miércoles, 25 de mayo de 2011

Medusa

Tiene al menos la mancha de la pared un color hermoso. Todo ese delicioso shiraz que, materia corrupta, me dije, se fugó de su cuerpo… Desperdicio. Acostumbrado su estómago a brebajes de menor carácter, ha expulsado de sí la adolescente el delicioso vino que elegí como quien elige para su amante un vestido de fiesta: no fueron los sencillos dulces de un blanco del Rihn que se deja mecer sin dificultad, ni la esperable tibieza, un tanto aburrida pero reconfortante del cabernet: elegí un shiraz chileno, de gusto firme mas con cierta acidez de fruta, recordando cómo me gusta que la adolescente me lleve la contraria en esas discusiones poscoitales que tenemos a veces, con esa firmeza argumental esgrimiendo un Martí con dulzura aunque de eso hay que aprender, guapa, como documento, pero el mundo puede querer no ser salvado, mundo amargo, piénsalo.

No es una mancha púrpura sino rojiza, es el matiz que le otorga al conjunto esa pátina acusada de la uva, su meditado color lo que imprime un vivo contraste sobre la cerámica también del lavamanos –que, de ser blanca, permitiría valorar en todo su humilde coraje los restos soberbios de la borrachera. Además del vino, casi al modo de una palabra imagino los restos de avena, cacahuates y fibra de trigo dejándose arrastrar hacia su boca con un estruendo que imagino urgente, convulsivo, húmedo en su rauda de trueno agrio a medianoche.

Sumando acritudes, la cítrica del shiraz a la grasosa, duodenal del intestino, un olor que nada nos impide pensar propio de una morgue persiste a través de los aromas del baño, ese lugar de poca discreción en materia olfativa. Mas persiste —he ahí lo preocupante— en la habitación al amanecer, cuando en condiciones menos desastrosas la puerta cerrada y la tibieza propia de los cuerpos permiten la acumulación embriagante de dióxido de carbono, lo que solemos identificar con el aroma propio de los sueños, también otro olor, este otro salvaje mezcla de ácidos y fruta y materia orgánica en descomposición.  Lo preocupante, pues, podría desarrollarse en los siguientes minutos a la manera de una escena detectivesca de un gusto, claro, bastante deplorable: ¿de dónde proviene, cuál es el origen de tal roja, inflamada acidez que se impregna al vaho matutino con la fuerza de las palabras a sus objetos?

Buscamos ella y yo, frotándonos lagañas, alguna traza de materia orgánica asumiendo gestos precavidos de inexpertos cazadores de serpientes; el desorden del cuarto —ropa de días sin perchas, libros esparcidos como gatos por el suelo y el armario, en el lugar que usurparon a la ropa de días sin perchas— podría albergar las más grotescas criaturas bajo esta superficie tensa e inmóvil como un pantano. Tememos la serpiente del asco. Abandono la pesquisa perezosa para poner una cafetera. Sobre la estufa, un hervidero ya reposado de jamaica presenta la misma paleta persistente de rojos profundos y quemados; las gotas salpicadas entre las parrillas revelan una filiación con aquella plasta amorfa que ha pasado la noche secándose en el lavabo del baño —me digo, detectivesco.  Revolviendo conjeturas y azúcar, vuelvo a la habitación pensando el increíble desastre que pueden provocar en el estómago de una adolescenta un par de botellas de vino. Mientras me alejo, la cafetera sonoriza la imagen que voy revolviendo a través de esa respiración intestinal que es como una resaca de mares eléctricos o pulmones evaporados.


Vuelvo con las tazas a la habitación y asco transformado en morbo por saber acaso qué calcetines o camisas habrán quedado irreparables después de la involuntaria tintura nocturna. La encuentro a ella casi en guardia entre las cobijas como en el carrillón de una ciudad sitiada; parece afrontar el acre con dignidad patricia ante bárbaros. Ahí, pequeña y medio dormida, la imagino imaginar la avanzada siniestra de los objetos, cercada por el olor inmóvil y asentado uniendo sus partículas a la estructura molecular de un pedazo aún oculto de alfombra. Nuestra sospecha es paralela: si abrimos la ventana será más difícil identificar el rastro oreado; de no hacerlo, tendré que vender el departamento o quemarlo.

Avanzo pues a tientas por el cuarto entre sorbos de café y pasos recortados por la náusea. Dirigiendo las operaciones, ella abre la cama como un libro, aventura coordenadas, apunta manchas invisibles con el dedo. Hacemos un nuevo montículo en una zona de suelo verificada en una esquina de la habitación y vamos incorporando a él de mis objetos los que aún pueden servir para la vida futura, como salvándolos de la peste. Como un nombre propio, nos referimos al aire como El Asco.

En este Chernobyl doméstico, sin embargo, ella no parece notar la gravedad de la situación: hace bromas, se felicita por no haberme salpicado mientras dormía o deferencia similar por las gatas porque mira que no sé cómo sacar manchas de vino en gatas, eh, eso te lo digo, la muy idiota entre las sábanas. Ajenas a mi muda indignación y a la elocuente estupidez de mi invitada, las gatas se refugian en la sala dentro de un geométrico pedazo de sol. Les prometo en silencio no volver a traerla nunca.

Besarla, claro, sería en estas condiciones un despropósito. Recuerdos de ocasiones más felices cuando ella podía venir, coger y dejarme dormir en paz, mecido apenas por el sonido de su respiración al otro lado de la cama mientras me veía a mí mismo durmiendo como sobre un barco anclado. Anoche en cambio mis escarceos a tientas sobre su lomo no despertaron ningún rezago febril. Bebimos demasiado y pronto. Recuerdo el ansia casi viva de su culito cuando entramos en la cama, apoyándolo contra mi vientre sin presión hasta que, cansado de acariciar una piedra, noté que roncaba. Recuerdo del estado alfa lo poco delicado que me pareció que reclamara para ella, inconsciencia de por medio o lo que se arguya, el lado de la cama que me pertenece junto al escritorio, donde tengo acceso fácil al despertador, la lámpara de noche y los cigarros. Hubiera requerido poco o aún menos valor para violarla.

Recordando esas ruinas de memoria me uno a ella sin palabras a través de su flexible resistencia, que opone desde el centro de la cama alternativamente a mí y después al Asco, que ni los vapores del café ni el sudor de nuestros muslos lograrán mitigar. Cuando, anudados animales, nos separamos y el torpe murmullo de las caricias se sucede por una respiración acalorada de maratonistas, cuando logro desenredar mis manos presas como estatuas en esa trampa de cabello negro, con los sentidos afilados  dirigimos la mirada paralela hacia la ventana donde a través de la cortina notamos a contraluz los rasgos de algo como una lechuga pequeña o un cerebro. Me acerco sudando, aparto la cortina y observo en todo su esplendor una cerrada madeja de vestigios estomacales, cuya fetidez me llega de golpe, transportada por el sol puesto sobre la cornisa como un pájaro. La arcada del Asco me contrae las vísceras; le muestro a la adolescente sudorosa el hallazgo, con un gesto que querría más severo, pero cómo se puede ser severo después del orgasmo. Ella ríe un poco, estúpida, y luego sale de la cama a traer una cubeta y un cepillo.

¿Qué estaría pensando? Evidentemente poco. No seamos duros, me digo, en tus años también vomitaste dentro de autos en movimiento, patrullas de policía cruzando como navajas la noche sonora, en jardineras manchando las flores de plastas de color indeterminable, y cuántos excusados si lleváramos la cuenta contabilizarían el total de paquetes estomacales que has desechado, de bilis, de vodka, de cerveza tibia sobre el océano como una medusa que se evapora. Precisamente la madeja vomitiva de la ventana ha tenido toda la noche y parte del día para secarse: ha escurrido por la pared como tentáculos de una medusa perdida, ser sin músculos, casi más pensamiento por lo etéreo que animal, pensamiento fuera de sitio. Apropiadas las cosas fuera de sitio dentro de la habitación, me digo, como si un pensamiento se dejara reacomodar, remodelar, redecorar; incluso limpiar: tallar, como si a fuerza de insistir sobre una idea pudiéramos hacerla ingrávida o traslúcida. Como si al pensar una cosa pudiéramos hacerla desaparecer. Pero ocurre generalmente lo contrario. Ella regresa, la más fuera de sitio de esta colección devastada y doméstica, y se pone a recoger con bolsas en las manos lo más sólido de la medusa, todo este como pasto enredado, sintiendo a su vez las arcadas que le contraen su vientre firme y suave sobre el que una mancha de esperma aún brilla como gelatina seca. Se pone a tallar la pared y la observo desde la cama, fumando, con un odio ciego y persistente.

¿Por qué habría de odiarla?, me digo. ¿Por qué no?

Cuando bajo a abrirle la puerta me abraza como en la facultad, con  impersonal cariño, lejana y sonriente, en suma bella. Se lleva un par de libros que le he prestado y, como siempre, un par más disimulados torpemente dentro del abrigo. No hace ni siquiera un gesto, sabe que no lo permitiría, de besarme. Habla de las condiciones de la lucha estudiantil, de las últimas juntas de la asamblea, de la toma de minutas mientras repito el mismo asentimiento mecánico para permitirme examinarla, para que siga hablando y pueda imaginarla caminando, cuando la puerta se cierre tras ella,  por la calle, con su festiva convicción y su lucha de clases y su Hegel en edición resumida, pero bueno, vuelvo pronto y termino de redecorar lo que faltó de tu casa, eh, te quiero, eso te digo, la muy imbécil.

.

domingo, 22 de mayo de 2011

Soneto del Fin del Mundo



Molaba mogollón la vaina, cuates,
mas el mundo no anduvo aún al choto—
Oí a mi madre: “¡Qué pinche alboroto!
Acá las tortas con sus aguacates”.

Éramos cien mil broders, mis primates:
Hoy horchata y mañana ni un poroto
ni trucha, aleros, guacha un terremoto,
que nos cacha con morra en los mecates.

Pintaba macanuda la charada
mas la matraca se nos vino abajo
con un sanseacabó. Puntilla dada.

Lo chanante devino en agua y ajo.
Era burda de fino, y ahora es nada,
parceros, que hasta Dios dijo: me rajo.

[Soneto en paniberospanglish por Aurelio Asiain, Mael Aglaia, Alan Mills, Javier Raya, Pedro Poitevin, Juan Luis Mora y Ezequiel Zaidenwerg.]

.

domingo, 8 de mayo de 2011

El amor a distancia: retazos

"Comment retenir un être par de simples mots écrits sur du papier?" -Kafka.


"Ella cada vez era una pura idea en la mente de él, porque el amante que ama a la distancia se protege de la separación mediante la metamorfosis del ser amado real en una serie de imágenes, en un fantasma ideático, que pueda ser amado mentalmente o que pueda ser abandonado en el fondo del inconsciente; de una u otra manera, el ser amado, vuelto mente, se transforma en una especulación del amante, en una pura parte de su mente, un filosofema, acaso, una forma menos dolorosa de distancia, un amor que para experimentarse hay que acurdir no a otra ciudad, no a otro cuerpo, sino que basta hablar con el propio pensamiento, un amor que se ha vuelto únicamente palabras."

Heriberto Yépez, El imperio de la neomemoria, Almadía, p. 103-4.

Este fragmento está en el contexto de la relación epistolar entre Charles Olson y Frances Boldereff, aunque podríamos cambiar los nombres y sigue teniendo sentido: poner, por ejemplo, Franz Kafka y Milena Jesenska, Henry Miller y Anaïs Nin, Hannah Arendt y Martin Heidegger, Louise Colet y Gustave Flaubert, etc.

Charla con la ausencia, hilos de respondencias/co-respondencias, organización idealizada del otro: fantasía, fantasma.


Amante.
A mente.
A miente.

¿La mente del amor mentirá o sólo miente la mente del amante?

Lo que se ama en la distancia es a la distancia misma.

La distancia escribe todas las cartas de amor. Y no hay carta de amor que no invente, de alguna forma, tanto a su destinatario como a su remitente.

Las cartas de amor hablan entre sí sobre personas que no conocen.

Las cartas de amor se envían entre extraños.
.

sábado, 7 de mayo de 2011

El agua fría

1.


¿Qué parte de la memoria utilizan los sueños? ¿Por qué es tan difícil recobrarlos? 


Nada pude aprender de neurociencia en mi breve paso por la escuela de psicología: nada entendí, no quise abrir ratones. Pero imagino que cuando se sueña, el líquido de la experiencia se echa sobre la hoja de la conciencia y forma una escritura, una especie de escritura de la pura conciencia, es decir, del saberse viendo. La maestra de piano del piso de arriba lleva toda la mañana ensayando no sé qué sonata, ni de quién, pero me gusta porque es melancólica y dramática, aunque muy inteligente. La sonata, por supuesto, no la vecina, que es una española imbécil. Imagino que así funcionan los sueños; que dejan el mismo rastro en la memoria que ese sabor de la música, una sola sensación de tránsito, de que algo pasa o ha pasado, pero no del qué. Los sueños nos afectan pero no podemos guardar memoria de ellos; casi nunca dejan evidencias. La vida es puro hacer huellas, pero los sueños no. Ese aspecto narrativo me interesa mucho: es ejercicio de narradores contar los sueños rápidamente, antes de que desaparezcan, o hacerse modos de retrasar el olvido, técnicas para que las imágenes no se apaguen, captar la luz todavía cuando el sólo pabilo de la vela guarda un restito de luz, un puntito. Recuerdan los sueños y los ordenan, y no importa demasiado si el sueño no es transcrito con precisión (nadar sabe su llama el agua fría): escribirlos es ya otro modo del sueño, la literatura. Leer es una alucinación dirigida, un fantasear las fantasías de otros. Un soñar despierto, claro. Y escribir será soñar los sueños que otros soñarán.


2.


Hace dos noches soñé que Nancy caminaba sobre la Muralla China (le conté la historia de Marina Abramovic, de su separación); iba caminando y de repente cada ladrillo, cada bloque de piedra comenzaba a temblar --así como Ovidio describe el miedo, como un soplo breve sobre la superficie del té. Cada ladrillo y cada piedra de la Muralla China se volvían verdes, su temblor se transformaba en respiración: se volvían escamas. Nancy llegaba al final de la muralla; 


ahí ondeabanderas rojas.


Las banderas no ondeaban al viento: era la velocidad, iban volando.


No eran banderas, eran las crestas del dragón.


3.


Anoche soñé que Yax Kin y yo íbamos a un circo a cielo abierto. ¿Circo? Pudo ser un corral de comedias, pero sé que era un circo porque estaba lleno de payasos de metal, hombres bocina, androides haciéndose bromas con sierras eléctricas. Se dice que en sueños no podemos ver nunca la fuente de la luz, y que podemos saber que soñamos porque no hay focos y el sol no es visible. Esto, por lo menos anoche, fue mentira. La escena estaba alumbrada por un sol verde: era una luz fría que recortaba nítidamente los perfiles de metal, las manos brillantes e imantadas, casi el griterío y un toro sobre brasas: el humo de su grasa subía y alimentaba el sol verde. Llegaba Rojo, mi querido hermanito, y cantábamos una canción que todos sabíamos mientras un dios existía en silencio.


4.


Los recuerdos de la infancia van tomando textura de sueños conforme pasa el tiempo. Nos vemos en una luz así de brumosa --y es poco probable que alguien recuerde un foco o un sol visto a los 4 o 5 años. Recordamos en todo caso la luz, el beneficio de la luz. "¡Más luz!", que decía Goethe justo antes de volverse él mismo recuerdo. Me recuerdo transformándome siempre, cuando niño. Nunca fui niño. Imaginaba complicadas interfaces para mediar la realidad, muchos años antes de ver mi primera computadora. Inventaba complicados sistemas para recordar: intentaba guardar la memoria precisa del perro de las 2:15, para no confundirlo con el perro de las 2:17; claro, cuando leí al Funes de Borges, muchos años después, me quedó más clara la zozobra de esa imposibilidad, y la tortura que significaría una memoria total, quirúrgica. Pero entonces era un juego --un juego en que se me iba la vida. Intentaba ser otros debido a la intuición de que si era muchos y no sólo Javier Raya, un niño cualquiera, podría utilizar la memoria acumulada de muchos seres. Si me volvía, por ejemplo, dinosaurio, sabría cómo cazar, cómo esconderme, cómo acechar tigres y alimentarme de su carne; si me volvía vaquero, nadie me podría amenazar con una pistola: mi mano se fundiría con una pistola y mis balas abatirían cualquier atacante, balas disparadas de mis dedos que serían cañones. Y si me volvía, por ejemplo, piedra, podría tener la memoria aguda de la piedra, cambiar imperceptiblemente junto al mundo, permitir que la corriente del tiempo como un río tallara mis bordes, me llevara lejos, al fondo de un lago --o al mar: oui, la mère-- para no tener que estar presente cuando mis padres murieran, cuando mi hermano muriera, cuando mis hijos murieran. Sí, Simic: I am happy to be a stone.


5.


Rojas, querido niño, por culpa de nadie habrá llorado esa piedra. Te vi anoche también, Gonzalo. Íbas en un tren bala y me estabas describiendo el ruido huidobriano de las multitudes que vibran en la superficie del mar, repetías ese poema de Vicente que te sabes de memoria. Me decías de las aguas entrechocadas como los hombros de la multitud y tu rostro no se reflejaba en la ventana del tren, por eso le dije a la mesera (aunque yo no sé si hay meseras en los trenes, Gonzalo, entiéndeme que soy tímido y salgo muy poco, pero qué van a haber meseras en los trenes, si aquí nunca hubo trenes) que nos trajera más vino y que no te despertara, que no te recordara que te has vuelto infinitamente pequeño, que al despertarme yo se quedaran en mis oídos tus palabras: recordar que el sol es la única semilla.


6.


Madre decía que los viejos "recordaban" cuando despertaban; es decir, que el acto de levantarse era "recordar", volver en sí también, después de un desmayo. ¿Cómo voy a recordarme yo si yo nunca me acuerdo de nada? No me sé un sólo poema de memoria, aunque una vez, en una dolorosa intervención de emergencia, donde los galenos acordaron sin consultarme que la anestesia era prescindible, digo, recordé unos versos --es decir, desperté a esos versos. Los versos decían


Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
ora su afán ansioso lisonjera.


Mas no desotra parte en la ribera
dejará la memoria en donde ardía:
nadar sabe mi llama lagua fría
y perder el respeto a ley severa.


Dolor y dolor. Mi cuerpo era un grumo de dolor mientras me destrozaban la carne. Me pregunté si mi llama también sabría perder el respeto a ley severa, si podría remontar el Caronte a nado (me imaginé fuerte, hecho un Byron en los Dardanelos nadando entre demonios, no así, hecho un cuajo, un escupo sangriento) y regresar. ¿Regresar a qué? ¿A quién? Los tercetos, recuerda los tercetos. ¿Dónde van las comas, dónde va la cesura? Y entonces dolía más. Los tercetos, Raya, acuérdate de los tercetos. Alma, venas, médulas --no, "medülas". Tres: como tres disparos: almablablabláblabláblabláblablábla. Los acentos están raros, qué cosa. Pero así no va el poema. Así se oye. Pero así no va. Make it new. Cuerpo e infinitamente cuerpo, el cuerpo es la parte visible del alma, Blake, ¿no es cierto? Envíame tu tigre burning bright para que me ayude a recordar los putos tercetos. Entiéndeme: no sé rezar y me estoy muriendo.


Almaquien todo un dios prisión ha sido,
Venas que humor a tanto fuego andado
Medúlas que han gloriosamente ardido...


Quevedo, qué desmadre de acentos. No, nada doctor, nada, nadar sabe mi llama, doctor, no se apure, no siento ya nada del alma para abajo. Qué desmadre de acentos. Pero qué bonito. El último terceto no se me va a olvidar nunca.


Su cuerpo dejará no su cuidado,
serán ceniza mas tendrá sentido:
polvo serán, mas polvo enamorado.


7.


Lo normal es la sangre. Es lo más natural de todo. Quisiera no tener tanta memoria para no guardar tanta sangre. Mi memoria es la memoria de la sangre, no de la dudosa genealogía de la especie, sino de la mía. Estoy hervido de cicatrices, doctor, ¿y quiere añadir otra? ¿Como si tallara su nombre en un árbol? Sea, doctor, más luz, entonces, tráigase su cuchillo y sáqueme algo, hará un bello tajo: Tajo donde nadan precisamente las cenizas del poeta Francisco Cervantes, ¿sabe? Es un río en Portugal. Sí, lo conozco por fotos solamente, no salgo mucho, no es que me dé miedo, nada más confío en que el Tajo está ahí, no tengo que ir a verlo, me gusta que el Tajo esté donde está. Lord Byron también cruzó a nado el Tajo, ¿sabe? 


¿Las cenizas tendrán memoria, doctor? ¿Cervantes recordará los poemas de Pessoa que tradujo, ahí, sumido entre dos aguas, el agua fría del Tajo y el agua de la memoria? ¿Se habrá vuelto ceniza densa, piedra, en el fondo del agua del Tajo, doctor? ¿De lagua fría


Si viene la muerte, doctor, enfermera, no le abran, 


díganle que regreso en media hora 
y si insiste que ya no regresaré


.