Llevo una piedra bajo la lengua y otra entre dos dedos. Si hablo, me trago una; si duermo, tiro la otra. Pierdo de ambas formas. Una piedra es un secreto, la otra es un sueño.
Nada me impide deshacerme de ambas piedras, pero no soy libre de tirarlas. El secreto consiste en conservarlas y perderlas a la vez, secreto que se revela a través de un sueño.
Hay que soñar sin soltar la piedra. Estar despierto y dormido a la vez. Decir el secreto que se sueña y grabarlo en la piedra.
Al despertar, leer la piedra. Ella te dará otro secreto y otro sueño. Y claro, dos piedras nuevas, que no eres libre de tomar o no tomar. En realidad no importa que las tomes o no. Ambas piedras te pertenecen, la del secreto y la de sueño, pero nunca sabrás qué hacer con ellas.
La decisión es absolutamente irrelevante, pero no eres libre de no decidir: debes decidir incluso decidir no decidir. De pronto estás despierto y tienes una piedra en la lengua, que se disuelve. Has estado aquí antes, y sabes que lo olvidarás apenas despertar. Está bien. Como si la vida fuera el sueño que soñamos en el momento de morir.
Todo lo que veo es parte de un sueño o lo será. No me es dado descifrar el secreto, pero es necesario que conviva con él, que aprenda de su silencio de piedra, que utilice su idioma inventado. Y de pronto la piedra caerá de mi mano. Listo, no hay que matar a nadie ni seguir vigilando. Podemos morir. Ya está hecho. Podemos desaparecer, que es una forma de soñar en voz baja: en el rumor de la piedra que imita el rumor del libro.
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lunes, 26 de septiembre de 2011
Piedra es perder
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Javier Raya
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sábado, 17 de septiembre de 2011
Jurar sobre la tumba de un caballo muerto
Uno de mis primeros empleos fue haciendo corrección de estilo para un periódico fundado y cerrado poco después por cierto político de provincias para impulsar su fallida candidatura. Lo mejor que me pasó ahí fue obtener un cheque de liquidación, con el cuál hice un pequeño viaje. Esa noche me informé sobre cómo llegar a Real de Catorce y a la mañana siguiente, al amanecer, me fui.
De Real no me atraían las drogas (el único peyote que vi durante mis días en el pueblo estaba como adorno dentrto de una maceta, en una pequeña tienda de baratijas). Me atraía el desierto, la experiencia del desierto. Era el 2005, tenía 20 años y estaba atorado con la redacción de mi segundo cuaderno de poemas. Por alguna razón pensé que en el desierto podría dedicarme a escribir durante un par de semanas, así que M. me llevó a la terminal de autobuses, de donde salí en un camión hacia San Luis Potosí, de ahí a Matehuala bordeando las montañas y luego en otro camión hasta la entrada a Real de Catorce.
El túnel era impresionante. Podría googlear el nombre del túnel o ver mis cuadernos de esa época, pero prefiero quedarme con la imagen de un túnel largo y oscuro, anónimo en su peso abstracto de garganta ciega, de montaña sostenida con varillas apenas unos metros por encima de mi cabeza, como anónima la hora o poco más que tarda el destartalado autobús en cruzar de la oscuridad a la plena luz de un pueblo abandonado. Relativo el tiempo en la angustia, en el encierro, se sabe. Un poco, imagino, como nacer.
He tratado de contar esta historia varias veces desde entonces y la verdad no se me ha dado bien. Hay una tendencia exagerada a contar con imágenes, las cuáles a la distancia me parecen demasiado irreales para ser creídas, como la descripción anterior del túnel. Es lo que digo cuando digo que en el lugar de los eventos coloco la escritura, porque si contara los eventos que me ocurren tal como ocurrieron nadie me creería. El túnel cualquiera puede constatarlo, pero progresivamente la historia va tomando un tono que ni a mí me convence. Dudo de la existencia de algunos eventos, del nombre de algunos personajes y del tiempo total que pasé en Real de Catorce. A veces me parecen un par de días, a veces se sienten como meses. Me tomaré todo el espacio necesario para contarla, además, esperando que el lector se canse de leer en pantalla y la abandone. Que deje encerrado al desierto dentro del desierto.
Del primer día recuerdo cuánto me impresionó lo pequeño del pueblo, un par de calles polvosas como líneas en una mano muy seca. Me conseguí el cuarto más barato que encontré y salí a comer. No recuerdo bien a bien la comida de los demás días, pero el primer día comí en un restaurante italiano para turistas: berenjenas con ajo, filete y vino tinto. Las berenjenas estaban bien, y casi puedo decir que fueron las mejores que comí nunca. El vino era pésimo. Al bajar la tarde me senté en un barranco donde el pueblo termina y comienza el desierto. Con el sol doblándose, recuerdo el desierto azul, pero es un detalle que no puedo confirmar, o puede tratarse de que confundía el desierto con el cielo. Recuerdo mucho mejor, en cambio, la sensación de frío inmediato cuando el sol dejó de verse tras una montaña. Fue como un apagador de luz para activar el frío. Ya. Ahí. Justo entonces Montalvo subió por el barranco.
No recuerdo el nombre de mucha gente; practico la cortesía como una manera de mantener a la gente a la distancia: descubrí que mientras más amable eres, más inaccesible te vuelves. Funciona por un tiempo, claro. Pero con Montalvo pasó que se hizo mi amigo en cuestión de minutos. Es una de las personas de ese tiempo que genuinamente extraño. Era brasileño, chamán según su propia descripción y artesano como descubrí con los días. En un portuñol bastante torpe dimos a entender un agradecimiento común: estábamos de lo más felices de estar, cada quien por sus razones, justo en medio de la nada.
La "nada", con todo, no describe precisamente a Real. Puedo describir Real de Catorce como un vagón de tren que se quedó varado y luego fue acondicionado para atraer turistas. Nunca entré a la iglesia del lugar, pero era común ver a viajeros, turistas y hippies de todas nacionalidades en train de la iluminación, menos en la iglesia que en las plazas o en las dos o tres cantinas, planeando expediciones nocturnas al desierto, rentando caballos o apalabrando camionetas. La gente va por el peyote. "Peyote solidities", que decía Ginsberg. La experiencia de la soledad delirante de hikuri, como llaman en lengua huichol al peyote. El venado azul, el ciervo vulnerado que elige a su cazador.
Mi experiencia mística, para pronta decepción del lector, fue la del tiempo: tener todo este tiempo para escribir. Recuerdo que la mano me dolía después de estar sentado unas diez horas diarias durante días escribiendo en los cuadernos blancos que llevé. Terminé el poemario, que no valía nada ni entonces ni ahora, y tomé muchas notas para una novela la cual, por supuesto, nunca publicaré. Después de escribir unas horas en la mañana bajaba a buscar algo de comer, y siendo el pueblo tan pequeño no había necesidad de que Montalvo y yo nos pusiéramos de acuerdo sobre la hora y el lugar para vernos. Simplemente bajaba, andaba un poco y ahí estaba, en su puesto portátil de collares y pulseras, el cuál recogía para que fuéramos a comer a la cantina. No lo vi beber nunca, eso sí. De él recuerdo realmente su risa, su acento indistinguible ya como marca de ninguna nacionalidad, sus rastas muy largas y sus dientes de caballo. Fue en la cantina donde conocimos a un par de músicos gringos. Montalvo juraba que podía hablar inglés, but basically I did the talking.
No es que hubiera demasiado que contar tampoco. Con los músicos nos quedábamos en la plaza (si a esa plancha pavimentada puede llamársele plaza o kiosco) tocando canciones hasta que un policía (si a esos gordos desagradables puede llamárseles policías) llegaba y amenazaba con arrestarnos si no bajábamos el volumen. Según entendí, el único crimen realmente grave tenía que ver con portar o transportar peyote. Entiendo que además de que su consumo es ilegal fuera de las comunidades que practican ritos religiosos en torno a él (pues las comunidades huicholas están protegidas por el artículo 24 de la constitución mexicana [¿por qué coño sé eso?] con respecto a la libertad de culto), resulta que es una especie vegetal en extinción, protegida por algún elegante tratado conservacionista, por lo que la multa puede ser muy costosa. No sé. El caso es que regresaba borracho de madrugada al cuarto que rentaba y me ponía a escribir unas cuatro o cinco horas más, hasta que amanecía y caía rendido. Hasta que comenzaba otra vez. Así por días.
No recuerdo cuándo fue que Montalvo y yo conocimos al matrimonio McComb. Helen y Rudolph McComb eran una pareja de jubilados escoceses que recorrían el mundo en sus años dorados. Recuerdo que Rud me dio la tarjeta de su negocio de compra y venta de autos usados, misma que debí perder en alguna mudanza. Con ellos fuimos a ver las minas abandonadas. Como no es difícil investigar, Real de Catorce fue un pueblo minero que se quedó sin minas, o propiamente, sin metales qué explotar. De la mina recuerdo un agujero donde tirabas una piedra y tardaba varios segundos en caer, provocando un eco atroz, aunque infernal no sería un calificativo inapropiado. Igual que con Montalvo, nunca nos poníamos de acuerdo para ver a los McComb, y simplemente nos encontrábamos. Por eso mismo no hubo manera de despedirse. Y qué mejor.
Parece que esa estrategia le funciona bastante bien a Montalvo. Decía tener unos 37 años, pero aparentaba muchos menos. Había una chica en el pueblo (qué clase de historia sería esta si no hubiera por lo menos una chica), con la cuál, en un viaje previo, había tenido el buen tino de hacer un recuerdo en la trastienda del negocio de souvenires de la chica. El recuerdo se llamaba Kin y tenía seis años. No podría decir que heredó los dientes de caballo de su padre, pero el parecido era innegable. Y no era que tratara de negarse nada, realmente. Durante los últimos días en Real pasamos mucho tiempo con Kin, que iba y venía del negocio de su madre hasta el puesto callejero de su padre, en el cuál estaba yo temporalmente empleado. O para decirlo en jerga corporativa, "en capacitación".
Habrán sido unos cinco o seis días que viví virtualmente de lo que vendíamos en el puesto, además de ahorrar un poco para rentar un caballo y hacer alguna expedición al desierto. Resulta que tengo talento para tejer collares, pulseras y complicadas gargantillas de alambre, habilidad que está más que sepultada hoy en día. Un día mientras tejía algo con un hilo transparente, plástico y elástico, llegó un actor de Hollywood haciendo el papel de turista. Con las cosas que hice y vi durante esos días, mismas que me reservaré al igual que el nombre del actor, me pareció de lo más natural ver pasar frente a mí a alguien que acababa de ver recientemente en alguna película. You're an actor, le dije, seguido de su nombre propio. Tuvo un pequeño pero significativo gesto de pánico y asintió. Sonreí y volví a lo mío. Preguntó por alguna cosa pero no compró nada. ¿Se habrá decepcionado de que no le pidiera un autógrafo? ¿Será que fue, como yo, a desaparecer, y confrontado con su nombre propio reapareció de pronto en medio de la calle polvosa de un viejo pueblo mexicano?
¿Será que este post se está extendiendo demasiado? Bueno, para la brevedad está Twitter, dirían los puristas. Pero esta no es una historia breve, aunque estoy descontando muchos episodios por que temo enterarme, al escribirlos, de que realmente nunca ocurrieran.
Tuve que escapar de mi lugar de escape. Un repentino momento de desesperación fue sucedido por una extraña sensación de libertad, naturalmente, en sentido existencialista: el ser es ser frente a la situación. Montalvo se iría más al norte, probablemente a la frontera, y me sugirió que lo acompañara. Me negué, por M. Cuando me di cuenta de que me hubiera gustado que M. estuviese ahí conmigo, sintiendo ese frío que se activa automáticamente cuando cae el sol, caminando por el desierto, cuando terminé el collar que hice para ella (con una enorme piedra morada cuyo nombre, claro, he olvidado) supe, pues, que era hora de volver. Además de que un evento inesperado apresuró mi salida del pueblo. Encontré a Montalvo cerca del túnel, antes del amanecer. Vio mis manos, mi prisa, mi mochila y mi sombrero y comprendió todo. Montalvo me dijo "vengo". Entendí que era un modo cortés de despedirse.
Atravesar el túnel a pie me dejó bastante agotado. Me sentía muy ridículo con el sombrero que usaba en Real, pero agradecí llevarlo mientras caminaba por la carretera, con el pulgar hacia el cielo como había visto en las películas o leído en las historias sobre Neal Cassady o Jack Kerouac. Salí del pueblo después del amanecer y para medio día aún no conseguía aventón. Mi prisa se debía a que mis perseguidores me dieran alcance. Llegué a pensar que el autostop era una suerte de guiño entre iniciados, y que un novato como yo simplemente no tenía cupo en una cofradía de autoestopistas mundiales y secretos. Afortunadamente una pick up se detuvo. En esta parte del camino de este largo post voy a esconder todo lo que extraño a Mauya, mientras subo a la camioneta por la carretera empinada que baja de Real, al amanecer. Dudo que alguien haya llegado hasta aquí, así que voy a poner aquí el nombre de Mauya, que naturalmente no es el nombre de Mauya ni de la M. del principio ni el final de esta historia, sino simplemente un animal de desierto, un bellísimo animal humano, la hembra que me falta todos los días. Y junto al nombre de Mauya, mientras recuerdo la línea recortada de las montañas contra el cielo de mediodía desde una pick up en el desierto, voy a enterrar toda esperanza de verla otra vez. Voy a darla tan perdida como la novela que escribí en Real de Catorce y quemé hace poco, al prepararme para esta última mudanza. Voy a soportar pensando que su cuerpo y su voz son tan irreales como el caballo que renté para una breve incursión al desierto, el cuál de pronto se desplomó, muerto, en medio, ahora sí, de la nada. Voy a suponer que Mauya es tan irreal como la víbora o el alacrán que no vi que picara al caballo. Que Mauya es tan etérea como el peso del silencio en la noche del desierto. Que Mauya es una luz que no cesa, como las estrellas detenidas en una luz que tampoco existe, pero que existió, hace millones de años, fija en su insistencia de brillar, fijas como las patas del caballo en la rigidez de la muerte, con las moscas que se filtraban zumbándole por la nariz y los ojos mientras yo cavaba en la dura arena con mis manos peladas una tumba, con las montañas alrededor y los fálicos cactos. Que Mauya es tan irreal, en suma, como esta historia.
Me quedé en Matehuala un par de horas para comer algo y volví a la carretera. Recuerdo llegar a San Luis Potosí ya de noche, en otra pick up, sosteniendo instintivamente mi sombrero con una mano mientras trataba de dormir. Recuerdo el frío de la carretera, pero sobre todo las estrellas. Un viaje al norte en esas condiciones sería en estos días algo poco recomendable por la peligrosidad que han tomado los caminos de unos años a la fecha. Sería por lo menos tardado, mucho más, debido a los retenes militares; pero entonces, hace seis años no sólo era posible, sino necesario. No sé cómo ve las estrellas la gente en un viaje de peyote, y no sé si frente a la violencia de estos días la gente podrá volver a viajar tranquila durante la noche por las carreteras del norte, o será que el narco ha secuestrado también el desierto, y junto al desierto, el cielo del desierto y las estrellas, pero a mi me bastan las estrellas tal como son, lo que es decir, como las recuerdo.
No sé por qué conté esta historia justo hoy, justo ahora. Tal vez porque hace justo un año aterricé en Tijuana, a donde pensé volver este año, pero me fue imposible. Tengo pequeños cuadernos de todos los viajes que he hecho desde los 14 años, cuando viajaba con un maletín que contenía mi libreta de dibujo (la razón por la que dejé de dibujar merecería un post aparte), algunos cómics, algún libro, libreta para escribir, lápices de diversos tipos y plumas de tinta china. Ese es el problema de no recordar por qué cuenta uno las cosas. ¿Conté Real debido a mi imposibilidad de contar Tijuana? ¿Conté Real por el embrujo reciente que dejaron en mi J. y D. R. con sus historias de iroqueses y cantos, y cuyos nombres entierro también, aquí, en las arenas del texto, en el lugar de la absoluta hospitalidad? ¿Conté Real porque no es real? Conté Taxco hace poco. Tengo muchos apuntes de Xalapa, otros numerosos de mi temporada chiapaneca y otros del tiempo que me disloqué el hombro surfeando en el Pacífico, cuando pensaba que no volvería nunca a la ciudad. Nunca he salido del país. Nunca ha sido necesario, y con todo j'ai connu chaque fils de famille! Recuerdo que M. me recogió en la terminal cuando volví de Real. Una señora me prestó unas monedas para poder llamarla y que fuera por mí. Es una deuda que recuerdo constantemente, no sé por qué, como si debiera buscar por el mundo a esa señora para devolverle sus cinco pesos.
Cuando digo que no sé algo, es por que en el fondo lo sé, pero sencillamente no quiero desarrollarlo. Conté esta historia para que D. la lea, aunque sé que es muy poco probable que lo haga. Conté esta historia porque la extraño. Porque hay que contar cosas aunque no se sepa bien a bien ni por qué ni a quién las cuenta uno. No sé. Lo que sí sé es que juré sobre la tumba de un caballo muerto no viajar si no tenía algo que hacer en el sitio al que viajo, lo cuál ha funcionado muy bien hasta ahora. Nunca seré turista, lo sé. Y claro, sobre la tumba de ese caballo muerto juré tampoco volver a usar sombreros después de llegar a casa. Y no lo he hecho desde entonces.
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De Real no me atraían las drogas (el único peyote que vi durante mis días en el pueblo estaba como adorno dentrto de una maceta, en una pequeña tienda de baratijas). Me atraía el desierto, la experiencia del desierto. Era el 2005, tenía 20 años y estaba atorado con la redacción de mi segundo cuaderno de poemas. Por alguna razón pensé que en el desierto podría dedicarme a escribir durante un par de semanas, así que M. me llevó a la terminal de autobuses, de donde salí en un camión hacia San Luis Potosí, de ahí a Matehuala bordeando las montañas y luego en otro camión hasta la entrada a Real de Catorce.
El túnel era impresionante. Podría googlear el nombre del túnel o ver mis cuadernos de esa época, pero prefiero quedarme con la imagen de un túnel largo y oscuro, anónimo en su peso abstracto de garganta ciega, de montaña sostenida con varillas apenas unos metros por encima de mi cabeza, como anónima la hora o poco más que tarda el destartalado autobús en cruzar de la oscuridad a la plena luz de un pueblo abandonado. Relativo el tiempo en la angustia, en el encierro, se sabe. Un poco, imagino, como nacer.
He tratado de contar esta historia varias veces desde entonces y la verdad no se me ha dado bien. Hay una tendencia exagerada a contar con imágenes, las cuáles a la distancia me parecen demasiado irreales para ser creídas, como la descripción anterior del túnel. Es lo que digo cuando digo que en el lugar de los eventos coloco la escritura, porque si contara los eventos que me ocurren tal como ocurrieron nadie me creería. El túnel cualquiera puede constatarlo, pero progresivamente la historia va tomando un tono que ni a mí me convence. Dudo de la existencia de algunos eventos, del nombre de algunos personajes y del tiempo total que pasé en Real de Catorce. A veces me parecen un par de días, a veces se sienten como meses. Me tomaré todo el espacio necesario para contarla, además, esperando que el lector se canse de leer en pantalla y la abandone. Que deje encerrado al desierto dentro del desierto.
Del primer día recuerdo cuánto me impresionó lo pequeño del pueblo, un par de calles polvosas como líneas en una mano muy seca. Me conseguí el cuarto más barato que encontré y salí a comer. No recuerdo bien a bien la comida de los demás días, pero el primer día comí en un restaurante italiano para turistas: berenjenas con ajo, filete y vino tinto. Las berenjenas estaban bien, y casi puedo decir que fueron las mejores que comí nunca. El vino era pésimo. Al bajar la tarde me senté en un barranco donde el pueblo termina y comienza el desierto. Con el sol doblándose, recuerdo el desierto azul, pero es un detalle que no puedo confirmar, o puede tratarse de que confundía el desierto con el cielo. Recuerdo mucho mejor, en cambio, la sensación de frío inmediato cuando el sol dejó de verse tras una montaña. Fue como un apagador de luz para activar el frío. Ya. Ahí. Justo entonces Montalvo subió por el barranco.
No recuerdo el nombre de mucha gente; practico la cortesía como una manera de mantener a la gente a la distancia: descubrí que mientras más amable eres, más inaccesible te vuelves. Funciona por un tiempo, claro. Pero con Montalvo pasó que se hizo mi amigo en cuestión de minutos. Es una de las personas de ese tiempo que genuinamente extraño. Era brasileño, chamán según su propia descripción y artesano como descubrí con los días. En un portuñol bastante torpe dimos a entender un agradecimiento común: estábamos de lo más felices de estar, cada quien por sus razones, justo en medio de la nada.
La "nada", con todo, no describe precisamente a Real. Puedo describir Real de Catorce como un vagón de tren que se quedó varado y luego fue acondicionado para atraer turistas. Nunca entré a la iglesia del lugar, pero era común ver a viajeros, turistas y hippies de todas nacionalidades en train de la iluminación, menos en la iglesia que en las plazas o en las dos o tres cantinas, planeando expediciones nocturnas al desierto, rentando caballos o apalabrando camionetas. La gente va por el peyote. "Peyote solidities", que decía Ginsberg. La experiencia de la soledad delirante de hikuri, como llaman en lengua huichol al peyote. El venado azul, el ciervo vulnerado que elige a su cazador.
Mi experiencia mística, para pronta decepción del lector, fue la del tiempo: tener todo este tiempo para escribir. Recuerdo que la mano me dolía después de estar sentado unas diez horas diarias durante días escribiendo en los cuadernos blancos que llevé. Terminé el poemario, que no valía nada ni entonces ni ahora, y tomé muchas notas para una novela la cual, por supuesto, nunca publicaré. Después de escribir unas horas en la mañana bajaba a buscar algo de comer, y siendo el pueblo tan pequeño no había necesidad de que Montalvo y yo nos pusiéramos de acuerdo sobre la hora y el lugar para vernos. Simplemente bajaba, andaba un poco y ahí estaba, en su puesto portátil de collares y pulseras, el cuál recogía para que fuéramos a comer a la cantina. No lo vi beber nunca, eso sí. De él recuerdo realmente su risa, su acento indistinguible ya como marca de ninguna nacionalidad, sus rastas muy largas y sus dientes de caballo. Fue en la cantina donde conocimos a un par de músicos gringos. Montalvo juraba que podía hablar inglés, but basically I did the talking.
No es que hubiera demasiado que contar tampoco. Con los músicos nos quedábamos en la plaza (si a esa plancha pavimentada puede llamársele plaza o kiosco) tocando canciones hasta que un policía (si a esos gordos desagradables puede llamárseles policías) llegaba y amenazaba con arrestarnos si no bajábamos el volumen. Según entendí, el único crimen realmente grave tenía que ver con portar o transportar peyote. Entiendo que además de que su consumo es ilegal fuera de las comunidades que practican ritos religiosos en torno a él (pues las comunidades huicholas están protegidas por el artículo 24 de la constitución mexicana [¿por qué coño sé eso?] con respecto a la libertad de culto), resulta que es una especie vegetal en extinción, protegida por algún elegante tratado conservacionista, por lo que la multa puede ser muy costosa. No sé. El caso es que regresaba borracho de madrugada al cuarto que rentaba y me ponía a escribir unas cuatro o cinco horas más, hasta que amanecía y caía rendido. Hasta que comenzaba otra vez. Así por días.
No recuerdo cuándo fue que Montalvo y yo conocimos al matrimonio McComb. Helen y Rudolph McComb eran una pareja de jubilados escoceses que recorrían el mundo en sus años dorados. Recuerdo que Rud me dio la tarjeta de su negocio de compra y venta de autos usados, misma que debí perder en alguna mudanza. Con ellos fuimos a ver las minas abandonadas. Como no es difícil investigar, Real de Catorce fue un pueblo minero que se quedó sin minas, o propiamente, sin metales qué explotar. De la mina recuerdo un agujero donde tirabas una piedra y tardaba varios segundos en caer, provocando un eco atroz, aunque infernal no sería un calificativo inapropiado. Igual que con Montalvo, nunca nos poníamos de acuerdo para ver a los McComb, y simplemente nos encontrábamos. Por eso mismo no hubo manera de despedirse. Y qué mejor.
Parece que esa estrategia le funciona bastante bien a Montalvo. Decía tener unos 37 años, pero aparentaba muchos menos. Había una chica en el pueblo (qué clase de historia sería esta si no hubiera por lo menos una chica), con la cuál, en un viaje previo, había tenido el buen tino de hacer un recuerdo en la trastienda del negocio de souvenires de la chica. El recuerdo se llamaba Kin y tenía seis años. No podría decir que heredó los dientes de caballo de su padre, pero el parecido era innegable. Y no era que tratara de negarse nada, realmente. Durante los últimos días en Real pasamos mucho tiempo con Kin, que iba y venía del negocio de su madre hasta el puesto callejero de su padre, en el cuál estaba yo temporalmente empleado. O para decirlo en jerga corporativa, "en capacitación".
Habrán sido unos cinco o seis días que viví virtualmente de lo que vendíamos en el puesto, además de ahorrar un poco para rentar un caballo y hacer alguna expedición al desierto. Resulta que tengo talento para tejer collares, pulseras y complicadas gargantillas de alambre, habilidad que está más que sepultada hoy en día. Un día mientras tejía algo con un hilo transparente, plástico y elástico, llegó un actor de Hollywood haciendo el papel de turista. Con las cosas que hice y vi durante esos días, mismas que me reservaré al igual que el nombre del actor, me pareció de lo más natural ver pasar frente a mí a alguien que acababa de ver recientemente en alguna película. You're an actor, le dije, seguido de su nombre propio. Tuvo un pequeño pero significativo gesto de pánico y asintió. Sonreí y volví a lo mío. Preguntó por alguna cosa pero no compró nada. ¿Se habrá decepcionado de que no le pidiera un autógrafo? ¿Será que fue, como yo, a desaparecer, y confrontado con su nombre propio reapareció de pronto en medio de la calle polvosa de un viejo pueblo mexicano?
¿Será que este post se está extendiendo demasiado? Bueno, para la brevedad está Twitter, dirían los puristas. Pero esta no es una historia breve, aunque estoy descontando muchos episodios por que temo enterarme, al escribirlos, de que realmente nunca ocurrieran.
Tuve que escapar de mi lugar de escape. Un repentino momento de desesperación fue sucedido por una extraña sensación de libertad, naturalmente, en sentido existencialista: el ser es ser frente a la situación. Montalvo se iría más al norte, probablemente a la frontera, y me sugirió que lo acompañara. Me negué, por M. Cuando me di cuenta de que me hubiera gustado que M. estuviese ahí conmigo, sintiendo ese frío que se activa automáticamente cuando cae el sol, caminando por el desierto, cuando terminé el collar que hice para ella (con una enorme piedra morada cuyo nombre, claro, he olvidado) supe, pues, que era hora de volver. Además de que un evento inesperado apresuró mi salida del pueblo. Encontré a Montalvo cerca del túnel, antes del amanecer. Vio mis manos, mi prisa, mi mochila y mi sombrero y comprendió todo. Montalvo me dijo "vengo". Entendí que era un modo cortés de despedirse.
Atravesar el túnel a pie me dejó bastante agotado. Me sentía muy ridículo con el sombrero que usaba en Real, pero agradecí llevarlo mientras caminaba por la carretera, con el pulgar hacia el cielo como había visto en las películas o leído en las historias sobre Neal Cassady o Jack Kerouac. Salí del pueblo después del amanecer y para medio día aún no conseguía aventón. Mi prisa se debía a que mis perseguidores me dieran alcance. Llegué a pensar que el autostop era una suerte de guiño entre iniciados, y que un novato como yo simplemente no tenía cupo en una cofradía de autoestopistas mundiales y secretos. Afortunadamente una pick up se detuvo. En esta parte del camino de este largo post voy a esconder todo lo que extraño a Mauya, mientras subo a la camioneta por la carretera empinada que baja de Real, al amanecer. Dudo que alguien haya llegado hasta aquí, así que voy a poner aquí el nombre de Mauya, que naturalmente no es el nombre de Mauya ni de la M. del principio ni el final de esta historia, sino simplemente un animal de desierto, un bellísimo animal humano, la hembra que me falta todos los días. Y junto al nombre de Mauya, mientras recuerdo la línea recortada de las montañas contra el cielo de mediodía desde una pick up en el desierto, voy a enterrar toda esperanza de verla otra vez. Voy a darla tan perdida como la novela que escribí en Real de Catorce y quemé hace poco, al prepararme para esta última mudanza. Voy a soportar pensando que su cuerpo y su voz son tan irreales como el caballo que renté para una breve incursión al desierto, el cuál de pronto se desplomó, muerto, en medio, ahora sí, de la nada. Voy a suponer que Mauya es tan irreal como la víbora o el alacrán que no vi que picara al caballo. Que Mauya es tan etérea como el peso del silencio en la noche del desierto. Que Mauya es una luz que no cesa, como las estrellas detenidas en una luz que tampoco existe, pero que existió, hace millones de años, fija en su insistencia de brillar, fijas como las patas del caballo en la rigidez de la muerte, con las moscas que se filtraban zumbándole por la nariz y los ojos mientras yo cavaba en la dura arena con mis manos peladas una tumba, con las montañas alrededor y los fálicos cactos. Que Mauya es tan irreal, en suma, como esta historia.
Me quedé en Matehuala un par de horas para comer algo y volví a la carretera. Recuerdo llegar a San Luis Potosí ya de noche, en otra pick up, sosteniendo instintivamente mi sombrero con una mano mientras trataba de dormir. Recuerdo el frío de la carretera, pero sobre todo las estrellas. Un viaje al norte en esas condiciones sería en estos días algo poco recomendable por la peligrosidad que han tomado los caminos de unos años a la fecha. Sería por lo menos tardado, mucho más, debido a los retenes militares; pero entonces, hace seis años no sólo era posible, sino necesario. No sé cómo ve las estrellas la gente en un viaje de peyote, y no sé si frente a la violencia de estos días la gente podrá volver a viajar tranquila durante la noche por las carreteras del norte, o será que el narco ha secuestrado también el desierto, y junto al desierto, el cielo del desierto y las estrellas, pero a mi me bastan las estrellas tal como son, lo que es decir, como las recuerdo.
No sé por qué conté esta historia justo hoy, justo ahora. Tal vez porque hace justo un año aterricé en Tijuana, a donde pensé volver este año, pero me fue imposible. Tengo pequeños cuadernos de todos los viajes que he hecho desde los 14 años, cuando viajaba con un maletín que contenía mi libreta de dibujo (la razón por la que dejé de dibujar merecería un post aparte), algunos cómics, algún libro, libreta para escribir, lápices de diversos tipos y plumas de tinta china. Ese es el problema de no recordar por qué cuenta uno las cosas. ¿Conté Real debido a mi imposibilidad de contar Tijuana? ¿Conté Real por el embrujo reciente que dejaron en mi J. y D. R. con sus historias de iroqueses y cantos, y cuyos nombres entierro también, aquí, en las arenas del texto, en el lugar de la absoluta hospitalidad? ¿Conté Real porque no es real? Conté Taxco hace poco. Tengo muchos apuntes de Xalapa, otros numerosos de mi temporada chiapaneca y otros del tiempo que me disloqué el hombro surfeando en el Pacífico, cuando pensaba que no volvería nunca a la ciudad. Nunca he salido del país. Nunca ha sido necesario, y con todo j'ai connu chaque fils de famille! Recuerdo que M. me recogió en la terminal cuando volví de Real. Una señora me prestó unas monedas para poder llamarla y que fuera por mí. Es una deuda que recuerdo constantemente, no sé por qué, como si debiera buscar por el mundo a esa señora para devolverle sus cinco pesos.
Cuando digo que no sé algo, es por que en el fondo lo sé, pero sencillamente no quiero desarrollarlo. Conté esta historia para que D. la lea, aunque sé que es muy poco probable que lo haga. Conté esta historia porque la extraño. Porque hay que contar cosas aunque no se sepa bien a bien ni por qué ni a quién las cuenta uno. No sé. Lo que sí sé es que juré sobre la tumba de un caballo muerto no viajar si no tenía algo que hacer en el sitio al que viajo, lo cuál ha funcionado muy bien hasta ahora. Nunca seré turista, lo sé. Y claro, sobre la tumba de ese caballo muerto juré tampoco volver a usar sombreros después de llegar a casa. Y no lo he hecho desde entonces.
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domingo, 4 de septiembre de 2011
Iniciales
, Hay que escribir sólo para forzarse a escribir. La musiquilla, este pataleo de teclas, este ronroneo. Hay algo animal a respecto de los dedos cuando se escriben: hacen formas modestamente salvajes, como pulpos o arañas. Obvia, la imagen, pero es cierto. Algo inicia siempre cuando se escribe, aunque no importe. Escribo, hoy, porque no tengo nada que decir. Pero hacerlo es sumamente importante.
, Leo un cuaderno del 2009: quise mucho a E. Me dolió mucho que nos distanciáramos. Hay muchas iniciales en mi cabeza estos días: toda la falta que me hace D.; todo lo irreparable que quedará con M.; todo lo que odio a la otra M.; los textos que quiero comentarle a R.; los encargos secretos de C. que me emocionan y para los que no hallo tiempo. E.T.C. En este sentido, no seré nunca un hombre de letras; a lo mucho, de unas pocas iniciales.
, En el 2009 vivía donde me dejaban quedarme. Pocas veces me faltó de comer, pero a veces me faltó. Tenía miedo, pero no sé a qué. K. fue decisiva en ese proceso. Ella, la Woolf, y P. Ese año escribí en casa de G. Por los rasgos una bayoneta, cuyos ejemplares acabo de recibir esta misma semana. D. me ayudó a corregirlos. Oye: nos quedó bien. Gracias.
, Hoy terminé de releer El proceso, donde, justamente, el protagonista es una inicial. Recuerdo de cierta carta de Kafka donde dice que un libro no debe darnos felicidad, sino algo así como un golpe en la cabeza. Lo recuerdo espontáneamente, a cuento de nada. Esta relectura fue sustanciosa porque pude corroborarla con los comentarios de Elias Canetti sobre la correspondencia de Kafka con Felice Bauer; el germen de El proceso está ahí, en ese otro proceso de verse no como agente de la propia vida, sino como confluencia de las determinaciones externas. Una vida como un accidente. De tránsito, claro. Como Ch. que llega y me reclama alguna cosa. ¿Qué manía de vivir con gente? Había sido un fin de semana tan pacífico. ¿Preferiría a la señora Grubach? Sin duda no. Pero hasta ahora había honrado ese dictum kafkiano este domingo de lluvia:
, Así, muy quieto y muy solo me quedé todo el día frente a mi mesa, con valientes irrupciones en la cama sólo para estirar la espalda un poco. El mundo no se me reveló ciertamente, pero cumplí con mi parte. Tal vez mañana. ¿Escribir no es estar a la espera, a disponibilidad, como ponen en las cartillas militares, sencillamente, a que tal vez mañana ocurra en esta misma mesa algo de la talla de un ofrecimiento? ¿Que, si uno hace su parte y se pone en su mesa, el mundo, o tal vez algo más modesto, una huella o inicial, se ofrezca frente a nosotros?
, Lo de estar muy solo realmente no fue tan exacto: desde hace días vienen cuatro o cinco albañiles a hacer reparaciones por todas partes. Le conté a F. la historia de la señora Winchester, que, temiendo que los espíritus de los muertos por el fatal invento de su esposo vinieran a cobrarse con ella, por consejo de una bruja tenía día y noche a gente en su casa haciendo reparaciones. Una noche particularmente lluviosa, como esta misma en DF, aunque la de ella ocurriese en Texas, creo, los obreros tuvieron que suspender las labores nocturnas y la señora Winchester murió. Pero a diferencia de ella, mi carácter me lleva a preferir mil veces a los fantasmas que a las personas; al menos aquellos son infinitamente sutiles en sus, así llamadas, manifestaciones, mientras que estas otras no hacen sino manifestarse. Sí: espontáneamente me siento más cerca de los fantasmas que de las personas, por la sencilla razón de que su manera de estar es un no estando en voz alta.
, A sugerencia de E. de G. le di la plaquette a D.H., con singular vergüenza. Hace un par de años, Raúl Zurita se decepcionó modestamente, o simplemente se sonrió decimonónicamente, cuando le dije que no había publicado aún en forma de libro. Se decepcionó porque fue más como salir de su radar antes de haber entrado del todo. Ese mismo día conocí a J., mi querida abuela, quien me regaló su libro apenas conocerme. Secretamente creí desde entonces que había que escribir libros sólo para regalarlos. Ayer le di una plaquette a S. y me sentí tranquilo de que no pidiera dedicatoria. Una cortesía muy rara opera en ese ritual. Una vez lo discutí con C., en un parque mientras bebíamos whisky en botellas de agua mineral: ¿se debe leer la dedicatoria en presencia del autor o no? Hay dedicatorias medio forzadas, cabe aclarar. V. descubrió una hace poco en un librito mío de JEP, por ejemplo. Aunque las hay gratas y abundantes, como las de Y. La que le hice a D.H., ruborizado y bajo una lluvia aún más feroz que esta, que ya escampa, decía "Tenga piedad", pero lo que quise decir fue "misericordia." La diferencia es que la piedad es el trato con lo otro, lo cuál, como gran lector, encontrará acaso aburrido con mi librito, pero no problemático; y la misericordia, en cambio, es en primera instancia una apelación al sufrir compartido, a la compasión, a decir "mire que fue lo mejor que pude hacer. Sea benévolo. No me condene tan pronto." Aunque, como vemos en el caso de Josef K., la condena depende de cuántas cosas ajenas a nosotros. Yo me ahorro el proceso, gracias: soy culpable de mi librito.
, M.P. me dio una excelente noticia esta semana: viene pronto J.K. (¡vaya respondencia!) y podré hablar con él. Creo que hace mucho no estaba genuinamente feliz por conocer a alguien que sólo he leído, y con cuánto gusto.
, A veces siento que escribo como personaja de Jane Austen, pero ebria.
, F. me pidió El libro de Pixie, para una posible reedición. El único ejemplar que tuve se lo di a N. recién conocerla. No me arrepiento, como sí debería de tantas otras cosas respecto a ella.
, Madre me pidió que fuera a misa, o "que la viera por Internet." Le respondí que leería, en cambio, algo de la Biblia. El problema es que mi libro favorito de la Biblia siempre ha sido Job, lo cuál es muy apropiado después de una semana kafkiana (este aroma perenne de barniz y pintura, como el estudio bochornoso de Titorelli...), así que siento que no he cumplido del todo con su encargo. Ir a misa siempre me ha parecido (y digo "siempre" con conciencia del tiempo: dejé de acompañar a mis padres a la iglesia para quedarme a jugar Super Nintendo) aceptar de antemano la culpa de algo. El algo, claro, es el pecado original. Y el constructo teleológico llamado Dios sabe que no soy una persona lo que se dice "buena", pero no ha sido defecto de fabricación: si me he ido pudriendo fue por un esfuerzo constante y razonado. Por ello siento que no he cumplido con el encago de Madre: en vez de ir a sentirme culpable en público me quedé a ser feliz en privado con mi biblos favorito del Antiguo Testamento. No puedo evitar sentirme un poco como Leopold Bloom ante su madre. Él sí que estaba podrido.
, Pasarme por la facultad me dejó en un estado inconveniente por varios días. Esta especie de conciencia de que no me doctoraré nunca, y de que eso debería ser malo. De que debería sentirme mal por algo. Pero desde entonces puedo leer lo que yo quiera: incluso me descubrí leyendo hace unos días una antología de sociolingüística simplemente porque algo me interesó siempre de ahí. Pero pude también repasar un pequeño manual de métrica árabe para mi traducción de Adonis; pude releer Soledades en soledad, y no en un salón lleno de gente; pude sobre todo ver un par de películas de Woody Allen y leerme dos libros de Vila-Matas en absoluta paz. ¿En serio necesito doctorarme? ¿Necesito aprobación para escribir lo que yo quiera? Madre, debo confesar que he pecado de soberbia: en mi escritura me exijo mucho más de lo que me exigirá nunca ningún doctorado.
, Estoy aprendiendo latín por mi cuenta para traducir unos poemas puercos de Catulo, además de las Heroidas de Ovidio, que me contentaría con poder leer en el original, porque la traducción del maestro Alatorre es maravillosa. Nunca disfruté latín en la facultad, con todo lo que M. y P. se esforzaron en hacerme entender las declinaciones. Ya entendí: simplemente no tenía una buena razón para aprenderlo. Tuve una buena razón para acercarme al francés, en cambio: Rimbaud y Mallarmé. Al italiano: Dante y Leopardi. Al portugués: Pessoa. Al alemán: Hölderlin, Rilke. Pero al llegar a la facultad conocía de literatura latina sólo la Epistola a los Pisones de Horacio, el discurso de la amistad de Cicerón y un par de libros de la historia de Roma de Tito. No me habían ocurrido las Heroidas, esa obrita brutal, con ripio y todo. Quisiera leer la carta de Briseida a Aquiles en el original. Quisiera leerla con D., en latín, en español, en lo que sea. Es más que suficiente razón.
, Odio esta casa. Odio a la gente. Jack White: I got moving on my mind.
, Leo un cuaderno del 2009: quise mucho a E. Me dolió mucho que nos distanciáramos. Hay muchas iniciales en mi cabeza estos días: toda la falta que me hace D.; todo lo irreparable que quedará con M.; todo lo que odio a la otra M.; los textos que quiero comentarle a R.; los encargos secretos de C. que me emocionan y para los que no hallo tiempo. E.T.C. En este sentido, no seré nunca un hombre de letras; a lo mucho, de unas pocas iniciales.
, En el 2009 vivía donde me dejaban quedarme. Pocas veces me faltó de comer, pero a veces me faltó. Tenía miedo, pero no sé a qué. K. fue decisiva en ese proceso. Ella, la Woolf, y P. Ese año escribí en casa de G. Por los rasgos una bayoneta, cuyos ejemplares acabo de recibir esta misma semana. D. me ayudó a corregirlos. Oye: nos quedó bien. Gracias.
, Hoy terminé de releer El proceso, donde, justamente, el protagonista es una inicial. Recuerdo de cierta carta de Kafka donde dice que un libro no debe darnos felicidad, sino algo así como un golpe en la cabeza. Lo recuerdo espontáneamente, a cuento de nada. Esta relectura fue sustanciosa porque pude corroborarla con los comentarios de Elias Canetti sobre la correspondencia de Kafka con Felice Bauer; el germen de El proceso está ahí, en ese otro proceso de verse no como agente de la propia vida, sino como confluencia de las determinaciones externas. Una vida como un accidente. De tránsito, claro. Como Ch. que llega y me reclama alguna cosa. ¿Qué manía de vivir con gente? Había sido un fin de semana tan pacífico. ¿Preferiría a la señora Grubach? Sin duda no. Pero hasta ahora había honrado ese dictum kafkiano este domingo de lluvia:
"No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera. Pero ni siquiera esperes, quédate completamente quieto y solo. Se te ofrecerá el mundo para el desenmascaramiento, no puede hacer otra cosa, extasiado se retorcerá ante ti." [Aforismos, apéndice a 109.]
, Así, muy quieto y muy solo me quedé todo el día frente a mi mesa, con valientes irrupciones en la cama sólo para estirar la espalda un poco. El mundo no se me reveló ciertamente, pero cumplí con mi parte. Tal vez mañana. ¿Escribir no es estar a la espera, a disponibilidad, como ponen en las cartillas militares, sencillamente, a que tal vez mañana ocurra en esta misma mesa algo de la talla de un ofrecimiento? ¿Que, si uno hace su parte y se pone en su mesa, el mundo, o tal vez algo más modesto, una huella o inicial, se ofrezca frente a nosotros?
, Lo de estar muy solo realmente no fue tan exacto: desde hace días vienen cuatro o cinco albañiles a hacer reparaciones por todas partes. Le conté a F. la historia de la señora Winchester, que, temiendo que los espíritus de los muertos por el fatal invento de su esposo vinieran a cobrarse con ella, por consejo de una bruja tenía día y noche a gente en su casa haciendo reparaciones. Una noche particularmente lluviosa, como esta misma en DF, aunque la de ella ocurriese en Texas, creo, los obreros tuvieron que suspender las labores nocturnas y la señora Winchester murió. Pero a diferencia de ella, mi carácter me lleva a preferir mil veces a los fantasmas que a las personas; al menos aquellos son infinitamente sutiles en sus, así llamadas, manifestaciones, mientras que estas otras no hacen sino manifestarse. Sí: espontáneamente me siento más cerca de los fantasmas que de las personas, por la sencilla razón de que su manera de estar es un no estando en voz alta.
, A sugerencia de E. de G. le di la plaquette a D.H., con singular vergüenza. Hace un par de años, Raúl Zurita se decepcionó modestamente, o simplemente se sonrió decimonónicamente, cuando le dije que no había publicado aún en forma de libro. Se decepcionó porque fue más como salir de su radar antes de haber entrado del todo. Ese mismo día conocí a J., mi querida abuela, quien me regaló su libro apenas conocerme. Secretamente creí desde entonces que había que escribir libros sólo para regalarlos. Ayer le di una plaquette a S. y me sentí tranquilo de que no pidiera dedicatoria. Una cortesía muy rara opera en ese ritual. Una vez lo discutí con C., en un parque mientras bebíamos whisky en botellas de agua mineral: ¿se debe leer la dedicatoria en presencia del autor o no? Hay dedicatorias medio forzadas, cabe aclarar. V. descubrió una hace poco en un librito mío de JEP, por ejemplo. Aunque las hay gratas y abundantes, como las de Y. La que le hice a D.H., ruborizado y bajo una lluvia aún más feroz que esta, que ya escampa, decía "Tenga piedad", pero lo que quise decir fue "misericordia." La diferencia es que la piedad es el trato con lo otro, lo cuál, como gran lector, encontrará acaso aburrido con mi librito, pero no problemático; y la misericordia, en cambio, es en primera instancia una apelación al sufrir compartido, a la compasión, a decir "mire que fue lo mejor que pude hacer. Sea benévolo. No me condene tan pronto." Aunque, como vemos en el caso de Josef K., la condena depende de cuántas cosas ajenas a nosotros. Yo me ahorro el proceso, gracias: soy culpable de mi librito.
, M.P. me dio una excelente noticia esta semana: viene pronto J.K. (¡vaya respondencia!) y podré hablar con él. Creo que hace mucho no estaba genuinamente feliz por conocer a alguien que sólo he leído, y con cuánto gusto.
, A veces siento que escribo como personaja de Jane Austen, pero ebria.
, F. me pidió El libro de Pixie, para una posible reedición. El único ejemplar que tuve se lo di a N. recién conocerla. No me arrepiento, como sí debería de tantas otras cosas respecto a ella.
, Madre me pidió que fuera a misa, o "que la viera por Internet." Le respondí que leería, en cambio, algo de la Biblia. El problema es que mi libro favorito de la Biblia siempre ha sido Job, lo cuál es muy apropiado después de una semana kafkiana (este aroma perenne de barniz y pintura, como el estudio bochornoso de Titorelli...), así que siento que no he cumplido del todo con su encargo. Ir a misa siempre me ha parecido (y digo "siempre" con conciencia del tiempo: dejé de acompañar a mis padres a la iglesia para quedarme a jugar Super Nintendo) aceptar de antemano la culpa de algo. El algo, claro, es el pecado original. Y el constructo teleológico llamado Dios sabe que no soy una persona lo que se dice "buena", pero no ha sido defecto de fabricación: si me he ido pudriendo fue por un esfuerzo constante y razonado. Por ello siento que no he cumplido con el encago de Madre: en vez de ir a sentirme culpable en público me quedé a ser feliz en privado con mi biblos favorito del Antiguo Testamento. No puedo evitar sentirme un poco como Leopold Bloom ante su madre. Él sí que estaba podrido.
, Pasarme por la facultad me dejó en un estado inconveniente por varios días. Esta especie de conciencia de que no me doctoraré nunca, y de que eso debería ser malo. De que debería sentirme mal por algo. Pero desde entonces puedo leer lo que yo quiera: incluso me descubrí leyendo hace unos días una antología de sociolingüística simplemente porque algo me interesó siempre de ahí. Pero pude también repasar un pequeño manual de métrica árabe para mi traducción de Adonis; pude releer Soledades en soledad, y no en un salón lleno de gente; pude sobre todo ver un par de películas de Woody Allen y leerme dos libros de Vila-Matas en absoluta paz. ¿En serio necesito doctorarme? ¿Necesito aprobación para escribir lo que yo quiera? Madre, debo confesar que he pecado de soberbia: en mi escritura me exijo mucho más de lo que me exigirá nunca ningún doctorado.
, Estoy aprendiendo latín por mi cuenta para traducir unos poemas puercos de Catulo, además de las Heroidas de Ovidio, que me contentaría con poder leer en el original, porque la traducción del maestro Alatorre es maravillosa. Nunca disfruté latín en la facultad, con todo lo que M. y P. se esforzaron en hacerme entender las declinaciones. Ya entendí: simplemente no tenía una buena razón para aprenderlo. Tuve una buena razón para acercarme al francés, en cambio: Rimbaud y Mallarmé. Al italiano: Dante y Leopardi. Al portugués: Pessoa. Al alemán: Hölderlin, Rilke. Pero al llegar a la facultad conocía de literatura latina sólo la Epistola a los Pisones de Horacio, el discurso de la amistad de Cicerón y un par de libros de la historia de Roma de Tito. No me habían ocurrido las Heroidas, esa obrita brutal, con ripio y todo. Quisiera leer la carta de Briseida a Aquiles en el original. Quisiera leerla con D., en latín, en español, en lo que sea. Es más que suficiente razón.
, Odio esta casa. Odio a la gente. Jack White: I got moving on my mind.
Postulado por
Javier Raya
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