Para evitar malentendidos (inevitables, de cualquier modo) aclaremos lo siguiente: no estoy en contra del trabajo, ni es este un texto que pretenda demeritarlo; pero no sería tan ingenuo tampoco como para afirmar que el trabajo "dignifica" (lo que implica que los desempleados son algo así como ciudadanos indignos, de segunda), o que es parte de una atávica pena ("ganarás el pan con el sudor de tu frente", Génesis, libro tal versículo tal) ligada a una no menos ominosa y anacrónica lista de "Pecados capitales". No. Lo que pretendo acá es hablar sobre la pereza, pero no sobre la pereza en general, sino de aquella que ejerzo, a buen ritmo y sin desplantes, más o menos desde que me acuerdo.
Para empezar hay que definir nuestros términos: ¿qué es la pereza? La voz pigritia indica la calidad del flojo, del piger. Esto no nos hace avanzar mucho. ¿Qué indica lo "flojo"? Puede ser el antónimo de "tenso", por ejemplo, sinónimo de "relajado" cuando hablamos de la firmeza de un nudo. A su vez, "flojo" proviene de fluxus, de lo fluído pero también de lo inconsistente, de lo que no toma otra forma u otra fuerza sino de lo que viene de fuera. Aquí podríamos aclarar que lo flojo --lo fluído-- no es necesariamente débil, ni hueco, mucho menos estático. Pensemos en los ríos, fluidos y caudalosos. ¿Qué sería de un río firme? ¿Qué sería de una nube tensa?
Siempre fui un niño flojo. O eso decían las maestras. "Es un niño muy listo, señora, pero flojo." No ponía atención, casi nunca hice tareas, y a pesar de todo siempre encontré la forma de pasar de grado sin esfuerzos extenuantes, entregando trabajos finales y presentando buenos exámenes. Con el tiempo me di cuenta de que no era flojo, sólo tenía malos hábitos de sueño y poco interés por las obviedades escolares. Mi mente no funciona mediante ejercicios de tensión, la disciplina me parece una dudosa virtud de soldado, casi nunca tenso mi memoria tratando de fijarle palabras cuya naturaleza es dúctil y cambiante.
Llamamos "flojera" a la actitud del perezoso. También "hueva", que es la indisposición a realizar una tarea, no necesariamente porque dicha tarea implique un grado de concentración o de energía o de trabajo para el que no estamos preparados, sino por una inercia del estado lánguido que no se interrumpe salvo contadas ocasiones. La curiosidad, por ejemplo, puede ejercerse perfectamente tumbado y acostado en cama. ¿Qué rompe dicha inercia? Una necesidad externa, de índole fisiológica o social, siendo esta última siempre la más penosa de cumplir, porque implica tensar la atención para oponer una resistencia --una escucha-- a la demanda de un otro.
No es mi intención ponerme esencialista, pero se me ocurre que el estado natural de la atención es fluido, divagante, peregrino. Sólo cuando una tensión --interna o externa-- apela fuertemente a la atención es que esta pierde su natural fluidez para dirigirse a aquello que la convoca. Ilustro con una digresión: no sé por qué, pero tengo la extraña fortuna de encontrarme naipes tirados en la calle, a donde quiera que voy. Los conservo todos, a manera de tesoros. ¿Cómo es posible que, caminando por la calle, con una atención fluida y perezosa, un pequeño rectángulo de papel reclame poderosamente mi atención de ese modo? No trataré ni siquiera de suponer qué acuerdo secreto hace que ciertas personas encuentren sombrillas olvidadas, billetes de 20 pesos, tesoros brillantes y valiosos, y en cuyo reparto a mí me tocaron los simples y manoseados naipes. Pero sé que se trata de algo que no puedo sino llamar "mágico" porque sé que si saliera de mi casa a caminar por la calle con la expresa vocación de buscar naipes tirados, no encontraría ni uno. Además siempre vienen en series de tres. Pero tal vez eso sea tema de otra investigación.
Continuando con la historia de mi pereza, diré también que de niño me daba mucho miedo dormir. Hay quienes tienen un "talento" natural para dormir que yo no poseo. Al recostarme, esa cualidad fluida y alegre, casi caprina de mi atención, se volvía un hervidero de imágenes y sugerencias --muy amenazantes incluso en su inmaterialidad-- que me mantenían en vilo hasta muy tarde, con el resultado esperable de no tener ganas de levantarme por la mañana para ir a la escuela. Mis padres siempre decían que la noche es para dormir y el día para trabajar, pero yo no le encontraba mucha lógica. El día, con sus luces y sus demandas y sus escándalos me repele --el día, en las antípodas de la noche, de la que debería aprender su calma y su reposo y su flojera. Luego de pasar la mayor parte de mi vida escolar en estado de sonambulismo, empecé a interesarme en las ventajas del sueño lúcido y su práctica, en las que casi siempre encontramos demasiado esoterismo como para tomarlo en serio. Lo que me interesaba era conseguir dormirme temprano para no andar por ahí como zombi. Por principio es necesario recordar a lo largo del día la intención de despertar durante los sueños; existen numerosos procedimientos para esto sobre los que hay información suficiente en Pijama Surf. Meditar un poco antes de dormir, tomar un té de tila, una tableta de melatonina cada tanto para regular el ciclo circadiano, etc. Después, al despertar, es recomendable llevar una bitácora de sueños. Esta fue la clave para levantarme temprano (aunque no para deshacerme de mi pereza ni mucho menos), pues me fui acostumbrando a que despertar movilizara mi atención hacia el cuaderno y las imágenes urgentes del sueño, que se van borrando conforme más tiempo llevemos despiertos.
Como las virtudes del trabajo, la dedicación, el esfuerzo y otros atributos propios de animales de carga me fueron vedadas, me concentré de manera extrema en cultivar el arte de la pereza. Mi armario está lleno de pijamas, sudaderas, chanclas y toda la colección primavera-verano-otoño-invierno de Ropa de Quedarse en Casa. Al trabajo (si eres uno de mis empleadores tal vez no quieras leer lo siguiente) le dedico el menor tiempo posible, tratando de despejar rápidamente los pendientes para dedicarme a no hacer nada, o aún menos. Hace mucho me di cuenta de que soy incapaz de cumplir con una rutina de 8 horas, pero eso no me condenó al pillaje ni a la hambruna (aunque dedique poco tiempo a ello y defienda hasta la muerte mi pereza, lo cierto es que me considero bastante trabajador); el no poder hacer eso que para tantos es lo más común --levantarse, ducharse, correr en el frío a un centro de trabajo, salir de noche y regresar a dormir-- no me hace un trabajador menos valioso, simplemente tuve que aprender a vivir a partir de mis limitaciones, de los imperativos de mi atención.
Admiro a los que albergan sueños de grandeza y se levantan todos los días sin recordar ninguno, se limpian los grumos de saliva de las comisuras, y salen a encarar al mundo como gladiadores en el coliseo. Admiro a los (y las) que pueden disponer de su atención como de una herramienta más en la caja de las maravillas de la mente, y pueden comandarla y ponerla ahí donde la necesitan, como un rottweiler, y a los que nada se les escapa. Yo, lamentablemente, no poseo ninguna de esas virtudes. A lo más que puedo aspirar es a dormir bien, a borronear un sueño en la mañana, y a permitir que mi divagante atención se concentre poco a poco como una nube de tormenta o como la cresta más alta de una ola a punto de romper. Ahí, en ese punto de tensión máxima, lo fluido en mí se descarga completamente en una o dos tareas muy básicas (una traducción, un artículo, una noticia), y termino exhausto, más o menos a medio día, pero listo para aprovechar el resto del tiempo en ejercicios perezosos y divagantes, fluidos, como es el pensamiento cuando deambulamos entre calles recién llovidas o entre los engranes que dibujan sobre una superficie las formas contrastantes de las letras impresas. Mi héroe personal es el Bartleby de Melville, un leguleyo que no era impotente ni mucho menos, pero que tenía una relación bastante disfuncional con su propia pereza. De él aprendí que está bien decir "Preferiría no hacerlo", pues en esto se encuentra la feliz languidez de la pereza. Digamos de pasada que no hay que confundir pereza con tedio, que es tautológico y aburrido, mientras la pereza está colmada de impresiones pasajeras y gratas, que en ocasiones se transforman, por su misma condensación, en obras acogedoras, fluidas y hospitalarias, como una cama mullida. Existen muchas otras virtudes de la pereza, pero me excuso a mí mismo de enumerarlas: son fácilmente encontrables y al alcance de todos, como democráticos naipes dispersos entre los charcos del mundo.