, Maravilloso encontrar también que Green prefería a Flaubert sobre Balzac. Yo conocí primero a Balzac, recuerdo perfectamente el instante patético en que termina Le Père Goriot y dónde estaba yo al leerlo. A Flaubert he aprendido a quererlo eventualmente, ¿pero será coincidencia que, como con Gide, lo que más me impresione de él son sus diarios? Cuando Green retoma en los suyos un pasaje de Salambó, con los ricos fenicios haciéndose acondicionar terrazas para beber en la clara noche, con los diamantes de sus dedos imitando estrellas... Bueno, uno podría ponerse socialista. Pero mi recuerdo más inmediato de Flaubert es su descripción de una noche estrellada, precisamente, bajo el cielo estrellado de Karnak, me parece; recuerdo las estrellas, muy brillantes, y los mausoleos de reyes muertos en la penumbra rojiza. Ambos, Gide y Flaubert, fueron viajeros consumados que atravesaron, curiosamente, cruentos periodos de guerras. Como si Green hiciera una anotación concerniente a ambos, asienta en sus diarios que las páginas que envejecen más pronto son las escritas durante la guerra, con tantos sentimientos "comúnes" en el aire. Me pregunto qué sobrevivirá de las escrituras de esta absurda guerra civil en México.
, Green pasa por otro que conozco, pero con quien no me llevo tan bien, Lev Bloy. Hubiera preferido sin duda encontrarme con otro Lev: claro, Tolstoi. No es necesario que nadie se entere que durante este verano, el más largo de la historia, soy de algún modo Yasnaia Poliana, y aunque me llamo Fyodor, me levanto también con el sol a trabajar con mis manos y a rezar en la pantalla, a veces, más por miedo que por verdadera devoción. Green era un escritor católico; eso me sorprendió bastante. Todas mis burlas están transcritas por él mismo, pero en boca de Gide. La religión es tanto una sugestión como una herencia, y me pregunto si eso no lo habré leído en el mismo Gide tiempo atrás, y se asentó en mí y se me disfraza de una convicción propia. Fascinante el análisis de la vocación sacerdotal que el mismo Green realiza para justificar el no haber tomado los votos. Pero Gide y yo sabemos de qué hablamos: ambos rehusamos un destino sacerdotal, y experimentamos la culpa a una edad en que debería disfrutarse lo que se llamaba antes inocencia.
, En una cena con "hombres de letras" que, como se sabe, no es ni por mucho lo mismo que escritores, Julien Green se queda azorado al ver con qué campechanía denuestan a Valéry. Valéry, claro, otro viejo conocido mío. En él se vuelve concreto uno de mis temores más abstractos: no ser capaz de leer nunca todo lo que quisiera leer. Paso a ver cada tanto los tomos facsimilares de sus diarios en la biblioteca Samuel Ramos de la Facultad de Filosofía, sólo para ver que siguen ahí, sólo para seguir constatando que el infinito se entrega sólo a quien se ve acorralado, idea que no le molestaría en absoluto a Kafka. Green no puede dejar de sentirse incómodo entre estos "hombres de letras", más ocupados, dice, "en el poder que en las musas". A mí me dan tanta desconfianza los métodos de los niños de las estrellas para hacer la Revolución poética en las calles, tanta como la de novelistas y editores en torno a a la mesa de un restaurante caro, hablando de gente en lugar de hablar de libros, ya no digamos de ideas, como comadres. Qué horror. Me siento tan fuera de lugar en la calle como en las oficinas y redacciones. Se me presentan como dos abismos paralelos.
, Otro viejo conocido: Jean Cocteau. Su diario es uno de los más fascinantes que haya leído. La lucidez que le dota la abstención del opio deja reluciente el hueso de la inteligencia, que suele confundirse con el de la locura. Sabe lo que le pasa siempre en cada momento de su brutal rehabilitación; sufre, pero no teme sufrir. Green lo describe perfectamente cuando habla de la capacidad de Cocteau para no dejar caer el monólogo, compuesto de frases tan acabadas que uno no puede sino levantarse en medio de la conversación para aplaudir; aplauso que Cocteau recibiría en su fuero interno, pero que disminuiría frente a su auditorio. La grandeza sólo puede ser reconocida tangencialmente, casi como deferencia al otro, pero asumida únicamente por el poseedor en secreto. Me pregunto que diría Hugo al respecto.
, Además de Gide, mi encuentro más feliz en estos fragmentos de diario de Green fue ver su recurrencia, su casi lealtad a Shakespeare. Espero que las siguientes frases se pierdan entre estas parrafadas: hace poco pensé especialmente en Shakespeare al revisar la última versión de mi Ordalía, que ya debe haber entrado a imprenta. Me dio un poco de pena ajena utilizar un epígrafe de Shakespeare para un poema. Es infinitamente pretencioso, como si yo pudiera convocar el estado de ánimo de ese verso en el lector y luego dejarlo de lado para decir mis cosas. Qué espanto. Como si uno pudiera usar a Shakespeare de ese modo. Lástima que ya lo mandé. El verso es These lines that I before have writ do lie. Pero hubo un momento en que me supe de memoria Romeo y Julieta, y no pasan seis meses sin que vuelva a Lear y Hamlet. La última vez que leí a Shakespeare fue en una edición muy maltratada, en una librería de viejo. Fue The Tempest y la leí de un tirón, porque no podía comprarla. No me sorprendió nada que Green le mencione a Gide, a respecto de su Teseo, una despedida muy parecida a la de Prospero en The Tempest.
, Entre las predilecciones poéticas de Julien Green están Keats, Hölderlin y Rilke. Hace unos días hice una grabación de Ode on a grecian urn de Keats. Un buen amigo me comentó que mi acento es neutral, lo cuál me da gusto, porque es fácil (y me pregunto si no necesario) leer esto "afectadamente". Se están diciendo cosas terribles en ese poema. Los amantes que no podrán tocarse, las ramas que no darán frutos, pero tampoco se marchitarán... Un hermoso escudodeaquiles, esta urna. Green aprecia en la poesía, me parece, sobre todo la sonoridad. Menciona a Milton también y un sermón (involuntariamente cómico) de Donne. Y vuelve, una y otra vez, a Otello y Lear para analizar un pasaje o simplemente para fascinarse a sus anchas, que es una de las ventajas que dan los diarios, la secreta y paciente fascinación. Ejercicio que rompo al transcribir estas páginas de mi diario en un lugar donde cualquiera podría verlo. Es un acto de fe: confío en que tengo, en realidad, tan pocos lectores, que nadie repararía en que estas líneas que he escrito, mienten.
, Hay una curiosa idea extraída por Green a respecto de las cartas de Hölderlin; siente que se habla de los jóvenes durante los años previos a la Revolución Francesa de la misma manera en que se hablaba en su juventud de las juventudes hitlerianas. El Terror y la Shoah tienen unos armónicos a los que hay que prestar atención. Hay que pedir lo imposible, una revolución que no termine en el horror. ¿Estaremos en una revolución o en una guerra? ¿Difiere realmente un decapitado por Robespierre a uno decapitado por el narco? ¿No están, cada uno, en sus momentos históricos, estableciendo órdenes sociales por via de la fuerza? Lo que me aterra es la normalización de este estado de cosas. Soy absolutamente egoísta aquí: no quiero tener que gastar empatía y atención en miles de muertos, sólo quiero leer en paz. Fue el argumento con el que pude pasar más o menos neutralmente por la facultad. Pero no, la literatura, la poesía, no son instrumentos de paz solamente; hay que afirmarlos más que nunca en épocas sangrientas. Acaso podamos conservar ahí todavía algo remotamente humano.
, Uno de los poemas que más me impresionan y que volví a leer recientemente es de Roberto Bolaño y dice:
Soñé que después de la tormenta un escritor ruso y también sus amigos franceses optaban por la felicidad. Sin preguntar ni pedir nada. Como quien se derrumba sin sentido sobre su alfombra favorita.
Nada me impide pensar que, en mi papel de escritor ruso del siglo xix (y por fortuna o desgracia, este punto será comprensible únicamente para C.), pasada, claro, la tempestad y las despedidas, puedo reunirme con mis amigos franceses, Paul Valéry, André Gide y Julien Green (creo que ellos no soportarían que invitara a Lacan, pero es mi interpretación y lo invito si quiero), y podríamos sencillamente optar por la felicidad. Entonces me derrumbo sobre mi alfombra, aún con sentido, aunque mis días últimamente parezcan sin sentido, precisamente, por exceso de sentido; me derrumbo sobre mi alfombra y sé que me escondo cada vez que me presento por mi nombre.
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