domingo, 26 de diciembre de 2010

La tigra

Se romperá contra la pared la taza enorme y amarilla que compraremos el próximo verano en la tienda de regalos de la casa Kafka en Praga junto con algunas postales y una playera que usarás sola para dormir esa noche mientras los restos destrozados y amarillos de taza se derivan escaleras abajo con fragmentos reconocibles del Puente de Carlos sobre las aguas grises de un río para siempre irrecuperable y una leve bruma subirá por la corriente parecida no en medida menor a la tira de humo larga y azulada que se deshilará de mi cigarrillo encendido bajo la fría noche invernal a pocas calles de tu casa que habré dejado cerrada la puerta de un portazo inobjetable que hará temblar la cristalería de las estrellas y el motor blanco del auto tendrá un ligero ronronear de gato cansado y acorralado al final de un callejón poco iluminado donde pasos pesados se dejarán repetir por el silencio iluminando mis pasos bajo un jarrón transparente o farola que un transeúnte distraído podrá fácilmente confundir con la luna cercado por el bestial hedor a mierda fresca y carne podrida que se hará más y más perceptible mientras distraído y enojado se acercará a los reflejos de óxido y acero apagado de la jaula pestilente que inflamará el sonido seco de patas y garras y crujir de dientes en el callejón cerrado como una boca abierta desde donde poco a poco mis ojos se irán acostumbrando a la temblorosa luz ante la que distinguiré sin duda y sin asombro casi el estacionamiento provisional de animales de circo que partirá unos días después de la ciudad dejando tras de sí un bosque de reflejos que será visible desde la cabina del trailer del viejo conductor como pedrería de un collar iridiscente y desperdigado sobre un valle de verdes árboles y carrizos dentados como la boca de la tigra que me observará desde el fondo apenas visible de su jaula con un collar opaco y desperdigado de tripas desanudándose de los belfos ante el menor asombro de una vieja osa vecina que estará bostezando y la indiferencia igualmente impenetrable de dos hermanas lobas blancas que mirarán el humo brumoso de mi cigarrillo cosquillear a través de los pesados barrotes hacia la nariz perlada de frío de la enorme tigra que estornudará cubriéndome la cara de espesos mocos tigrunos a manera de venganza porque los tigres necesitan bien poco y casi ningún argumento para ejercer un odio grande así encerrados como suelen estar en una piel hecha de terribles barrotes cercando un centro solar o luminosos mares sanguíneos de aguas pardas sobre las que cientos de puentes atraviesan llevando cargamentos de sombras con la agilidad del instante prensado sobre el terror y un estruendo de zarpas como barcos quebrándose como tazas en la clara rompiente del escollo o jaula o incluso furia de una garra amarilla que se proyectará fatalmente contra la pared de una escalera y dejará sus iridiscentes y desperdigados fragmentos de cerámica checa como fragmentos de taza al pie de una escalera que podría llevar a una habitación donde sólo podrían vivir fantasmas.

La sencilla importancia de unos lentes rojos

Este post se lee mejor con la siguiente canción sonando.
Gracias a Victoria Guerra por la recomendación involuntaria.



Durante el 2010 me dediqué a jugar con la aparición y desaparición del yo. Di cauce formal a distintos proyectos (algunos enteramente anónimos) que forman parte de una investigación interminable sobre el modo en que el yo -el mío, si me apresuran- se articula y opera. Llevo desde el 2008 un álbum fotodocumental en Facebook llamado "Mon semblable", en alusión, ni qué decirlo, al famoso verso de Baudelaire. En ese álbum he recogido imágenes de personas que, bajo la premisa de una contraseña secreta, eran retratadas para articular -sin saberlo- una lectura de mi yo a través del recurso metonímico de ser yo a través de mis lentes, unos lentes que me han acompañado por dos años y me han dado algunas aventuras muy curiosas que habrá que contar un día.
La contraseña secreta para figurar en "Mon semblable" es sencillamente pedir mis lentes. Son un objeto que suele llamar la atención, y es extraño ahora que lo pienso que un objeto haya servido para resumir o abstraer una imagen total de un "yo mismo" exportable. Es decir, no soy el tipo de persona nerudiana que "ama los objetos". Colecciono pocas cosas. Me mudo mucho, así que trato de mantener las maletas ligeras. Estos lentes vienen del pasado, claro, y parecen una especie de souvenir de un lugar donde nunca estuvimos. Tal vez por eso me gustaron tanto cuando los vi, porque parecían una postal de un lugar imposible, de la Unión Soviética, por ejemplo, un lugar que no podría ser visitado sino en la imaginación y cuya única evidencia eran precisamente estos lentes rojos que, hasta donde sé, no son para nada de carey sino de traslúcido plástico.

Estoy convencido de la importancia de los lentes porque quienes requerimos de ellos no tenemos otro modo de ver el mundo. Está la operación láser y los lentes de contacto, claro, pero usar lentes te permite toda una gama gestual que se clausura con la sobriedad turbadora de un rostro limpio, sin lentes. Funcionan, claro, para ayudar a llevar un defecto oftálmico, pero me gusta más pensar, me parece más seductor pensar que funcionan como una prótesis de la mirada: a través de diferentes lentes somos diferentes personas. "Todo depende del cristal con que se mire", suele decirse. Podríamos añadir que también "depende del cristal con que se sea."

He usado anteojos por 10 años ya, pero mi fascinación por los lentes y las prótesis, los disfraces, ha estado en mi horizonte desde que recuerdo. También desde cuando no recuerdo: hace poco encontré una foto donde yo tendría unos 3 años; estoy sentado en un hermoso e irrecuperable sofá de la primera casa donde viví; llevo un suéter guinda con cuadriculado blanco -bastante elegante, si me lo permiten-, con distintas letras blancas dentro de los espacios cuadriculados. Mi pose es relajada, aunque evidentemente sobreactuada: con una imposible concentración para esa edad, pretendo una afable sorpresa al notarme inocentemente distraído de la lectura de un grueso volumen. Llevo unos enormes anteojos de marco metálico con lentes muy ligeramente oscurecidos. Mi impresión actual es que ese niño que fui está mirando un mundo a través de unos anteojos que a todas luces no serían adecuados para él. Evidencian un exceso, y en ello radica su potencial imaginario: el exceso del que toda ficción se nutre. Exceso de sentido, podríamos decir. Ese niño que fui está haciendo su primer ejercicio de autoficción al asumir la personalidad tal vez no otra, sino de un objeto: los significantes implícitos culturalmente en unos enormes anteojos para leer.

Son anteojos precisamente porque van antepuestos a los ojos, pero funcionan también como una frontera o filtro entre la mirada y el mundo mirado. La mirada se ve fuertemente seducida a adoptar la estrategia de filtración que le presenta esa prótesis, a fijar la atención en ciertos aspectos de la realidad descartando otros. Esta mirada seducida es, a su vez,fuertemente imaginaria. En la sospecha de esta cadena lógica compré mis lentes traslúcidos-rojos en el verano del 2008 en una óptica que aún existe, en Insurgentes y Sonora, cerca de donde trabajaba entonces y por un extraño azar, a unos minutos de donde trabajo actualmente. Los anteojos previos (y los previos) eran aburridos modelos metálicos o incluso sin marco que sientan bien a personalidades más limitadas: el campo visual se ve acotado apenas un poco por encima de la nariz. Si mi problema óptico fuese más severo, con ellos no hubiera podido distinguir mucho alrededor de los pequeños marcos. Quería por entonces unos anteojos que me permitieran abarcar un radio considerable en todas direcciones. Estos lentes no eran todo lo perfectos que quería para ese propósito; mi prototipo ideal hubiera sido uno modelo parecido a los de Omar Rodríguez de The Mars Volta, que permiten esa extensión visual que se parece a una mirada que abre los brazos, a un búho en atenta, inmóvil cacería.

La gente comenzó a sentirse atraída por el objeto en sí, los anteojos, que no por mí mismo, por demás con muy poco que ofrecer. Comenzaron a pedirlos y comencé a fotografiarlos. Me parecía muy curioso que hombres y mujeres de distintas edades se sintieran atraídos, acaso como yo mismo, a un objeto si bien particular, perfectamente cotidiano, y que dieran a su vez cauce a esa curiosidad rompiendo el pudor y solicitando mis lentes para ponérselos. Es un rito común entre la gente que usa lentes el comparar el grado de ceguera del que se adolece a través de los lentes del otro. "¿Me veo como tú?", dicen entre ellos. Pero sería más apropiado afirmar "veo como tú". Me gusta pensar que tal vez los que me piden los lentes querrían "ver como yo", pero ciertamente no he inventado aún un modo inédito de mirar -un modo, pienso, análogo al que inventó John Cage, inédito de escuchar. Más cierto es decir que no tengo ninguna pretensión al respecto de la búsqueda de tal modo inédito, y sólo me ocupa, para fines prácticos, un modo mío. Este modo tiene que ver hasta ahora con ese desdoblamiento que consiste en verme mirado como me miran. El último integrante de esta colección de miradas, @ChumelTorres, se puso a ensayar un largo monólogo como -creo- supone que yo lo haría, analizando alguna invisible cosa de la que nadie tiene idea qué es. Han habido otros que adoptan una pose de pseudo intelectual sesudo e irremontable; otros, otras, de personalidades tan potentes que no se dejan seducir por el objeto y me miran como siempre, desde ellos, o tal vez un poco borroso a causa de la graduación de los lentes.





Si puedo hablar de una estrategia formal en este pequeño experimento, debo decir que es sólo parte de un plan mayor para descentrarme de la posibilidad de identificarme con un yo enteramente mío. No hay nada que me asuste más que ser alguien, un alguien perfectamente intercambiable, sin atributos, a decir de Musil, con gustos generales: una persona sin más. No sé por ahora si quiero ser una estrategia de mirada o de escritura, pero definitivamente no quiero ser alguien. Para perseguir este propósito, este año que termina he trabajado duramente en el proyecto de no saber quién soy, y he sido, para tales efectos, estos otros:

Ninja
(Con otra estrategia añadida de escritura ninja
que merecerá mención pronto.)

Guerrillero poético

Docente de universidad

Experto en tecnología

Psicoanalista

Performer privado

Mago

Mendigo

Fotógrafo

Conspirador político

Argentino

Analista financiero

Conferencista

Cabe decir que apenas soy cada una de esas ocupaciones o modos de ser, pero me he divertido muchísimo no siéndolas activamente. Quién sabe quién no seré el próximo año; quién sabe quién no seré mañana. Pero eso me gusta.

Quién, sabe.