En la FIL de Minería del 2010 (donde participé con esta lectura sobre lo que por entonces entendía respecto a la poesía mexicana de mi "generación"), tuve la oportunidad de charlar con el poeta chileno Raúl Zurita. Amable, sabio, bidimensional a causa de la enfermedad, me preguntó si había publicado algo de mi trabajo en forma de libro. Le respondí que sólo había publicado en mi blog, en revistas y periódicos --poemas sueltos, sobre todo, y que no estaba demasiado interesado en publicar libros impresos. Escuchó pacientemente mis razones, que en realidad no eran tales, pues supo ver el miedo de fondo que las motivaba. "Es bueno hacer libros de vez en cuando", me dijo, "para regalárselos a los amigos, para compartir."
Al año siguiente, aparecieron con mi nombre tres colecciones de poemas, que podemos llamar libros sólo de manera referencial: el primero fue El libro de Pixie, una colección de poemas eróticos editado con mucho amor por mi amiga Zaria Abreu en el fugaz proyecto Torre de Babel. El tiraje constó de 50 ejemplares, mismos que se vendieron el mismo día de su única presentación, en un centro cultural de la ciudad de Puebla --el mismo día, por cierto, en que salieron de imprenta. Yo me quedé con uno solamente que le regalé a una mujer que no lee poesía ni lee, por otra parte, nada en absoluto.
Por los rasgos una bayoneta, editado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, apareció dentro de la colección La Ceibita. Fue el sexto título de dicha colección, y cuyo tiraje de seis mil ejemplares me sigue pareciendo excesivo. Sin embargo, tuvo la fortuna de llegar a muchos más lectores de los que yo hubiera esperado, además de permitirme leer esos poemas en los más diversos foros del país. Sigo considerándolo un fragmento en el sentido en que los doce tomos de los Fragmentos de Marco Aurelio (mal traducidos como Meditaciones) son acumulaciones de una obra no inconclusa sino inacabada de origen, de lo cual la modesta plaquette amarilla refleja sólo un 20% o menos del borrador del mismo título, terminado en 2009. Sin embargo, la diligente pericia de Mónica Nepote, por entonces al frente de la dirección general de publicaciones, además de la fina lectura de Rayo Ramírez, lograron contar uno de los periplos posibles dentro del caos acumulativo, proponiendo una ruta de lectura que sigue pareciéndome afortunada, y que agradezco. El proyecto para reeditar Por los rasgos... en versión extendida fue aplazándose en diferentes editoriales hasta que finalmente fue dejado de lado. DMG, lectora original de esos poemas, conoció la versión extendida (suplicio que sólo conocieron dos de las personas que más quiero, Rojo Córdova y Edmée García) y su lectura fue fundamental en la selección de textos sometidos después al agudo escrúpulo de Mónica, así como a su generosa invitación. El pequeño libro amarillo fue obra en realidad de tres excelentes lectoras (Mónica, DMG y Rayo), y me permitió por primera vez regalar poemas en forma de libro, como aconsejaba Zurita, a los amigos.
El mismo año terminé Ordalía, que apareció en la colección Limón Partido y que es el único que podría considerarse algo así como un libro, en el sentido de una obra cuya exposición e historia está enteramente reflejada en el intervalo de una tapa a la otra. Su ejecución me sigue pareciendo muy deficiente, debido principalmente a que por entonces comencé a experimentar con mis ciclos circadianos de sueño; por decirlo así, escribí Ordalía durante unos seis meses en que dormía en promedio cuatro horas al día, repartidos en ciclos de 20 minutos cada cuatro horas, como los veleristas profesionales. Escribí ese libro dormido, pero me hubiera gustado tener más tiempo para corregirlo despierto. Jocelyn Pantoja, la responsable de la colección, me comenta que sigue imprimiéndose de vez en cuándo, pero desconozco el tiraje total hasta la fecha. Entiendo que aún se consigue en algunas librerías. Mi querido Javier Norambuena me regaló un prólogo que es la única lectura crítica --que yo sepa-- que se ha hecho de mi trabajo. También regalé cuantos ejemplares recibí de Ordalía, el último apenas hace un par de semanas, a otro secreto artífice de su forma final: Pedro Poitevin, quien señaló importantes errores en tres sonetos que figuraban en un borrador previo (lo que me disuadió de descartarlos y reescribirlos por entero) además de leerme con generosidad, paciencia y cuidado. Buscar libros de López Velarde y Gerardo Deniz con él por las calles de Donceles fue una de las alegrías más discretas de este fin de año.
Estos "libros" tuvieron más amor y cuidado en su edición que el que yo he sido capaz de poner en su escritura, y algunos eventos recientes me han hecho recordar a las personas que los materializaron. Gracias a que fueron objetos que, como decía Zurita, uno podía "regalar a los amigos", encontré interlocutores valiosos, compañeros de trabajo, alegrías inesperadas como esta y esta, parejas sentimentales y de juergas, además de perder muchas fronteras en los viajes que no han dejado de sucederse; pero los libros encontraron eso a lo que solamente los libros pueden aspirar y merecer genuinamente: lectores.
Hace unos días me hicieron una entrevista de un portal de noticias (a cuento, supongo, de una absurda pelea en Twitter que no fue tal, y a la que no tuve entonces ni tengo ahora intención de referirme), una de cuyas preguntas fue "¿has recibido algún premio o reconocimiento por tu trabajo?" En honor a la verdad respondí que no. Participé en un concurso una vez, en el Desiderio Macías de Aguascalientes, y recibí una mención, pero no volví a someter nada al escrutinio de ningún jurado; aunque los haya diligentes, creo que participar implica creer a priori que nuestro trabajo tiene un valor que solamente a los lectores compete juzgar --y aún los libros premiados pueden hallar dictámenes poco favorables entre los verdaderos lectores, esa rara especie que se ve de vez en cuando aún, como un monstruo mitológico, con cuerpo de humano y los ojos llenos de palabras. Eso, por no mencionar el hecho de que participar en concursos implica igualmente aceptar participar en la política cultural que, en este país, es la que dicta la distribución de los prestigios y que, confundiéndolos con capital económico, no hace ni mucho ni poco bien al capital simbólico que el libro pueda albergar. He concursado en muchos slams de poesía, eso sí, tal vez demasiados; competencias más simbólicas que deportivas, con un jurado integrado por el público y el azar, similares en espíritu al mítico Certamen donde el público juzgó vencedor a Homero, que cantaba a la guerra, mientras los jueces premiaron a Hesíodo, cantor de la paz.
José Kozer me previno de no regalar libros: la gente no aprecia aquello que no le ha costado, y si no les cuesta no van a leerlo. También me dijo que es mejor publicar libros que perderlos. Pero otro evento reciente me obliga a disentir de la postura del querido maestro: a sólo dos días de haberlo puesto en línea, mi colección de poemas Los miembros fantasmas ha sobrepasado las mil descargas. Es un libro muy pequeño y sumamente modesto en cuanto a búsquedas estilísticas y formales, pasto de críticos, e incómodamente personal, yo diría, pero que tenía guardado desde hace meses en mi computadora. ¿Qué se hace con esos libros, pues? ¿Publicarlos para dejar de corregirlos, como decía Borges? ¿Olvidarlos y pasar al siguiente? Debido al robo de una computadora y varios discos duros (que conté aquí), perdí también las versiones y borradores de Los miembros fantasmas, por lo que preferí ponerlo en línea antes que perderlo otra vez frente a esos ladrones que tal vez no saben que no deben regresar a la escena del crimen, y lo colgué en su versión en PDF antes que buscarle editor. Y es que no sabría cómo llegar con un libro bajo el brazo a tocar una puerta en una editorial. Me aterra la sola idea, no sé por qué. En otro tiempo hubiera tenido suficiente material para publicar un poemario al mes durante años, porque nunca he creído en el "bloqueo creativo", esa exquisitez de algunos perezosos, y gozo, al menos desde el punto de vista productivo, de una sólida salud. Pero entre perder nuevamente todos esos textos que se van acumulándose lenta, periódicamente en mi computadora, o someterlos a becas o premios, o colgarlos gratuitamente en Internet, preferí hacer esto último. Hacerlo así, "regalando mi obra", como dijera una editora derrengada, me evita tener que lidiar con una comunidad literaria cuyas prácticas y políticas desapruebo, y permite un acceso sencillo (si bien, no siempre cómodo, por tener que leerse en algún tipo de pantalla) a los textos para quienes quieran acercarse a ellos.
En otro lado escribí sobre por qué el compartir contenido por Internet es mejor que no hacerlo. Pero no siempre pensé así. Una versión previa de este blog (que recibe unas tres mil visitas mensuales, 80 mil desde que comenzó, hace cinco años) fue retirada voluntariamente por una supuesta infracción a derechos protegidos. Eran otros días, yo era alguien que no recuerdo. Tuve miedo, me sentí como un traidor y tuve que replantearme mis tambaleantes supuestos menos uno: escribir es lo único que cuenta. A la gente le puede molestar que publiques, pero no que no que escribas. Eso a nadie le importa, y a nadie compete más que a uno mismo y a su conciencia. Eso es lo que he tratado de hacer, con mayor o menor pericia, desde entonces. Me gano la vida como ghost writer o "proletario editorial". Escribo para vivir. Me gusta pensar que esas horas que le dedico a escribir para otros son una forma de mantener las manos y la cabeza ocupadas, y que además de poder pagar la renta, me permiten mantenerme a una necesaria distancia de todo lo que acontece en el, por así llamarlo, mundo literario. Mis mejores amigos son pintores, diseñadores y músicos. La mayoría de mis conocidos son escritores, es cierto, pero con ellos prefiero hablar de libros que de las molestas personas que los escriben o editan. Si no hiciera otra cosa que escribir lo mío, me volvería loco. El trabajo me estabiliza, me conecta con el mundo de lo práctico, me da una dimensión concreta, y mesura mi tendencia a la dispersión forzándome a concretar cosas, a respetar tiempos de entrega, incluso a vérmelas con clientes que no pagan, pagan mal o pagan tarde, pero que finalmente pagan y me han permitido hacer lo mío --bien o mal-- en mis propios términos. Y por haber visto qué caro cuestan las becas, prefiero trabajar el doble en cosas que me gustan que decirme escritor en términos que no me interesan. No aspiro a otra cosa.
Mi participación en el mundo literario se limita a presentarme a donde me inviten a leer, a enviar colaboraciones cuando me las solicitan y a charlar con mis amigos y con la gente que quiero sobre los libros que me gustan. No "destrozo" ya libros con egóticas invectivas para disputar la preeminencia de una estética sobre otra. No soy modelo para figurar en las fotos grupales ni líder de opinión para pelearme un retazo de verdad con los chacales. No me disputo parcelas imaginarias de poder con caciques ni hienas. No me gusta lamer huesos. Mi actividad --la escritura-- ordena todos los aspectos de mi vida y de mis relaciones, durante la vigilia y durante los cuatro estados del sueño. Y al abrir los ojos en días como hoy veo a una mujer bellísima, sabia y brillante, viéndome dormir. Escribo aquí, en mi Tuiter o en mis cuadernos, persuadiéndome de que nadie más está mirando --y de que, si miran --si leen-- es porque desean hacerlo. No me ocupan sus razones. Todos tenemos derecho, en este país a punto de venirse abajo, al menos al morbo.
Soy un escritor, supongo, porque escribo, y si ser escritor implica asistir a eventos donde se ve a gente hablar de otra gente, donde los dudosos prestigios se respetan por consenso, donde se busca por todos los medios ponerse de acuerdo sobre quién tiene el poder, y si sobre todo, ser escritor implica ser leído en los términos que fueron válidos durante cuatrocientos años de predominio del libro impreso, entonces probablemente no soy un escritor y soy otra cosa. No me preocupa demasiado qué es esa otra cosa que se supone que soy, pero tengo muy claro lo que no soy: cada mañana y cada noche, durante unas pocas horas, mientras escribo lo mío, soy Nadie: soy una conciencia que se investiga a sí misma como si no estuviera presente. Pero frente a esa gente que se dice escritores, prefiero ser Don Nadie. Aunque se tarden, como dice mi madre.