En su artículo "Las otras apropiaciones de Borges y Bolaño", el escritor Jorge Carrión propone leer --siguiendo a Bordieu-- la obra de dos grandes narradores dentro de sus contextos de recepción y circulación; ejercicio lúcido y necesario en una época donde la literatura y el mercado parecen confundirse o ignorarse mutuamente.
Su recuento sobre lo que podríamos llamar "la ceguera" de Kodama con respecto a la obra de Borges (incluyendo los últimos pormenores del caso Katchadjian) me parece impecable y no tendría nada que agregar. Sin embargo, a partir de la noción de "obra maestra", que Carrión utiliza para diferenciar la trilogía póstuma de Bolaño (El Tercer Reich, Los sinsabores del verdadero policía y El espíritu de la ciencia ficción) de sus novelas previas, la argumentación me parece un poco más problemática.
Creo que la intención de inscribir a las viudas/albaceas de Borges y Bolaño dentro de la tradición de artistas de la apropiación (como Duchamp y Benjamin, a quienes Carrión menciona, aunque personalmente hubiera elegido a Kenneth Goldsmith o incluso a Jeff Koons, por sus afinidades más cercanas al mercado que al ejercicio artístico) hubiera sido objeto de un gran texto si su autor se hubiese permitido llevar la provocación hasta las últimas consecuencias: leer los gestos y actos de María Kodama y Carolina López como los de unas verdaderas artistas de la apropiación ("estrategas conceptuales que se vengaron del heteropatriarcado, del canon masculino, de la tonta fe de nuestra época en la autoría"), más allá de su papel de viudas en la trama de sus maridos.
¿Y es que se puede hablar de "apropiación" en el contexto de las viudas? Sólo si en ese mismo sentido podemos hablar de Max Brod como "viuda apropiadora" de la obra de Kafka. El arte de la apropiación patrimonial colinda con la matrimonial, porque los votos de esta institución problemática, incómoda, conservadora y en crisis perpetua (el matrimonio) no caducan con la muerte de sus contrayentes: la muerte no siempre los separa, sino al contrario.
El caso de Anna Gregorievna es ejemplar. Luego de la muerte de su marido (un escritor de novelas por entregas que gracias --en gran medida-- a las diligencias de su viuda reconocemos por la sola mención de su apellido: Dostoievski), Anna se entregó en cuerpo y alma al cuidado de sus archivos. Una carta suya en Dostoievski de Henry Troyat, nos permite atisbar un poco el papel de viuda-artista de la apropiación que jugó Anna en la trama de su marido: "No vivo en el siglo XX, en 1916, sino en el XIX por los años setenta. Mis amigos son los amigos de Fiodor Mijailovich, mi mundo es el mundo de los contemporáneos ya desaparecidos de Dostoievski. Vivo de esa atmósfera."
La última frase me parece digna de apreciar en más de un sentido: "vivo de esa atmósfera" no remite únicamente al estado de enclaustramiento que Anna sufrió desde la muerte de Dostoievski en 1881, hasta su propio deceso en junio de 1918, probablemente a causa de malestares intestinales producto del hambre; la frase también remite a un presente puesto entre paréntesis al servicio del pasado. Aprobar nuevas ediciones, traducciones, permitir que estudiosos, lectores y curiosos pasen las manos por los papeles inéditos de la persona amada (que en algunos casos resulta ser también un gran artista) es en sí misma una tarea poética aunque ingrata en la cuenta larga de la historia literaria. Las viudas no tienen vacaciones.
Si no, habría que preguntarle a Sofia Bers (Sofía Tólstoi, de casada), quien también "vivía en esa atmósfera" viciada de la cercanía con el artista incluso desde antes de su muerte, o a Vera Nabokov, que al igual que Bers, fungió como administradora, compiladora, amanuense y traductora (¡vaya que el cursi y acartonado papel de "musa" literaria es todo menos pasivo y contemplativo!). Pero la otra acepción de "vivir de esa atmósfera" compete a esa piedrita en el zapato de la literatura, esa con la que pueden edificarse bibliotecas o que compromete la vida de los libros, apresurando su publicación o impidiéndola del todo: el dinero.
Según nos recuerda Carrión, la pugna de Kodama contra Katchadjian no es una cuestión de capital económico sino de capital simbólico (para seguir operando en la terminología de Bordieu), y por tanto aquí sí cabría hablar de una auténtica apropiación, en el momento en que Kodama no sólo gestiona los intereses materiales sobre la obra de Borges, sino que cree (en su fantasía) ser capaz de gestionar también el prestigio borgeano. Esa conversión, en efecto, es lo que Carrión denuncia como una incomprensión de Kodama de la poética de Borges, y lo que crearía las condiciones de posibilidad de leerla perversa y lúdicamente como una "artista de la apropiación" --como alguien que juega y crea con "las leyes de la propiedad intelectual, aprobadas en un mundo sin internet", y de juzgarla como una artista anacrónica, conservadora, que viene de un mundo ajeno a "los modos en que creamos hoy."
Pero ahí donde Kodama exige una dietética de las obras derivadas, una censura, incluso, apelando a leyes de otro siglo, Carolina López sería una apropiadora mucho más radical y moderna, pues firma con un nombre ajeno una obra propia. ¿A qué me refiero? A que si es verdad que, como dice Carrión, obras como El espíritu de la ciencia ficción deberían haber sido editadas no como novedades sino como obras inacabadas o truncas (restituyendo así cierta dignidad al autor para con sus propias tentativas y errores, es decir, restituyéndole cierta humanidad, que queda destruida con la figura del autor consagrado, inmortal, perenne productor al mayoreo de obras maestras), el ofrecerlas al mercado como libros acabados es equivalente a apropiarse del mayor gesto que puede tener un autor para con su propia obra; el gesto mismo por el cual se hace autor de su obra, que complementa el "trámite" y el engorro de escribirla: el gesto de firmarla. Así, los libros póstumos de Bolaño, aunque se vendan firmados por Bolaño, son obra de Carolina López.
Carolina López y quien sea que esté detrás de esas ediciones nuevas de Bolaño, firma en nombre de Bolaño obras que en efecto él escribió, pero que nunca firmó. Esa firma es lo que autoriza al autor en tanto autor de su propia obra; la misma firma que se simboliza en el gesto de firmar un contrato de edición, y que un muerto jamás podría llevar a cabo. ¿Esto debería ser un impedimento para que no se editen libros interesantes que, por azares de la vida y de la muerte, no vieron la luz en vida de sus autores? Me parece que no, pero como vivimos en una época abocada a la velocidad sin freno, donde el escritor cultiva más sus prestigios (y sus enemistades, que también son harto redituables), no parece haber tiempo para pensar en estas cosas.
El caso de Carolina López no me parece tan transparente ni tan lúdico, en realidad, como el de Kodama. Me parece que si Bolaño estuviera vivo, López tendría una pesada plática con él a respecto de Carmen Pérez, y sus discusiones y conclusiones serían (como deberían serlo también hoy, con él muerto) un asunto privado. Carecer de "un nivel alto de redacción", para Carrión, descalifica a López para editar la obra póstuma de Bolaño; es cierto, no todas las viudas escriben cartas ni diarios como los de Sofía Bers y los de Anna Griegorievna, o cartas eróticas como Nora Joyce (quien alguna vez dijo que hubiera preferido casarse con un músico en vez de un escritor) pero me parece que las tramas de los matrimonios forman un texto que los lectores podemos observar, pero que sería fútil juzgar. Curiosamente no puedo pensar en un caso contrario, donde a un viudo se le fiscalice hasta la sintaxis y la vida personal para legitimar su capacidad para administrar la obra de una artista fallecida.
¿Nora hubiera sido más feliz con el destino de Yoko Ono o Courtney Love?
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