domingo, 31 de julio de 2011

De las librerías a prueba de lectores

El paraíso para Borges es una biblioteca, se sabe, pero el método para ordenarla es algo en lo que se repara, creo, poco. En el orden de los libros hay una metafísica, o, si se prefiere, una intención de lectura. No iré por lo pronto tan lejos para afirmar que hay un trabajo curatorial (palabra tan de moda), pero en tanto intención, la organización de un conjunto de libros crea sentido en sí mismo, acaso extensión de la presencia latente de los libros.

Antes, se me disculpará una errancia anecdótica, espero pertinente: escribí una vez unas Instrucciones para ver películas con gente, que el improbable, interesado lector hallará en este mismo blog. Hoy intenté ponerlas a prueba: lo logré. Es decir, seguí fielmente el primer punto. Salí corriendo de un cine atestado antes que someterme a la tortura masoquista que me supondría haberme quedado, y al salir de ahí lo primero que vi fue una librería. Un poco demasiado cliché: opongamos al vértigo inmóvil de la multitud (pues que la multitud es estática, como los cardúmenes) el silencio benéfico de la librería. Craso error.

Entré en una librería del Fondo de Cultura Económica como pidiendo santuario. Horror. Ya desde las barras metálicas de la entrada eso parece un supermercado. Pronto la gente entrará a pedir un kilo de novela, medio kilo, tres cuartos, o el despistado que preguntará "de a cómo los libros." Así de vertiginosas las mesas de novedades. Antes de entrar incluso tienen lockers, como en algunos supermercados. Les faltan solamente los carritos y las demostradoras de las editoriales, leyendo fragmentos de novelas o poemas en los pasillos; "muestras gratis". Esto último no me parece del todo malo; cursi, claro, pero preferible. ¿Preferible a qué? Preferible al brutal dispositivo de seguridad desplegado al interior de la librería. Me explico.

Mientras me cuento los billetes en la bolsa y (h)ojeo unos ensayitos de Apollinaire, un vigilante malencarado me mira. Tengo chamarra ancha. He trabajado en librerías, así que sé cómo funciona esto; esta vigilancia es normal y hasta cierto punto, tolerable. Lo que me saca la piedra es que el fulano se ponga a musitar no sé qué cosa en su radio. Sigo su mirada: hay una chica vigilante en la entrada. Yo puedo escuchar sus voces, pero no les entiendo, sólo escucho esos pitidos enervantes y esa estática que es como las nubes de las conversaciones por radio. No me molesta el ruido, coño, sino esta pérdida de la calidad aurática del espacio. Lo que decía en un principio: el acomodo y la disposición de libros es en sí mismo significante, y a riesgo de exponer una prematura demencia senil, diré que parece que la interconectividad ha tomado el lugar del espacio; los espacios ahora son interfaces, zonas de mediación entre emisores y receptores: medios. No se va a un restaurante o librería por el simple gusto de ir, sino por un badge de Foursquare; la gente en el cine parece que va a recibir llamadas, qué horror; y estos vigilantes que forman parte de un nuevo mobiliario de las cadenas de librerías, el que completan las cámaras de seguridad, las muchas cajas, las interminables mesas de novedades, etc.

No idealizo ni romantizo el libro ni las bibliotecas: sé que el libro impreso debe desaparecer. Es necesario, o lo será; ecológicamente será insostenible y nos adaptaremos, como cuando Sócrates se aterraba de que la escritura desplazara a la memoria y cuando se temió que la imprenta desplazara la literatura oral. Me entusiasma tener un reader y acceder a cientos de libros difíciles de conseguir, en el idioma que yo quiera, cuando yo quiera. Trabajo en una página web, por amor de dios. Pero también trabajo en una editorial de libros impresos (sí, gente del futuro, como los de antes.) Esta queja dirigida al improbable lector que tolera grandes parrafadas en una interfaz electrónica (i.e. este blog) tiene como asunto el lugar, el espacio, no el libro en sí. Continuemos, pues.

Las librerías amarillas

Trabajé en la Librería Internacional, ubicada en la calle de Sonora, entre Insurgentes y Amsterdam (Carlos Fuentes la menciona como "librería alemana" en Los años con Laura Díaz, pues la comunidad alemana de la colonia Hipódromo pedía ahí sus libros, sobre todo de medicina). Cuando yo entré ya no era la eficiente librería que mandaba traer títulos de varias editoriales e idiomas desde los años 40: era una bodega (des)organizada en secciones, muchas, a través de dos pisos, pero conservaba todavía el encanto de viejas glorias. 

Como acabo de leer la crónica de Julio Trujillo sobre El Parnaso de Coyoacán (gracias, Roberto Cruz Arzabal), estoy tentado a enumerar al fascinante personal con el que pude convivir durante casi un año, pero para no desviarme demasiado concordaré en que siempre está ese que Trujillo llama bouncer, un fornido que identifica a los robalibros, así como varios personajes y personajas interesantes: en la Internacional, los hermanos que tenían 30 años trabajando en librerías, el hombre que pasó de vigilante a gerente, el políglota de la sección de idiomas, o Moisés, que organizaba conmigo la sección principal, literatura, historia, filosofía, ciencias sociales, etc., un judío converso que tenía en la mente un mapa de toda la zona, unos 5 mil volúmenes, siendo conservadores y que, como yo, conservaba una fascinación francamente talmúdica por los libros. Pero por ahora doy por buenos todos los clichés: los he visto. Mi asunto es otro.

La Internacional tiene altos libreros en las paredes y mesas más pequeñas, organizadas en islas. Uno podía moverse a sus anchas y respirar. Leer. Estaba en la frontera de una librería de viejo y una sucursal "moderna" (hace poco se reestructuró y ahora distribuye solamente material especializado en psicología y medicina, como en sus orígenes de hace más de medio siglo); acudían tanto lectores consumados, a los que es mejor dejar hacer que confrontar con el diálogo de ventas, y también gente buscando libros de texto o novedades. Las novedades, como suele ser el caso, atacaban al desprevenido lector recién franqueando la entrada. Un visitante asiduo de librerías sabe que es un mero obstáculo, que se puede echar un ojo sin mucha esperanza y continuar. Digo que la Internacional estaba en la "frontera" de librería de viejo y moderna porque en los estantes revolvíamos libros cuyas devoluciones muchas veces llevaban pendientes décadas, así como novedades del mismo tema. Casos aparte eran editoriales cuyo catálogo y corte editorial se presentan por sí mismos, como Trotta o Gredos, incluso Sepan Cuántos o Paidós, todos con sus propias secciones. Pero bien sabe Borges, como sabe Foucault, que la organización de las cosas siempre es arbitraria, por lo menos.

Pero algo maravilloso de la Internacional era una franca preocupación por que cada persona que entrara pudiera revisar los textos de su interés. Teníamos una sala en el segundo piso donde la gente podía llevarse los libros y quedarse leyendo si lo deseaba. Eso ocurre un poco todavía en la Rosario Castellanos, en la salita del medio, pero en vez de sala de lectura parece pecera, con un montón de gente circulando alrededor de ti, viéndote desde varios niveles, etc. En la Internacional no: la gente podía incluso abrir los libros embalados aunque no los comprara, simplemente para verlos. Porque sí. Porque eso es lo que se hace con la mayoría de los libros en una visita a la librería. Esa fue otra parte de mi encabronamiento hoy en el FCE: una chica pidió permiso para abrir un libro y se lo negaron. Quise hacer la revolución ahí mismo. Me salió una revolución de espuma de los belfos: este texto.

Hay, decía, una metafísica en esa organización de la lectura: la librería como el espacio donde un lector se pone en contacto con un libro. Poniéndonos kantianos, la librería es la condición de posibilidad de la lectura, porque no garantiza solamente la disponibilidad del libro (cuántos ya se pueden comprar por internet...), sino porque crea el vínculo entre el lector y el libro. Antes de Google estaba un librero bien informado, que no sólo te decía dónde estaba lo que buscas, sino que lo discute contigo. Pronto habrá una app que haga lo mismo (de hecho la hay, se llama Goodreads), pero no dejo de pensar que esta nueva tecnología (en el sentido de forma de hacer) de lectura aleja al lector del libro, es decir, atenta contra aquello que debería promover. La librería como metafísica no es sino la relación que vuelve posible entre un libro y su lector.

Tal vez en unos 50 años los libreros serán una antiguedad, como los aguamaniles, y los libros se volverán muy caros, un divertimento exótico --que, acaso, a su modo, ya son. Yo confío en que el libro electrónico desacralizará un poco el objeto-libro para concentrarse en la difusión de la información, hacerlo asequible para quien ya lee, aunque dificultando esa lectura de hallazgo que sólo el libro permite: ¿cómo (h)ojear un libro electrónico? Basta, tengamos fe. O no: pesimista a fin de cuentas, sé que esa disponibilidad de la información también será un eventual obstáculo frente a la sobredisponibilidad: la pregunta de siempre, ¿qué leer? La respuesta de siempre: todo. 

Escribiré alguna vez sobre la tecnología de lectura implícita en el libro, pero siento que apenas entraba al tema del espacio y los libros cuando ya leo que este texto quiere terminarse. Tiene cara de derrota. Pero a lo largo de esta parrafada he sentido la misma, cómo llamarla, pulsión histórica: las "librerías" en cadena encadenan, son el enemigo de los lectores, y los libreros, la gente que se dedica a los libros, está desapareciendo. Claro, Gandhi tiene esas bonitas campañas publicitarias y todo, pero vuelvo: no te dejan abrir los pinches libros dentro de la librería. En la lógica de la disponibilidad de la oferta, el modelo del capitalismo amarillo está comenzando a adueñarse a su vez de los modelos de negocios de las cadenas de librerias. Capitalismo amarillo: producción en serie, referenciada perversamente a "lo chino" (¿amarillo...como Gandhi?): en serie, de temporada, de moda, novedad condenada a vivir en su desfase, libros con fecha de caducidad, como leche. Las editoriales que satisfacen esta demanda son otra parte de la ecuación. Imposible abordarlo ahora. Acabemos, pues: la librería como turística no es sino la relación que vuelve posible entre el lector y el libro a través del espectáculo, o, dicho de otro modo: la librería como turística es la imposibilidad de la relación entre un lector y un libro. Una forma no menor de fascismo.


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martes, 19 de julio de 2011

La mejor manera de esconderse es a la vista de todos

, Hallazgo de los diarios de Julien Green. En Crítica 144 hay una selección cuidada y no puedo suponer que mal traducida, de Green. No conozco nada más de él, pero me sentí como en casa al poco tiempo al encontrarme con André Gide. Fue una sensación rarísima. Fuera de Corydon y los Sotanos del Vaticano, lo que más me gusta de Gide son sus diarios. De hecho los tengo en mi mesa de noche siempre, justo al lado de los de José Kozer. El de Gide es el libro con más papelitos, post-its y anotaciones que tengo, y eso que es apenas una selección no exhaustiva de los Diarios. Alegría que Green me lo retratara a Gide ya tan viejo, con esos ojos que los periodistas pintan agudos pero que son más bien de una opaca transparencia.

, Maravilloso encontrar también que Green prefería a Flaubert sobre Balzac. Yo conocí primero a Balzac, recuerdo perfectamente el instante patético en que termina Le re Goriot y dónde estaba yo al leerlo. A Flaubert he aprendido a quererlo eventualmente, ¿pero será coincidencia que, como con Gide, lo que más me impresione de él son sus diarios? Cuando Green retoma en los suyos un pasaje de Salambó, con los ricos fenicios haciéndose acondicionar terrazas para beber en la clara noche, con los diamantes de sus dedos imitando estrellas... Bueno, uno podría ponerse socialista. Pero mi recuerdo más inmediato de Flaubert es su descripción de una noche estrellada, precisamente, bajo el cielo estrellado de Karnak, me parece; recuerdo las estrellas, muy brillantes, y los mausoleos de reyes muertos en la penumbra rojiza. Ambos, Gide y Flaubert, fueron viajeros consumados que atravesaron, curiosamente, cruentos periodos de guerras. Como si Green hiciera una anotación concerniente a ambos, asienta en sus diarios que las páginas que envejecen más pronto son las escritas durante la guerra, con tantos sentimientos "comúnes" en el aire. Me pregunto qué sobrevivirá de las escrituras de esta absurda guerra civil en México.

, Green pasa por otro que conozco, pero con quien no me llevo tan bien, Lev Bloy. Hubiera preferido sin duda encontrarme con otro Lev: claro, Tolstoi. No es necesario que nadie se entere que durante este verano, el más largo de la historia, soy de algún modo Yasnaia Poliana, y aunque me llamo Fyodor, me levanto también con el sol a trabajar con mis manos y a rezar en la pantalla, a veces, más por miedo que por verdadera devoción. Green era un escritor católico; eso me sorprendió bastante. Todas mis burlas están transcritas por él mismo, pero en boca de Gide. La religión es tanto una sugestión como una herencia, y me pregunto si eso no lo habré leído en el mismo Gide tiempo atrás, y se asentó en mí y se me disfraza de una convicción propia. Fascinante el análisis de la vocación sacerdotal que el mismo Green realiza para justificar el no haber tomado los votos. Pero Gide y yo sabemos de qué hablamos: ambos rehusamos un destino sacerdotal, y experimentamos la culpa a una edad en que debería disfrutarse lo que se llamaba antes inocencia.

, En una cena con "hombres de letras" que, como se sabe, no es ni por mucho lo mismo que escritores, Julien Green se queda azorado al ver con qué campechanía denuestan a Valéry. Valéry, claro, otro viejo conocido mío. En él se vuelve concreto uno de mis temores más abstractos: no ser capaz de leer nunca todo lo que quisiera leer. Paso a ver cada tanto los tomos facsimilares de sus diarios en la biblioteca Samuel Ramos de la Facultad de Filosofía, sólo para ver que siguen ahí, sólo para seguir constatando que el infinito se entrega sólo a quien se ve acorralado, idea que no le molestaría en absoluto a Kafka. Green no puede dejar de sentirse incómodo entre estos "hombres de letras", más ocupados, dice, "en el poder que en las musas". A mí me dan tanta desconfianza los métodos de los niños de las estrellas para hacer la Revolución poética en las calles, tanta como la de novelistas y editores en torno a a la mesa de un restaurante caro, hablando de gente en lugar de hablar de libros, ya no digamos de ideas, como comadres. Qué horror. Me siento tan fuera de lugar en la calle como en las oficinas y redacciones. Se me presentan como dos abismos paralelos.

, Otro viejo conocido: Jean Cocteau. Su diario es uno de los más fascinantes que haya leído. La lucidez que le dota la abstención del opio deja reluciente el hueso de la inteligencia, que suele confundirse con el de la locura. Sabe lo que le pasa siempre en cada momento de su brutal rehabilitación; sufre, pero no teme sufrir. Green lo describe perfectamente cuando habla de la capacidad de Cocteau para no dejar caer el monólogo, compuesto de frases tan acabadas que uno no puede sino levantarse en medio de la conversación para aplaudir; aplauso que Cocteau recibiría en su fuero interno, pero que disminuiría frente a su auditorio. La grandeza sólo puede ser reconocida tangencialmente, casi como deferencia al otro, pero asumida únicamente por el poseedor en secreto. Me pregunto que diría Hugo al respecto.

, Además de Gide, mi encuentro más feliz en estos fragmentos de diario de Green fue ver su recurrencia, su casi lealtad a Shakespeare. Espero que las siguientes frases se pierdan entre estas parrafadas: hace poco pensé especialmente en Shakespeare al revisar la última versión de mi Ordalía, que ya debe haber entrado a imprenta. Me dio un poco de pena ajena utilizar un epígrafe de Shakespeare para un poema. Es infinitamente pretencioso, como si yo pudiera convocar el estado de ánimo de ese verso en el lector y luego dejarlo de lado para decir mis cosas. Qué espanto. Como si uno pudiera usar a Shakespeare de ese modo. Lástima que ya lo mandé. El verso es These lines that I before have writ do lie. Pero hubo un momento en que me supe de memoria Romeo y Julieta, y no pasan seis meses sin que vuelva a Lear y Hamlet. La última vez que leí a Shakespeare fue en una edición muy maltratada, en una librería de viejo. Fue The Tempest y la leí de un tirón, porque no podía comprarla. No me sorprendió nada que Green le mencione a Gide, a respecto de su Teseo, una despedida muy parecida a la de Prospero en The Tempest.

, Entre las predilecciones poéticas de Julien Green están Keats, Hölderlin y Rilke. Hace unos días hice una grabación de Ode on a grecian urn de Keats. Un buen amigo me comentó que mi acento es neutral, lo cuál me da gusto, porque es fácil (y me pregunto si no necesario) leer esto "afectadamente". Se están diciendo cosas terribles en ese poema. Los amantes que no podrán tocarse, las ramas que no darán frutos, pero tampoco se marchitarán... Un hermoso escudodeaquiles, esta urna. Green aprecia en la poesía, me parece, sobre todo la sonoridad. Menciona a Milton también y un sermón (involuntariamente cómico) de Donne. Y vuelve, una y otra vez, a Otello y Lear para analizar un pasaje o simplemente para fascinarse a sus anchas, que es una de las ventajas que dan los diarios, la secreta y paciente fascinación. Ejercicio que rompo al transcribir estas páginas de mi diario en un lugar donde cualquiera podría verlo. Es un acto de fe: confío en que tengo, en realidad, tan pocos lectores, que nadie repararía en que estas líneas que he escrito, mienten.

, Hay una curiosa idea extraída por Green a respecto de las cartas de Hölderlin; siente que se habla de los jóvenes durante los años previos a la Revolución Francesa de la misma manera en que se hablaba en su juventud de las juventudes hitlerianas. El Terror y la Shoah tienen unos armónicos a los que hay que prestar atención. Hay que pedir lo imposible, una revolución que no termine en el horror. ¿Estaremos en una revolución o en una guerra? ¿Difiere realmente un decapitado por Robespierre a uno decapitado por el narco? ¿No están, cada uno, en sus momentos históricos, estableciendo órdenes sociales por via de la fuerza? Lo que me aterra es la normalización de este estado de cosas. Soy absolutamente egoísta aquí: no quiero tener que gastar empatía y atención en miles de muertos, sólo quiero leer en paz. Fue el argumento con el que pude pasar más o menos neutralmente por la facultad. Pero no, la literatura, la poesía, no son instrumentos de paz solamente; hay que afirmarlos más que nunca en épocas sangrientas. Acaso podamos conservar ahí todavía algo remotamente humano.

, Uno de los poemas que más me impresionan y que volví a leer recientemente es de Roberto Bolaño y dice:

Soñé que después de la tormenta un escritor ruso y también sus amigos franceses optaban por la felicidad. Sin preguntar ni pedir nada. Como quien se derrumba sin sentido sobre su alfombra favorita.

 Nada me impide pensar que, en mi papel de escritor ruso del siglo xix (y por fortuna o desgracia, este punto será comprensible únicamente para C.), pasada, claro, la tempestad y las despedidas, puedo reunirme con mis amigos franceses, Paul Valéry, André Gide y Julien Green (creo que ellos no soportarían que invitara a Lacan, pero es mi interpretación y lo invito si quiero), y podríamos sencillamente optar por la felicidad. Entonces me derrumbo sobre mi alfombra, aún con sentido, aunque mis días últimamente parezcan sin sentido, precisamente, por exceso de sentido; me derrumbo sobre mi alfombra y sé que me escondo cada vez que me presento por mi nombre.

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