miércoles, 29 de julio de 2020

Conferencia para fantasmas (fragmento de La rebelión de los negros)

Mi única experiencia docente transcurrió en un pequeño taller de escritura que impartí en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, un alma-mater-astra, lo más parecido a un lugar de formación para mí. Una convocatoria abierta en pos de la diversidad y la pluralidad dentro del espacio de las humanidades (o alguna cosa por el estilo) permitió que un comité aprobara, por razones para mí incomprensibles, el absurdo temario que propuse para un seminario a todas luces absurdo: el Seminario de Investigación Poética. 

Los pocos alumnos que asistieron a escuchar mis peroratas sobre lenguaje y poema, a los que daba la espalda para trazar sobre el pizarrón un complicado mapa de mis perplejidades, dejaron de asistir paulatinamente hasta que un buen día me vi de espaldas a un salón lleno de bancas vacías. No los culpo: cuando me permiten hablar, soy un hombre enamorado de su propia voz. 

Conversar me parece la improvisación de una pieza de jazz hecha de ideas, una respuesta musical del pensamiento, y para mí la boca es sobre todo un instrumento musical. Creo que no tengo la disposición heroica de los talleristas y profesores universitarios que enseñan escuchando a sus alumnos, atendiendo a la búsqueda de un conocimiento compartido y todo eso. Me convertí así en uno de los peores profesores (y de más corta estancia) que jamás hayan pisado la honorable Facultad, y atravesado con más idealismo que talento pedagógico las legendarias aulas donde aún se aparece, de vez en cuando, el legendario pornógrafo Huberto Batis. 

Fiona, mi última alumna, llegaba siempre tarde (el seminario duraba dos horas), y se iba siempre un poco antes de terminar, con una ensayada sonrisa, parecida a la de un transeúnte que ve a otro pisar caca de perro. Fiona fue el testigo de mis soliloquios sobre Derrida y el texto fantasma, sobre la antropología de los símbolos en El pez de oro de Gamaliel Churata, y me sentía como ese hombre muerto del poema de Vallejo al cual la humanidad entera le pide que se levante pero él no puede levantarse y, aunque está muerto, se levanta.
 
Llegaba, dejaba mis cosas sobre el escritorio, prendía un cigarro. El horario, si no mal recuerdo, era de 12 a 2 en sábado; era la hora en que estaba más o menos presentable, cuando los últimos estragos de la borrachera y la noche se hubieran aliviado detrás del combo de Alka-Seltzer con Gatorade, un caldo de birria y un par de cervezas. El arte de la cruda permitía que asistiera a mis clases como a la antesala de la siguiente borrachera (el alcoholismo está hecho de pequeños lapsos de interrupción a los que llamamos sobriedad), y algunos de mis primeros alumnos se fumaban un cigarro de hachís al fondo del salón mientras la fila más próxima al pizarrón se pasaba amistosamente un café con ron. 

El pináculo de mi carrera docente ocurrió un día cuando la hora de llegada de Fiona se retrasó más de lo habitual, y comprendí que todos mis estudiantes me habían abandonado. Leía sobre el escritorio un libro de Chuya Nakahara, llamado por sus editores “el Rimbaud japonés”, donde leía: “Hay una viga en lo alto de la carpa del circo. / Hay un columpio. / Un columpio casi invisible”. Ese día sin alumnos se me ocurrió dar una conferencia para un auditorio vacío, una conferencia que de ninguna manera podría salir mal, ni tampoco bien; puesto que me encontraba solo, podía detenerme tanto como quisiera en los pequeños detalles del pensamiento, en los materiales siempre pospuestos, siempre residuales, alejándome para volver y volviendo a alejarme, siguiendo el movimiento pendular de mi columpio casi invisible, como en un trapecio a miles de kilómetros del suelo. 

Por principio, me disculpé por el retraso. Me pareció conveniente esperar sólo para estar seguro de que efectivamente nadie iba a llegar. Luego comencé: me puse a exponer en voz alta, de modo que hasta los fantasmas de la última fila pudieran escucharme, mis más personales dudas acerca de la poesía al igual que las explicaciones que ensayaba para aproximarme al fondo de mi ignorancia, con total impunidad. En un arrebato pretencioso me acordé de Foucault, y entré en el tema de mi conferencia para fantasmas recordando cómo en uno de sus seminarios se refirió a la soledad del conferenciante: cada semana, durante su curso, Foucault está solo en su escritorio; su aula, a diferencia de la mía, siempre está llena, por lo que en ocasiones deben mover a los estudiantes al auditorio. La mesa del filósofo está tapizada de grabadoras con su girar monótono, registrando los breves intervalos de silencio del conferenciante, al igual que cada una de sus palabras. Durante dos horas, Foucault se dirige a su auditorio, llama a escena a Spinoza, a Kant, a Erasmo de Rotterdam, se enfrenta a un problema de traducción en el Simposio platónico, una pequeña monografía sobre los hábitos a la hora del baño en la historia de las Galias, los vericuetos de la democracia ateniense o la poesía del tiempo de Pericles. Transcurridos 120 minutos, el auditorio cobra vida, comienza a desentumecerse y los ojos se forman detrás de las nucas en fila ordenada buscando la salida. Algunos se acercan a recoger las grabadoras, musitando tal vez un rápido merci. En el auditorio, como en este salón vacío, hace calor y el humo del tabaco enturbia el ambiente. Hoy en día ya no se permite fumar durante las conferencias, pero si a alguien le molesta que fume no tiene más que indicármelo. 

Una pausa para retomar el discurso y tener la cortesía de esperar una interrupción que no llega. Eso pensé. Luego entro en materia. Hago un remix de Hegel, Heidegger, Bersani, Meschonnic, toda la artillería para acercarse al lenguaje en trapecio con los menores estorbos de la subjetividad, apelando a la lengua directamente para que ahí, en el vacío del salto, la lengua nos tome las manos mientras damos piruetas en el aire. Luego hablo de un concepto que empecé a trabajar en mi libro Ordalía, la noción del “desde dónde” como espacio en perpetua disputa, utilizando la metáfora del aeropuerto y el campamento en el desierto, los no-lugares de Marc Augé, las ruinas de María Zambrano: al igual que en estos sitios, uno no puede quedarse a vivir en el poema. Probablemente nunca hubiera hecho mención a un libro mío durante una clase o una conferencia por el más elemental pudor, pero al tratarse de una conferencia de nada —es decir, sobre la esencia de la poesía— frente a un auditorio de ausentes, podía permitirme incluso explorar reticencias como esta, improvisando una breve diatriba sobre el pudor como motor de la filosofía, el no sé qué que queda balbuciendo de San Juan y cfr. Elogio del pudor de Alessandro Dal Lago y todo eso. 

Un breve excurso y de vuelta a la elucubración: de lo que se trataba, finalmente, era de rastrear una genealogía de lecturas que hacían las veces de lengua materna. La lengua materna, para un poeta, está hecha de un puñado de metáforas fundamentales que se van desarrollando en diferentes direcciones a lo largo de la vida. Un puñado de momentos de lectura donde fuimos felices y a los que nuestra escritura trata inútilmente de devolvernos, como un país que visitamos de niños. Sobre todo: nuestra lengua materna siempre está por inventarse y se pierde a medida que se conquista, y en eso se parece a la sabiduría. O al tiempo, siempre un paso más allá de nosotros. El poema es lo que suple ese plazo donde aún no somos culpables, pero no somos del todo inocentes. Merodear el lugar del poema, el “desde dónde”, es una tarea gozosa que nos llevará toda la vida. La función de la inteligencia es explorarse a sí misma, parafraseando a Valéry. 

Los fantasmas desfilaban frente a mí para adoptar nuevos puntos de vista, interrumpiendo mi exposición con preguntas siempre adecuadas y pertinentes, o francamente demostrando los puntos en que mi argumentación caminaba sobre hielo delgado. Enrique Lihn hacía una broma y todos se reían, o nos acordábamos de un pasaje especialmente descarnado de Artaud y todos quedábamos en silencio durante un par de minutos. 

Comencé a sentirme incómodo dentro del propio salón, ejerciendo de conferenciante y auditorio. Resolví dar por terminada la sesión. Para concluir, recapitulé sobre las intenciones de la conferencia y la medida particular en que había decidido fracasar en esta ocasión: la aventura es el fracaso, porque nos es imposible equivocarnos dos veces de la misma manera. La sarta de tonterías que salían de mi boca, además, me hizo comprender por qué una conferencia para fantasmas verdadera tendría que haber sido dictada por un fantasma y no por un tipo solo y patético como yo. 

Mientras caía en cuenta de que debí haber dado por terminada mi perorata hace 15 minutos, escuché un celular sonando en el pasillo, la conocida melodía de Francisco Tárraga que suena por defecto en los celulares de Nokia. Escuché la voz de Fiona diciéndole a su madre que la clase se había extendido un poco, pero que iría en cuanto terminara. “Sí, mamá, tengo que colgar”. Luego de esto, Fiona entró y dejó sobre el escritorio un poema suyo que discutimos la clase pasada, con las correcciones que le sugerí. Le agradecí y me sonrió, como siempre, con una mueca impersonal. Tenía el cabello la mitad rosa, la mitad azul. Era delgada, morena, chaparrita, y no escribía mal. Si tuviera 19 años la invitaría a salir, pensé. “Gracias”, me dijo antes de irse. Esa fue la última vez que pisé la Facultad.