sábado, 5 de noviembre de 2011

La casa invisible

Mi versión del turismo consiste en escuchar hablar idiomas que no domino, en películas sin subtítulos, por ejemplo. De ahí han surgido pequeñas diversiones privadas para mí: encontrar algo de la /r cantonesa en la /r del sueco; suponer que en ruso alguien siempre está disculpándose por algo que aún no hace; que la música del italiano reordena las cosas del hablante como una mesa llena de objetos de un mago, o que el francés es una lengua hecha para hablar en voz muy baja. 


¿Pero es que se puede dominar un idioma como si uno fuera una especie de Napoleón lingüístico? ¿Se puede sostener una frase tan peregrina como "dominar una lengua"? Para los idiomas, acaso mucho, mucho más que para el amor, claudicar es la única forma de negociación: hay que entrar al idioma, al universo del sentido en general, con la espada extendida. El mango por delante, naturalmente.


Vivir en idiomas desconocidos como en casas muy viejas. Observar las cáscaras de pintura que se caen. Observar la pintura que otros pobladores más viejos han dejado, las pequeñas marcas que los delatan: los idiomas son casas donde han vivido muchos antes que nosotros. Podemos hallar de pronto el hueco de un clavo, que ya no sostiene el retrato de nadie; manchas de sol o de humedad, tecatas de mugre que la brisa de la ventana mece sin romper. El idioma puede verse como una ruina o como una colección de huellas: su conjunto no cuenta una historia común sino a condición de contar la historia de los hombres a través del relato de su propia historia. Esta historia no reconstruirá nada, pero construirá ruinas diferentes. Como el Distrito Federal de México, el idioma es una ruina hecha sobre incontables ruinas que la cimentan. Ruinas sagradas, cabe puntualizar.


La casa más desconocida es la propia. Notamos la extrañeza de las viejas casas de otros idiomas, pero vemos con ojos llenos de costumbre la propia. Me persuado por ello de no vivir en ningún idioma, de no tener lengua materna, de hablar y escribir desde una intemperie artificial. Me es preciso creer que el castellano que hablé esta mañana es un idioma absolutamente diferente que el castellano en que escribiré esta noche. Me persuado, pero fallo: es el idioma quien me inventa siempre, sin que yo posea ninguna potestad sobre él. El idioma es la derrota más dulce.


La casa dentro de la casa de los idiomas: la hospitalidad original del lenguaje. ¿Herramienta? Es cierto, hay gente que no se limpia los pies para entrar al idioma. Yo por mi parte trato de entrar en su casa siempre descalzo. Quiero sorprender a los fantasmas del idioma mientras duermen, ver si puedo colarme por la rendija de sus pesadillas, tenerles una tisana lista por si despiertan en sobresalto. Claro, yo también trabajo todos los días con el idioma como una herramienta; me queda al final del día una sensación parecida a cuando no podemos responder una llamada de alguien que amamos, o cuando los correos de gente querida se quedan sin contestar por muchas horas. Así vuelvo al idioma cada noche o cuando puedo encontrar un poco de tiempo que nadie usó: tratando de volverme infinitamente pequeño para que mis faltas pasen desapercibidas. Es una vanidad absoluta la que cree de mí que pedir un kilo de carne es una falta contra la belleza del idioma; aún no aprendo a ver lo fascinante que es que el gato dicho no sea igual que el gato escrito, y que ambos sean especies totalmente diferentes de la del gato que acaba de pasar por el pasillo, dejando la sombra de su nombre en el aire.


Pasamos temporadas en el idioma como si fuera nuestra casa. El idioma es casa, es cierto, pero no es de nadie. Todo lo más somos turistas. Recorremos los pasillos y galerías, encontramos armarios llenos de valijas que transportan su bagaje de polvo hacia ninguna parte, removemos algunas manchas de aceite de la pared de la cocina. Otras manchas las dejamos: somos turistas, repito. Algunas manchas han estado aquí, en el idioma, más tiempo del que estaremos cada uno de nosotros sobre el planeta. También esta devastación del idioma merece su compasión: la lengua no pide nada, y en cambio, nos da mundos como si fueran uvas. 


Si la lengua pudiera hablar, imagino, sólo diría una cosa: dime. "Dime", así, como alguien que está abierto a escuchar; como alguien que exige una confesión; pero sobre todo, como alguien que desea ser dicho. Pienso de repente en Leónidas de Esparta con una petición tremendamente humilde para el viajante: recuérdanos. Súplica y orden del espíritu del idioma: ser dicho.


Formar, pues, en el centro de mí mismo, un espacio para que todo el caos del mundo pueda entrar. No le niego la entrada a ninguna cosa. Todo lo que pueda ser dicho se dirá, en su momento. En épocas más cínicas de mi vida he pensado que importa el decir y no lo dicho. Hoy sigo pensando que el decir efectivamente es más importante que lo dicho, pero que el decir mismo es mucho más importante de lo que mis pobres fuerzas me han permitido ver: que en un decir está la posibilidad aún viva del vínculo humano, de la comunidad posible. 


Decir algo (dime, dime) es decir algo a alguien. Cuántas veces los otros no son el infierno, ¿cierto, Sartre?, pero si es que vivimos en el infierno entonces habrá que hacernos entender de algún modo. Habrá que mostrar nuestro carnet de condenados como quería Arthur, habrá que desearles buen día a los custodes, compartir opiniones sobre el día a día en la eternidad del sufrimiento. Algún gozo habrá que hallar ahí. Sobre todo: la conversación. ¿Y no es la lectura un modo privilegiado de conversar? Ahí Quevedo como siempre:


Retirado en la paz de estos desiertos, 
con pocos, pero doctos libros juntos 
vivo en conversación con los difuntos 
y escucho con mis ojos a los muertos.

Me persuado en ocasiones, al oír hablar a alguien o en una plática cotidiana, de estar escuchando una lengua extinta. De pronto los ecos de mi griego tan mal aprendido rezuman en los goznes de una frase anodina, y el jugueteo de la sonaja árabe me toma desprevenido. Cuántas veces he mirado fijamente a los pasajeros del metro o a la gente de los cafés pensando en qué idioma hablan (¿serbio, portugués, quechua?), y siempre me sorprendo cuando reconstruyo de un boquete de sonidos los rasgos propios del castellano. 


No se me malinterprete: el castellano es bello, pero el que yo lo hable o cualquiera de nosotros es un mero accidente. Importa, creo, la posibilidad del sentido que podemos recorrer dentro de una lengua, no cualquier dudoso y absurdo prestigio impostado ideológicamente sobre ella, como un fardo incómodo. Es ahí cuando digo que es de lo más tonto pensar que dominamos una lengua, repitiendo un gesto colonizador. Pienso que en vez de dominar con la lengua tal vez podamos construir alguna posibilidad dentro de los márgenes de esta casa vieja del idioma, de esta casa invisible que traemos colgada de la boca y los oídos y los ojos y las manos, de este cuerpo que puebla nuestro cuerpo de sentido; alguna posibilidad, pues, para que los que lleguen después de nosotros encuentren cómoda esta casa. Que puedan descansar aquí y pensar, y sobre todo enamorarse y consolarse cuando la bomba del amor les explote entre los dedos. 


Construir tal vez un sitio de paz. Una palabra tan pequeña que al escribirla se me diluye entre los dedos. Yo nunca he sabido nada de paz. Pero tal vez, como quiere Elias Canetti, si la palabra puede producir guerras también puede resolverlas. El idioma, pues, es tan generoso, que tiene incluso espacio dentro de sí para el más absoluto horror. Afortunadamente, en esta casa hay espacio para mucho más: en todas las habitaciones hay retratos del único inquilino que tiene carta de nacionalidad en cualquier idioma y que, tal vez, sea el verdadero causante de la existencia misma de los idiomas (es decir, de lo humano): el asombro.

Una casa secreta a la vista de todos.

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