Publicado originalmente en el No. 6 de la revista Yagular.
Es más fácil creer que el enemigo es un mero salvaje que mata
y luego sostiene en vilo la cabeza de su presa para que todos la veamos.
Susan Sontag, Ante el dolor de los demás
Intentábamos hacer poesía —decía el periodista—, intentábamos dejar
que pasara el tiempo y mantenernos vivos para ver qué vendría después.
Roberto Bolaño, 2666
Mínimas pero determinantes diferencias distinguen las incursiones del hombre hacia el interior de la tierra. El pozo: fuente de piedra, camino vertical al agua, sustento. El abismo: ruptura en la continuidad del caminante, obstáculo, oquedad que es preciso resolver con el puente o el salto al vacío. Foso: pozo artificial, viaje de ida, casa de los muertos. A diferencia del pozo, del foso nada se extrae. Caminos excluyentes de ida y vuelta: el pozo sirve hasta que el venero subterráneo se seca, hasta que es destruido, tapado cuando los niños se caen y se ahogan. Pero del foso nada se extrae. No es el cofre del tesoro, foso portátil confiado al secreto, el cofre como la excepción del foso del que nada se extrae, pero cuya voracidad es sólo del tamaño de la necesidad del hombre por hacer que algo desaparezca. Si lo que sostiene la idea del cofre es la memoria, en oposición, el foso es la forma del olvido.
2666 de Roberto Bolaño en este sentido es una suerte de cofre del tesoro que guarda fosos en su interior. Esos fosos son su tesoro, esas oquedades, esos rastros que evidencian lo que falta —materia del trabajo del detective—, que sugieren sin agotar la entrada al secreto —la promesa de la revelación, del esclarecimiento del crimen— y también la coartada para la mentira y el escondite.
Será tal vez innecesario recordar que en el periplo de su escritura y publicación (aderezada siempre por los candentes chismes del mundillo literario) la obra fue en sí misma concebida como un montaje en cinco partes: la de los críticos, la de Amalfitano, la de Fate, la de los crímenes y la de Archimboldi. Por un azar editorial o comercial la obra fue publicada en un solo y monumental volumen; los fragmentos formarán así esta continuidad artificial, “completa”. Como un Osiris, la obra fragmentada encuentra físicamente su completitud conceptual, al modo de un jarrón roto que un cuidadoso trabajo de restauración con pegamento de oro vuelve aún más valioso: las costuras, grietas o cicatrices de la novela plantean algunos problemas interesantes en cuanto a la lectura social de la violencia y su siniestra normalización.
Una de estas grietas es el narrador de la novela. Para caracterizarlo será necesario cazar al cazador. A favor de la tesis de Ignacio Echevarría en las palabras que siguen al final del libro (la cual no repetiré aquí, pero daré por sabida, porque hay un círculo en el infierno hecho a la medida de los spoilers, privatizadores y protagonistas espurios del asombro), es sencillo ver que el narrador tiene acceso a todos los recovecos emocionales de cada personaje de 2666. Un estudiante que hace su tarea lo llamaría “narrador extradiegético omnisciente”; yo lo llamaría, sin más, detective.
Pero del mismo modo en que la impericia o la prisa para cubrir de arena una fosa clandestina revela su terrible secreto, el detective tampoco ha cubierto del todo sus huellas. Se le reconoce en el tono de informe, como si no se tratara de una novela sino de un detective privado dando las partesde su investigación, divididas apropiadamente para (en)cubrir los movimientos de todos los involucrados.
Este detective-narrador se comporta, a su vez, como dicen que se comportan los criminales que quieren jugar a ser perseguidos mientras dura el juego de las evidencias y las referencias. A nuestro detective lo delatan ciertas acotaciones, ciertos gestos textuales propios de un comisionado, un periodista o un investigador privado, como cuando en cierta conversación puntualiza “las risas” para evidenciar que se trata de la transcripción de una comunicación oral, o el hecho de no obviar las similitudes entre crímenes (rotura del hueso hioides, violación por conducto anal y/o vaginal, etc.), consignando su repetición sin remarcarla, además de cierta objetividad para referir la vigilancia íntima de los involucrados, incluyendo sus sueños, sus prácticas más inconfesables, sus obsesiones íntimas.
El narrador-detective da parte al lector-cliente de cada sección de la novela, como si este lo hubiera comisionado para tal efecto. La palabra parte (en las ya referidas cinco partes en que está dividida2666) no está únicamente utilizada en su acepción de fragmento, capítulo o sección. Se trata también de un dar parte, dar fe de la operación jurídica del testimonio. Damos parte a las autoridades, nos transformamos en testigos. Después del libro no seremos tampoco inocentes, no podremos acusar ignorancia. Lo hemos visto todo.
Podemos admitir incluso una acepción más de parte si pensamos que ésta también admite el sentido de parlamento, de diálogos y didascalias, de textos en la grieta de la lectura y de la representación teatral. El testigo en que nos hemos convertido hace un momento se transforma, a su vez, en un actor que desempeña la parte del testigo. Creo que ese es uno de los tesoros de la obra: que a pesar de la presencia sugerida del testigo y el detective, cada caso se va enfriando a su propio ritmo, las pistas se confunden, los jueces se corrompen y los crímenes quedan sin resolver frente a nuestros ojos cada vez más habituados o indiferentes al crimen. Más aptos también para justificar nuestra derrota frente al alcance de lo que Susan Sontag ha llamado el “conjunto de preocupaciones y ansiedades sobre el orden y el ánimo públicos que no es posible nombrar”, en lo referente a la exposición de la violencia con fines informativos.
Este dar parte en tanto procedimiento narrativo (cuyos orígenes se rozan con el periodismo de ficción y el precedente canónico de In Cold Blood de Truman Capote) ha sido utilizado de un modo muy similar por el narrador de City of Glass, la primera parte de la no menos famosa Trilogía de Nueva York de Paul Auster, donde —juego de espejos encontrados— un narrador-detective relata las pesquisas de otro narrador que a su vez se desdobla en un falso detective. Pero aunque la estructura general de 2666 siga este patrón de manera consistente, “La parte de los crímenes” presenta importantes diferencias formales con respecto a las otras cuatro partes.
Si nuestra atención, nuestra memoria y sangre fría vacilan para llevar a cabo nuestra parte en la novela como testigos, la precisión del narrador-detective permanece incólume a través de páginas y páginas de peritaje novelado, de manera que nos vemos orillados al desborde cuando se trata de referir las circunstancias de las víctimas en esa cuarta parte de la novela. Como si revisáramos el archivo muerto que se amarilla en el sótano de un ministerio público en la frontera —verdadera fosa común de la historia inconclusa del estatuto legal de los cuerpos—, pasamos de expediente en expediente por declaraciones, contradicciones, testigos, sospechosos y nombres de mujer: sobre todo del nombre que es el único rastro del cuerpo que —además de haber sido brutalizado de tal forma que lo humano se le extrae, casi quirúrgicamente, como un órgano inservible— es transformado en información. Un nombre y un número como los sucedáneos del cadáver mutilado o nunca hallado al que esa materia orgánica, privada de dignidad y de justicia, tiene derecho. A veces, cuando el foso cumple su función, ni siquiera queda el nombre, la desaparición es total.
Si nuestra atención, nuestra memoria y sangre fría vacilan para llevar a cabo nuestra parte en la novela como testigos, la precisión del narrador-detective permanece incólume a través de páginas y páginas de peritaje novelado, de manera que nos vemos orillados al desborde cuando se trata de referir las circunstancias de las víctimas en esa cuarta parte de la novela. Como si revisáramos el archivo muerto que se amarilla en el sótano de un ministerio público en la frontera —verdadera fosa común de la historia inconclusa del estatuto legal de los cuerpos—, pasamos de expediente en expediente por declaraciones, contradicciones, testigos, sospechosos y nombres de mujer: sobre todo del nombre que es el único rastro del cuerpo que —además de haber sido brutalizado de tal forma que lo humano se le extrae, casi quirúrgicamente, como un órgano inservible— es transformado en información. Un nombre y un número como los sucedáneos del cadáver mutilado o nunca hallado al que esa materia orgánica, privada de dignidad y de justicia, tiene derecho. A veces, cuando el foso cumple su función, ni siquiera queda el nombre, la desaparición es total.
Decir que esta parte de la novela es reiterativa soslaya la impronta política que se trasluce en su ejecución: reproducir el modo en que la dignidad es neutralizada por el agotamiento del espectador, volviendo el dolor indiferente; es decir, cancelando la diferencia: un cuerpo es cualquier cuerpo y no importa. De otro modo no se explica que a 20 años de los primeros asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez nos hayamos acostumbrado a la reiterativa nota roja.
El lugar de enunciación de la noticia es muy diferente al de la literatura, se dirá. Es cierto, pero aquí estamos ante una grieta más del jarrón de porcelana reconstruido: lo que Bolaño reproduce mediante la reiteración no es la acumulación absurda de la violencia, sino precisamente nuestra —mínima— capacidad para procesarla en tanto evento en la historia de un cuerpo; y por otro lado, tal vez la verdadera denuncia que se da cuando la investigación, el peritaje y el reportaje van a parar al mismo foso común de los crímenes, al del olvido y el archivo muerto, encubriendo y volviéndose cómplices,acaso involuntarios, de lo que deberían revelar o ayudar a explicar.”
En la película El alcalde (Rossini, Altuna, Osorno, 2012), Mauricio Fernández Garza, el edil del municipio más rico de Latinoamérica, San Pedro Garza García, en el estado de Nuevo León, afirma que la proporción de los asesinatos de los que la opinión pública se entera sería apenas una quinta parte de la que en realidad tiene lugar todos los días en el país, rebasando todos los estimados estadísticos para contabilizar la violencia durante el calderonato. Más información, sin embargo, no es necesariamente más conciencia. Si hoy murieron 15 y ayer 20, no vamos “ganando”: aún murieron 15.
La verdadera brutalidad ocurre en el terreno de lo simbólico, cuando dejamos de percibir las muertes para limitarnos a contabilizarlas. En la infamia del número, la muerte se transforma en una aritmética inofensiva, una forma con la que podemos lidiar: una estadística. La pérdida de esa diferencia, es decir, de la diferencia narrativa, histórica y particular de las circunstancias de la desaparición de un cuerpo es el verdadero triunfo de la violencia. Así como la represión protege a la mente del trauma del cual no puede hacerse cargo, el número es el mecanismo con el que la sociedad mexicana lidia con la violencia día a día, incluso mucho después de publicada 2666, que admitiría en esa coyuntura una lectura profética.
Cristina Rivera Garza ha dicho que es responsabilidad del Estado garantizar el cuidado del cuerpo y prevenir su destrucción. Esto se inserta en la justificación misma de la existencia del Estado, en los orígenes de las formas primarias de organización social. Pero esta función se ha vuelto meramente decorativa, ejercida por una burocracia y un poder judicial corruptos y rebasados, táctica y estratégicamente, para responder adecuadamente a su papelen el teatro de lo social. Esta tensión se transparenta en 2666 con la fantasía de la policía (decida el lector si sólo en las novelas o también en lavida real), de que la causa de esta violencia demencial en Santa Teresa al correr de los años sea obra de un asesino serial, una corporación criminal, un garante último de sentido que justifique desde su invisibilidad la reiteración “natural” de la violencia.
Como en las teorías de conspiración, la noción de un plan que permanece oculto nos aporta la fantasía de que el mundo, a pesar de su horror, sigue teniendo sentido. La verdad tal vez sea mucho más brutal: lo que hay es el caos y la capacidad de cada hombre de tomar decisiones, incluso a costa del otro, de ese otro cada vez más deslavado, al borde de la desaparición.
2666 encarna en su inconclusión (tal vez a pesar de las intenciones de su autor, cómo saberlo) la interrupción de los cuerpos cuya historia fue enterrada. La verdad, como dice Jack Nicholson en A Few Good Men (1992), es un aspecto insoportable de la realidad: la maldad no conoce planes, se desencadena a sí misma como en un proceso de reproducción viral autónomo e impredecible.
No quiero dejar grietas en esta apreciación, creo que 2666 es un tratado sobre la maldad, es decir, sobre la libertad; un caso donde cabe plantearse el estado de una civilización donde las acciones no tienen consecuencias, donde lo que entendemos por verdad está frente a nosotros y somos incapaces de ver: no hay teoría de conspiración ni asesino serial. Estamos condenados a cadena perpetua con el otro, con ese otro que no es cualquiera sino cada uno.
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