Esta es una respuesta extendida a una pregunta que me hicieron anónimamente en el CuriousCat sobre el acoso callejero. Prefiero publicar mi respuesta tal cual la escribí que limitar lo que trato de exponer a un formato más breve.
Los hombres tendemos a interpretar el acoso callejero como una especie de fenómeno climático (en ese sentido [qué fuerte]: natural) que sólo experimentan las mujeres. Por eso nos es no sólo difícil empatizar sino acompañar y responder frente al acoso callejero que sufren ellas, especialmente cuando son nuestras parejas.
Primero: no todo el acoso que sufre una mujer en la calle ocurre de la misma manera, por lo que la forma de empatizar con una mujer que te lo cuenta es diferente en cada ocasión. No es lo mismo la molestia "distante" del catcalling (chiflidos, piropos) que un tocamiento en el transporte público donde ella sintió miedo por su integridad física. Además, cuando te lo cuentan ya es un hecho (un crimen) consumado. Lo segundo: creer en lo que te cuentan. No sé en otras personas, pero a mí me sorprende lo fácil que los hombres ponen en entredicho los relatos de las mujeres, incluso de quienes denuncian (cf. caso Plaqueta, caso Porkys). ¿Por qué nos es tan difícil escuchar que una mujer se sintió agredida, por qué la cuestionamos a ella por sentirse agredida y no a los agresores? No es una pregunta retórica: es el privilegio masculino.
Podemos romper este ciclo de impunidades si reconocemos que están pasando siempre a nuestro alrededor. Una vez estaba esperando a Tania en la banca de un parque; la vi venir a lo lejos y me tocó ver cómo tres adolescentes le hacían catcalling. Ella los confrontó, así que me acerqué y los confronté también. Se fueron con la cola entre las patas. Pudieron habernos agredido, pero en el caso de acoso callejero no hay algo personal en la conducta del agresor que lo lleve a elegir cierta mujer frente a otra, no quiere asaltarla necesariamente ni tiene una motivación ulterior que lo motive para insistir después de la confrontación: es la disponibilidad y la garantía de impunidad lo que les permite seguir, literalmente, tan campantes caminando por la calle.
Creo que algo que pueden hacer los hombres, parejas o no, frente al acoso que sufren las mujeres, es desnormalizarlo. No hay nada en la forma en que una mujer habita el espacio público que la haga legítimo blanco de la frustración y agresividad de un hombre. Dicho de otro modo, nada de lo que una mujer haga en la calle amerita que alguien la agreda. El acoso callejero parecería una especie de impuesto a las mujeres por el paso franco por el espacio público. La experiencia de la ciudad de una mujer y un hombre son radicalmente distintas, y algo que podemos hacer con el privilegio masculino en el espacio público es señalar y confrontar ese tipo de prácticas; con esto podemos contrapesar la aprobación que producen estas acciones en los hombres que las cometen. Los acosadores no siempre son donjuanes solitarios no solicitados, sino pares o grupos que se protegen y se recompensan esos comportamientos (léase, los hombres acosan para excitar no la líbido propia, sino la de otros hombres), así que como hombres, creo que se trata de no volvernos cómplices o testigos silenciosos de la violencia sistémica que sufren las mujeres (y no sólo en el espacio público).