrado que vieron surgir en las vanguardias históricas su explicitación: programas políticos, manifiestos, obras con aire de familia o con franco tufo a repetición y angustia de pertenencia. Tengo, con Blanchot, que el escritor si es tal está furiosamente solo; pero puede existir también un reconocimiento de mutuas soledades, de sujetos que comparten su soledad, cada uno la propia. Más de uno ha dado en llamar a esa soledad compartida con el nombre benigno de “familia” .

El mito del lector, el del gran público, llega objetivado de repente en la forma de un andante que se detiene a escucharlos gritonear en una cantina o bar, en la forma de un encuentro fortuito con alguno de los libros de sus varios proyectos editoriales, o simplemente no llega y acaso no llegue nunca. Tengo para mí que varias escrituras del presente, entre ellas claramente la de Yaxkin, forman otra pléyade, arcas de Noé con los recuerdos del mundo que todavía no es, con los recuerdos del porvenir que decía Elena Garro, con las ruinas de lo que será. Ruinas desde las que la comunidad que viene puede surgir, como surgió la ciudad de México de sus destrucciones periódicas, tanto en 1521 como en 1985. Generación, contexto, arca, más cercana referencialmente a los videojuegos que a las novelas de Balzac, que creció, que crecimos viendo caricaturas y películas gringas de ciencia ficción y ninjas. No se supone que la poesía pudiera ser esto, no se supone que un país sea un zombi, no se supone que haya una mitología en los dibujos animados con los que crecimos. Llegamos tarde, algunos más que otros, a la literatura, a los libros, al contexto de la cultura oficial o marginal –que tanto tiene en su margen de oficialidad-, llevando a cuestas esa otra tradición referencial y poniéndola en relación con otras formas de cultura, con otros lenguajes, con otros decires a través de un dictum que ha sido para Raúl Zurita una poética infalible: sin pena ni miedo.

En términos de una epistemología literaria, estas obras salvajes, en plena formación, en pleno reconocimiento de sus propias capacidades expresivas, provocan a veces una extrañeza cercana al repudio, o por lo menos a la indiferencia. Crecemos y escribimos entre viejos prematuros, que esperan la ilusión del poder, el reconocimiento y el aplauso, es decir, la literatura como mecanismo de poder en lugar de la literatura como forma de vida. En el imaginario, el lector tradicional aún no entiende que 01100001 01101101 01101111 01110010 en el lenguaje de las máquinas quiere decir AMOR. Lo que hacen estas obras, y de nuevo, en un lugar de primer orden, la obra de Yaxkin Melchy, no es educar sino inventar a su lector futuro. Cometas en particular está dirigido a un lector potencial, a un lector que todavía no sabe que lo es. Obras que atentan (acaso en un atentado suicida) contra el lector tradicional latente en todos nosotros, contra ese que espera que la poesía, la literatura y el arte en general sigan siendo inofensivos y decorativos; que les dice, como Marty McFly en Volver al futuro, con ternura, con fe, con una forma renovada de esperanza: “tal vez ustedes no lo entiendan, pero a sus hijos [a los niños que ustedes serán] les encantará.”

[Texto leído en la presentación del Premio Interamericano de Poesía Joven Navachiste, 2009 (a Lauri García Dueñas por Del mar es el ahogo) y 2010 (a Yaxkin Melchy por Cometas: nómadas del espacio), el 12 de octubre de 2011 en el Centro de Lectura Xavier Villaurrutia, México DF.]

Un fin del mundo en cada punto.

No hay comentarios :

Publicar un comentario

mis tres lectores opinan: