Tiene al menos la mancha de la pared un color hermoso. Todo ese delicioso shiraz que, materia corrupta, me dije, se fugó de su cuerpo… Desperdicio. Acostumbrado su estómago a brebajes de menor carácter, ha expulsado de sí la adolescente el delicioso vino que elegí como quien elige para su amante un vestido de fiesta: no fueron los sencillos dulces de un blanco del Rihn que se deja mecer sin dificultad, ni la esperable tibieza, un tanto aburrida pero reconfortante del cabernet: elegí un shiraz chileno, de gusto firme mas con cierta acidez de fruta, recordando cómo me gusta que la adolescente me lleve la contraria en esas discusiones poscoitales que tenemos a veces, con esa firmeza argumental esgrimiendo un Martí con dulzura aunque de eso hay que aprender, guapa, como documento, pero el mundo puede querer no ser salvado, mundo amargo, piénsalo.
No es una mancha púrpura sino rojiza, es el matiz que le otorga al conjunto esa pátina acusada de la uva, su meditado color lo que imprime un vivo contraste sobre la cerámica también del lavamanos –que, de ser blanca, permitiría valorar en todo su humilde coraje los restos soberbios de la borrachera. Además del vino, casi al modo de una palabra imagino los restos de avena, cacahuates y fibra de trigo dejándose arrastrar hacia su boca con un estruendo que imagino urgente, convulsivo, húmedo en su rauda de trueno agrio a medianoche.
Sumando acritudes, la cítrica del shiraz a la grasosa, duodenal del intestino, un olor que nada nos impide pensar propio de una morgue persiste a través de los aromas del baño, ese lugar de poca discreción en materia olfativa. Mas persiste —he ahí lo preocupante— en la habitación al amanecer, cuando en condiciones menos desastrosas la puerta cerrada y la tibieza propia de los cuerpos permiten la acumulación embriagante de dióxido de carbono, lo que solemos identificar con el aroma propio de los sueños, también otro olor, este otro salvaje mezcla de ácidos y fruta y materia orgánica en descomposición. Lo preocupante, pues, podría desarrollarse en los siguientes minutos a la manera de una escena detectivesca de un gusto, claro, bastante deplorable: ¿de dónde proviene, cuál es el origen de tal roja, inflamada acidez que se impregna al vaho matutino con la fuerza de las palabras a sus objetos?
Buscamos ella y yo, frotándonos lagañas, alguna traza de materia orgánica asumiendo gestos precavidos de inexpertos cazadores de serpientes; el desorden del cuarto —ropa de días sin perchas, libros esparcidos como gatos por el suelo y el armario, en el lugar que usurparon a la ropa de días sin perchas— podría albergar las más grotescas criaturas bajo esta superficie tensa e inmóvil como un pantano. Tememos la serpiente del asco. Abandono la pesquisa perezosa para poner una cafetera. Sobre la estufa, un hervidero ya reposado de jamaica presenta la misma paleta persistente de rojos profundos y quemados; las gotas salpicadas entre las parrillas revelan una filiación con aquella plasta amorfa que ha pasado la noche secándose en el lavabo del baño —me digo, detectivesco. Revolviendo conjeturas y azúcar, vuelvo a la habitación pensando el increíble desastre que pueden provocar en el estómago de una adolescenta un par de botellas de vino. Mientras me alejo, la cafetera sonoriza la imagen que voy revolviendo a través de esa respiración intestinal que es como una resaca de mares eléctricos o pulmones evaporados.
Vuelvo con las tazas a la habitación y asco transformado en morbo por saber acaso qué calcetines o camisas habrán quedado irreparables después de la involuntaria tintura nocturna. La encuentro a ella casi en guardia entre las cobijas como en el carrillón de una ciudad sitiada; parece afrontar el acre con dignidad patricia ante bárbaros. Ahí, pequeña y medio dormida, la imagino imaginar la avanzada siniestra de los objetos, cercada por el olor inmóvil y asentado uniendo sus partículas a la estructura molecular de un pedazo aún oculto de alfombra. Nuestra sospecha es paralela: si abrimos la ventana será más difícil identificar el rastro oreado; de no hacerlo, tendré que vender el departamento o quemarlo.
Avanzo pues a tientas por el cuarto entre sorbos de café y pasos recortados por la náusea. Dirigiendo las operaciones, ella abre la cama como un libro, aventura coordenadas, apunta manchas invisibles con el dedo. Hacemos un nuevo montículo en una zona de suelo verificada en una esquina de la habitación y vamos incorporando a él de mis objetos los que aún pueden servir para la vida futura, como salvándolos de la peste. Como un nombre propio, nos referimos al aire como El Asco.
En este Chernobyl doméstico, sin embargo, ella no parece notar la gravedad de la situación: hace bromas, se felicita por no haberme salpicado mientras dormía o deferencia similar por las gatas porque mira que no sé cómo sacar manchas de vino en gatas, eh, eso te lo digo, la muy idiota entre las sábanas. Ajenas a mi muda indignación y a la elocuente estupidez de mi invitada, las gatas se refugian en la sala dentro de un geométrico pedazo de sol. Les prometo en silencio no volver a traerla nunca.
Besarla, claro, sería en estas condiciones un despropósito. Recuerdos de ocasiones más felices cuando ella podía venir, coger y dejarme dormir en paz, mecido apenas por el sonido de su respiración al otro lado de la cama mientras me veía a mí mismo durmiendo como sobre un barco anclado. Anoche en cambio mis escarceos a tientas sobre su lomo no despertaron ningún rezago febril. Bebimos demasiado y pronto. Recuerdo el ansia casi viva de su culito cuando entramos en la cama, apoyándolo contra mi vientre sin presión hasta que, cansado de acariciar una piedra, noté que roncaba. Recuerdo del estado alfa lo poco delicado que me pareció que reclamara para ella, inconsciencia de por medio o lo que se arguya, el lado de la cama que me pertenece junto al escritorio, donde tengo acceso fácil al despertador, la lámpara de noche y los cigarros. Hubiera requerido poco o aún menos valor para violarla.
Recordando esas ruinas de memoria me uno a ella sin palabras a través de su flexible resistencia, que opone desde el centro de la cama alternativamente a mí y después al Asco, que ni los vapores del café ni el sudor de nuestros muslos lograrán mitigar. Cuando, anudados animales, nos separamos y el torpe murmullo de las caricias se sucede por una respiración acalorada de maratonistas, cuando logro desenredar mis manos presas como estatuas en esa trampa de cabello negro, con los sentidos afilados dirigimos la mirada paralela hacia la ventana donde a través de la cortina notamos a contraluz los rasgos de algo como una lechuga pequeña o un cerebro. Me acerco sudando, aparto la cortina y observo en todo su esplendor una cerrada madeja de vestigios estomacales, cuya fetidez me llega de golpe, transportada por el sol puesto sobre la cornisa como un pájaro. La arcada del Asco me contrae las vísceras; le muestro a la adolescente sudorosa el hallazgo, con un gesto que querría más severo, pero cómo se puede ser severo después del orgasmo. Ella ríe un poco, estúpida, y luego sale de la cama a traer una cubeta y un cepillo.
¿Qué estaría pensando? Evidentemente poco. No seamos duros, me digo, en tus años también vomitaste dentro de autos en movimiento, patrullas de policía cruzando como navajas la noche sonora, en jardineras manchando las flores de plastas de color indeterminable, y cuántos excusados si lleváramos la cuenta contabilizarían el total de paquetes estomacales que has desechado, de bilis, de vodka, de cerveza tibia sobre el océano como una medusa que se evapora. Precisamente la madeja vomitiva de la ventana ha tenido toda la noche y parte del día para secarse: ha escurrido por la pared como tentáculos de una medusa perdida, ser sin músculos, casi más pensamiento por lo etéreo que animal, pensamiento fuera de sitio. Apropiadas las cosas fuera de sitio dentro de la habitación, me digo, como si un pensamiento se dejara reacomodar, remodelar, redecorar; incluso limpiar: tallar, como si a fuerza de insistir sobre una idea pudiéramos hacerla ingrávida o traslúcida. Como si al pensar una cosa pudiéramos hacerla desaparecer. Pero ocurre generalmente lo contrario. Ella regresa, la más fuera de sitio de esta colección devastada y doméstica, y se pone a recoger con bolsas en las manos lo más sólido de la medusa, todo este como pasto enredado, sintiendo a su vez las arcadas que le contraen su vientre firme y suave sobre el que una mancha de esperma aún brilla como gelatina seca. Se pone a tallar la pared y la observo desde la cama, fumando, con un odio ciego y persistente.
¿Por qué habría de odiarla?, me digo. ¿Por qué no?
Cuando bajo a abrirle la puerta me abraza como en la facultad, con impersonal cariño, lejana y sonriente, en suma bella. Se lleva un par de libros que le he prestado y, como siempre, un par más disimulados torpemente dentro del abrigo. No hace ni siquiera un gesto, sabe que no lo permitiría, de besarme. Habla de las condiciones de la lucha estudiantil, de las últimas juntas de la asamblea, de la toma de minutas mientras repito el mismo asentimiento mecánico para permitirme examinarla, para que siga hablando y pueda imaginarla caminando, cuando la puerta se cierre tras ella, por la calle, con su festiva convicción y su lucha de clases y su Hegel en edición resumida, pero bueno, vuelvo pronto y termino de redecorar lo que faltó de tu casa, eh, te quiero, eso te digo, la muy imbécil.
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