sábado, 27 de abril de 2013

Lectura y convalecencia

Mi cuarto --no importa en qué casa ni en qué momento-- siempre tiene un aire de convalecencia. Una atmósfera postoperatoria. Tal vez no podría ser de otra forma. Los médicos que vi de niño decían que iban a instalar una puerta giratoria para sus consultorios, pues tardaban más en diagnosticarme algo que en tenerme de vuelta. Con el tiempo aprendí que lo más conveniente era dejar de visitarlos --pues aunque el diagnóstico no sea equivalente a la cura, la enfermedad, al menos algunas, sólo existen en la medida en que se diagnostican, como un monstruo que sólo existiera a condición de que alguien reconozca su existencia.

Mi diagnóstico terminal es este: afán por las mudanzas. Una verdadera vocación por la portabilidad. No por el viaje necesariamente, no se me malentienda: he viajado poco y brevemente. Mis verdaderos desplazamientos tienen una órbita limitada a la rotación de mi silla y mi escritorio. Las mudanzas se van espaciando y llevo ya en esta postal del centro del DF casi un año. Me gusta la vista desde aquí. La renta es barata. Los vagabundos me cuentan sus cosas. Siempre hay algo abierto para comer, no importa la hora. Como en un hospital.

El recuerdo de la lectura para mí es indiscernible de la convalecencia. Recuerdo la sensación de leer El principito con fiebre, las gotas que resbalaban de la toalla que mi madre me ponía en la frente y cómo me empapaban las cejas, las volvían pesadas, me dificultaban leer. El juego de acuarelas y la enciclopedia de dinosaurios en la apendisectomía. Dante, Dumas, Nietszche y mi primera guitarra eléctrica después mi primera laparotomía. Pensándolo bien, estar en el hospital era como estar en Navidad: incluso la convalecencia de mi primera incursión quirúrgica, una amigdalectomía de rutina a los 3 años, tuvo como corolario la orden médica de comer toda la nieve de limón que quisiera. Y me encantaba la nieve de limón.

Hace muy poco entendí que me conceptualizo a mí mismo como artista marcial más que como escritor o cualquier otra cosa, antes que hombre, incluso. La sorpresa duró poco: en realidad siempre lo supe. Mi cuerpo aprendió a pensar en el movimiento, en la administración de la fuerza, en las posiciones, las figuras, los encadenamientos y velocidades, la mecánica del cuerpo en el karate, el aikido, el wu sú. Por eso mi cuerpo sufría en al menos dos niveles los periodos de convalecencia, fueran por heridas y sobre todo por cirugías, que eventualmente me impedirían seguir entrenando: por una parte, el dolor físico, del cuál podría dar cátedra; por otra, la nostalgia o el desperdicio o el desaprovechamiento de la energía que mi cuerpo se acostumbró a desarrollar. ¿Dónde volcar la minuciosa atención con la que mi cuerpo aprendía y superaba sus propios límites de fuerza y flexibilidad? 

Será por eso que las pequeñas pilas de libros me dan una sensación convaleciente, como si en cualquier momento fuera a entrar una enfermera a tomarme la temperatura y la presión, a preguntar cómo me siento, si he comido, el color de la mierda, si el médico ya ha pasado a verme hoy, a ventilar la herida, a cambiar la gasa, a echar yodo, a remover hilo o ajustar las grapas, a decirme que no puede administrarme más analgésicos pero que va a preguntar. Mesa de libros junto con té, agua, caldo de pollo y las gelatinas que odio en todas sus presentaciones.

Será por eso que viajo tan poco, y si viajo es para cosas que tienen que ver con libros, lecturas o similares: los convalecientes no pueden viajar por viajar. Se "trasladan", técnicamente. Pero el movimiento sienta bien para cerrar heridas, para que la circulación no se entorpezca. Por eso los paseos en torno al cuarto como si buscara una cosa perdida definitivamente, describiendo surcos similares a los de ese tigre de López Velarde, cuya cola al chocar contra los barrotes sangra de un sólo sitio. Es la máquina soltera revolviendo sobre sí misma el espacio sin lograr abolirlo, con los mismos metros cuadrados a cuestas dentro de los que viajará toda la vida, con un reloj hecho de cicatrices, con los coágulos de la memoria encima, a punto de sufrir un ataque de esperanza.

No hay tradición sin contradicción.

En este hueco va la esperanza.

martes, 23 de abril de 2013

Mínima teoría del disfraz



Los ninjas cinematográficos son muy diferentes a los ninjas de los que tenemos noticia histórica. Todo maestro del sigilo sabe que enfundarse en una pijama negra es por lo menos sospechoso; es como disfrazarse a priori de culpable, colocarse en una situación de suma vulnerabilidad si somos descubiertos. Los verdaderos ninjas no se disfrazan: son ninjas todo el tiempo. No se quitan el disfraz de ninja y dejan de ser ninjas, simplemente no pueden dejar de ser lo que son.


A diferencia de la gente, los ninjas no deben pretender ser ninjas. La gente adopta —o cree adoptar— una personalidad, un estilo, un yo, una personae, en fin, nombres intercambiables para decir: máscara. El ninja, naturalmente, se inscribe dentro de la gran tradición de magos y falsificadores, de mercaderes de apariencias —de artistas. En la historia de Japón, durante el periodo feudal, los ninjas no eran los acróbatas que vemos corriendo por las azoteas de los palacios en las películas de Hollywood, dejando a su paso un reguero de sangre como migajas de pan; en eso se parecen los ninjas a los fantasmas: sólo podemos creer que los hemos visto, pues su arte, más que el espanto o el combate, es la desaparición.

El trabajo y el arte del o la ninja (kunoichi, en ese caso) era estar sin ser notado, era estar sin estar. Los ninjas eran tan ninjas que uno no pensaría que el jardinero o la nodriza de los hijos del shogun era en realidad un asesino entrenado física y mentalmente para estar presente en la realidad desde varios planos diferentes al mismo tiempo. El jardinero es un jardinero, que puede abrirle la garganta al shogun enemigo en caso necesario con sus instrumentos de trabajo, así como la cocinera, en el momento apropiado, tenía al alcance todos los instrumentos necesarios para eliminar a cualquier testigo. Sí, soy el ser que puede realizar labores de inteligencia, sabotaje, contrainformación y asesinato —sí, también puedo mantener en orden los jardines y participar del hanami, observando cómo se abren los cerezos, además de reportar los movimientos de los convidados del shogun. Ser ninja, por tanto, es disfrazarse de lo que verdaderamente se es. Lo que quiero decir con esta introducción —además de que me gustan los ninjas— es: el ser, para ser, se disfraza de lo que es.


El disfraz

El disfraz no es un engaño propiamente. Para que una mentira sea tal primero debe ser comprobado que se trata de una mentira; debe existir una referencia en el orden de la verdad que desacredite la mentira. En la jerga judicial a esto se le llama evidencia, algo que es visible, que al mostrar demuestra y da certeza con respecto a algo; es decir, que aporta una referencia sobre la que no recae la menor sospecha.
Sin embargo, el disfraz se inserta justamente en la grieta mínima, en la asíntota si lo prefieren, entre la verdad y la mentira, porque moviliza ambas funciones a la vez. El disfraz es una referencia de la cual no cabe dudar: ese hombre no es el diablo, es un hombre disfrazado del diablo. Estaríamos locos si durante una fiesta de Halloween pensáramos que efectivamente esa chica es una policía, este buen amigo es Napoleón y el de más allá es un jefe apache —o tal vez no estaríamos en una fiesta de disfraces sino en un manicomio, donde todas estas identidades serían asumidas y recreadas, vividas con estatuto de verdad por quienes las actúan.

Últimamente me he preguntado lo siguiente: ¿qué pasa cuando esta mujer despierta por la mañana después de un largo sueño y, sin reparar demasiado en ello, sabe que es Madonna? Tiene una agenda apretada, es cierto. Apariciones en conferencias de prensa, reuniones con gente de la disquera, sesiones de fotos, grabación de algún video, conciertos durante la noche. ¿Es que es normal que alguien se despierte y sin más sea, por poner un caso, Madonna? ¿O es que eventualmente Madonna, para ser Madonna, debe disfrazarse de Madonna?

En este caso, el disfraz es una referencia indudable: la identidad también es, en cierto sentido, disfrazarse de lo que realmente se es. Así, cada día, la ingente tropa de los hombres saca su piel del ropero: camisas, corbatas, trajes sastre, capas de maquillajes como ocultando los rastros de la escena del crimen que es todo rostro. Estamos listos para salir al mundo, para asumir el papel que cada uno juega en lo que Balzac llamaba la Comedia humana: somos el Señor Licenciado, la Señora Delegada, el Dentista, la Bailarina, la Activista de Derechos Humanos, la Estudiante, el Domador de Leones. El Ciudadano Presidente.

Pero hay algunas diferencias, sin duda. En el caso del disfraz, el exceso, o digámoslo así, el truco, debe ser lo suficientemente obvio para que otros sepan que estamos disfrazados. Por eso las fiestas de disfraces son tan divertidas para algunos: pueden hacer un poco de magia para asumir de manera inofensiva la identidad de alguien más, de un personaje o un arquetipo, dejando una diferencia mínima para que “su verdadero yo” aparezca como sugerido en las hendiduras y costuras del disfraz. Es el caso de los travestis, por ejemplo. No creo que esos machos que dicen haber notado “el paquete” justo en el último momento hayan sido engañados —no siempre, o nunca. Sin embargo, se hacen creer a sí mismos que han sido engañados; y los travestis, en su desbordante generosidad, no serían capaces de mentirles a esos hombres, es decir, de decirles la verdad.

El travesti no es un hombre que quiere ser mujer, sino un hombre que, sin dejar de ser hombre, se disfraza de mujer, hace una caricatura artística de la mujer, de un tipo de mujer suficientemente alejado de una mujer “real” para constituir un atractivo particular para algunas personas. El hombre y la mujer en el travesti no están anulados, sino tensionados. Esa tensión que muestra alternativamente uno y otro sin fundirlos ni disolverlos es la esencia del disfraz.

El disfraz nunca oculta. No es para ocultarnos que nos disfrazamos. Es para revelar algo específico, algo que sabemos de antemano y que no dejamos para el azar. En este sentido estricto, el disfraz es una trampa: está puesta ahí no para ocultar, sino para ofrecer una referencia que el otro creerá verdadera aunque nosotros sepamos que no lo es del todo. Y lo hacemos todos los días: piénsese en el disfraz que adoptamos al redactar un curriculum vitae. Como cazadores que ocultan trampas en el bosque bajo montículos de hojas o como camaleones que adoptan los colores del árbol para eludir las garras de los pájaros, en la escritura del curriculum nos disfrazamos de una versión de nosotros mismos apta para un fin particular: conseguir trabajo. No podríamos afirmar a ciencia cierta que mentimos en nuestro curriculum, pero sí sugerir que mostramos una parte específica de nuestra experiencia, una que es necesaria para la supervivencia social.

Nos dejamos a nosotros mismos escritos como un rastro que, sin ser falso, no es propiamente verdadero. Nos disfrazamos de nosotros mismos según el nosotros mismos que queremos que los demás perciban. A nuestro empleador le damos la versión que trabaja; a la chica que nos gusta le damos una versión aún más falsa. Y tal vez en raros momentos, a los amigos les mostramos una versión más cercana a los que somos cuando estamos a solas con nosotros mismos. Pero es precisamente cuando estamos con nosotros mismos que ocultarnos se vuelve más difícil. Por eso la soledad es insoportable para muchos: porque deben encarar (volverse su cara, convertirse en su propia cara, enfrentar su rostro vacío) el fin del estadio del espejo, donde el otro ya no nos da la medida de lo que somos, donde nadie nos garantiza. Si se tiene la fortuna de ser creyente religioso, podemos dejar que sea ese ente huidizo que llamamos Dios el verdadero destinatario de la escena de nuestra soledad; en el caso de, no sé, Fidel Castro, es la Historia con mayúscula el garante último de sus actos (al menos a sus propios ojos). Pero en nuestra modesta intimidad, el que somos está irremediablemente condenado a sí mismo, a adoptar una diferencia mínima con respecto a lo propio y a seguir nuestro propio juego. El otro que somos nos mira cómplice desde el espejo, observando cómo tratamos inútilmente de escondernos tras nosotros mismos.




[Publicado originalmente en Historia de la literatura ninja, columna de periodicidad no variable: azarosa, en el blog de Telecápita.]

jueves, 11 de abril de 2013

Lo que no

La fuerza de lo que no. De lo que 
en el umbral. Puertas 
del horno. El ahí del ahora. La cara 
del disfraz a medio. Panes 
quemados. Alimento de 
los fantasmas. Un aplauso. 
Una mancha de sangre. Entre 
las manos. Se acordaba. Yo 
me acuerdo. Recordar, poner 
cuerdas nuevas. Afinar un grito. Antes 
de. Umbral. Umbralarse. Meter 
la cara. Al sueño, por ejemplo. Un paso. 
Ni pequeño ni grande, pero mío.
Donde son los dragones. Por 
ejemplo. Lo aprendido. Del agua. 
Un rostro hace muecas desde. Esa piedra 
que me traje. La que tiene 
cara. La risa que le ves. Se 
ríe. Duro. Voy a poner aquí 

este espacio donde 
iba tu nombre. 

Para que el fantasma. Dejado 
aquí. A sus anchas. Me acuerdo. 
Aquí va. 
Donde no.

lunes, 8 de abril de 2013

The hornet


a DGI
There isn't a hornet humming in the top of my name,
I'm not a fool, woman.
But sometimes when you call me
I see these yellow dashes bove the corners
of my eye, and these cellophan wings scratching
the thin layers of breath among us, and your mouth
pierced with needles and the terrible sound
of this hornet humming fiercely hind your closed lips.

(Soñado entre Saltillo y Matehuala, 6 de abril.)