lunes, 15 de octubre de 2012

Sobre RQUIEM de Victor Ibarra Calavera

Partitura para texto y máquina, presentada el miércoles 20 de octubre en el Museo del Chopo. Idealmente debería ser interpretada por un programa text-to-speech, versión que puede escucharse en Mutante.mx. Una versión descargable del libro se encuentra aquí.


JR

Saludos.

Somos Anonymous.

Aaaaaaaaaaaa, se la creyeron, putos.

Está en mis manos, más o menos desde hace un año, el RQIEM número 21, el ejemplar número 21 en la numeración de los libros que Victor Ibarra Calavera ha confeccionado en la editorial 2.0.1.2. Me ha acompañado silenciosamente en un par de mudanzas y viajes decisivos, lo que es decir, que lo llevo en mi biblioteca portátil, entre mis, por así llamarlos, libros de cabecera desde hace un año. Me he mudado unas 12 veces durante los últimos 3 años, por lo que la mayor parte de mis libros se queda en cajas o en casas de generosos amigos que los guardan durante periodos muy largos, pero no mis libros de cabecera, mis papeles, lo que siempre viaja conmigo. Porque desde que abrí por primera vez Rqiem supe que estaba ante algo demasiado poderoso como para procesarlo rápidamente, y supe que era un evento para meditar largamente, un evento que no se agotaba en la lectura, pues se trata de un libro que pone en suspenso todo lo que sabemos del objeto libro, del objeto lectura, una partitura para máquina que recuerda vagamente al lenguaje humano, un objeto embrujado definitivamente con el que tendría que vivir antes de poder comprender, antes de poder leer la magnitud del evento que la existencia de Rqiem supone.

Lo tuve de aquí para allá un año, pues, con la idea de que tenía que escribir sobre él cosas que he platicado con amigos aquí presentes una y otra vez a lo largo y ancho del tiempo, cosas que no he escrito sino hasta ahora por una razón sencillísima: porque estaba absolutamente, disculpen mi francés, cagado de susto, aterrado frente a lo que tendría que escribir. Pero es precisamente lo que da miedo escribir lo que está vivo, lo que debe ser escrito. Si miedo es deseo como dice el psicoanálisis, me dejaré llevar a continuación por mi deseo. Y estoy aquí hoy ante ustedes, hablando a través de una máquina, porque la voz me temblaría si tuviera que leer este texto yo mismo, y porque es justo que una máquina se disfrace de lenguaje en la presentación de un lenguaje que se disfraza de máquina.

Que no se interprete mi entusiasmo como fanatismo, excepto que sea el fanatismo religioso de los suicidas que los lleva a inmolarse, a menos que el fanatismo del que se me acuse fuera un fanatismo de las últimas consecuencias, como el de Mark David Chapman asesinando a John Lennon. Me emociona profundamente que exista Rqiem de Victor Ibarra Calavera por razones que trataré de compartir con ustedes, y puede ser que me falte mucho tiempo y mucha convivencia aún con esta obra para poder siquiera rasgar las implicaciones que supone su existencia; pero para conservar alguna cordura, diré en mi favor que sé que el tipo de obra que es Rqiem no es nueva dentro de la literatura, pues ahí está la poesía matemática, ahí están Huidobro, Cortázar, Cirlot, por amor de dios, la estructura de la Divina Comedia de Dante, todo un teorema; diré que sé también que las máquinas no han sido extrañas al arte digital, al performance, al arte objeto; que el sonido de las máquinas ha sido domesticado hace muchas décadas, y que la impronta neovanguardista de Rqiem ha sido explorada por diversos autores y en algunos casos agotada. Pero sospecho que este libro no juega el mismo juego que la literatura solamente, que el performance solamente, que el libro objeto solamente. Como decía Ricardo Castillo: no hay que leer palabras, hay que sintonizarlas. En este caso, en Rqiem, volvernos máquinas para decirlas, o para asistir al decir de eso que se parece a palabras, a esa tumba del lenguaje de Victor. Sospecho, tal vez medrando así toda posibilidad de exposición objetiva ante ustedes, que estamos ante una obra cuya existencia, si tomamos el tiempo de prestarle atención, cambiará radicalmente nuestro trabajo creativo, nuestra relación con las palabras y los conceptos hiper arraigados que tenemos alrededor de libro, lectura, escritura, nuestro acercamiento crítico a los textos de la más reciente promoción de eso que antes se llamaba literatura. La objetividad es imposible porque no voy a explicar nada, voy a proceder solamente agrupando ciertas coordenadas que me son accesibles para pensar Rqiem, del mismo modo que un contador Geiger puede ser objetivo solamente midiendo la radioctividad del ambiente, sin por ello ser capaz de anular en lo más mínimo sus fatales efectos. Porque no se dude, Rqiem es una bomba atómica y nadie sale vivo de aquí.

He hecho notar al principio que mi ejemplar de Rqiem está cifrado con el 21 en la numeración del primer tiraje de 60 ejemplares porque me hace pensar mágicamente que se corresponde con los 21 arcanos del Tarot, un libro, a mi parecer, que es de la misma especie que Rqiem, un tipo de obras de arte que sólo pueden convertirse en espejos y exponer, construir a su lector. Ni Rqiem ni el Tarot son libros hechos para decir el futuro, para adivinar la suerte, para predecir casamientos o tragedias, aunque de alguna forma se tenga la sensación de que el vértigo de mirarse en su superficie nos ahogará como a narcisos. Libros también que no sirven para leerse y botarse, para meter en una caja y comentar de vez en cuando; libros que no se pueden releer porque son infinitos; libros de arena borgeanos que no tienen principio ni fin, que recuerdan o aluden a lo humano pero no de manera directa, “realista”, en términos literarios, sino simbólica. La manera correcta, a mi parecer, de leer los libros de la especie de Rqiem y el Tarot es soñándolos, es decir, soñándolos verdaderamente despiertos.

Podríamos pensar que hay un hilo natural entre Rqiem y el Canto Séptimo de Altazor, el libro aéreo que inaugura las vanguardias en América. Un hilo que va del lenguaje hacia el fin del lenguaje, que es a su vez el esquema o mapa originario del lenguaje. El poema mismo parece predecir que el campo inexplorado será el fin del lenguaje, que bien podríamos pensar, significa en este contexto el fin de la literatura, esa sentencia de muerte que va inscrita en el nombre Rqiem. Los primeros seis versos del Canto Quinto de Huidobro son como seis clavos en el ataúd de la literatura, cito:

Aquí comienza el campo inexplorado
Redondo a causa de los ojos que lo miran
Y profundo a causa de mi propio corazón
Lleno de zafiros probables
De manos de sonámbulos
De entierros aéreos

(Cierro cita).

Entierros aéreos que recuerdan al avión de madera del poema funerario de Gonzalo Rojas y que recuerdan a un tipo de campo más allá de los mapas conocidos, el Hic sunt dracones que decían los mapas del siglo 15, antes de que los europeos cruzaran el Atlántico y vieran que no, que no hay dragones en América, pero que América es el dragón que estaba puesto en el lugar de los sueños del viejo continente. Porque algo debe de morir, es decir, de cambiar de estado, de renacer, para explorar el campo inexplorado que predicen primero los primeros versos del Canto Quinto de Altazor, canto que preconiza la sintaxis maquínica, que recuerda apenas vagamente al lenguaje humano, con la cuál está escrito Rqiem y que está anunciado en el Canto Séptimo de Altazor mismo. Cito los últimos 10 versos del paracaídas huidobriano, cito:

Infilero e infinauta zurrosía
Jaurinario ururayú
Montañendo oraranía
Arorasía ululacente
Semperiva
    ivarisa tarirá
Campanudio lalalí
Auriciento auronida
Lalalí
Io ia
iiio
Ai a i a a i i i i o ia

(Cierro cita).

Ahí está ya insinuado, se me ocurre, el spoken word, el beat box, la gramática generativa que empeñaría inútilmente a los científicos del lenguaje, las hidromurias que hacen las delicias de los pornomelosos en Rayuela de Cortázar, y la imposibilidad que el poeta Francisco Cervantes habría de denunciar en los versos (cito):

No espero comprensión de nadie
Pues la máquina humana es limitada

(Cierro cita).

Fin de la máquina del decir humano y principio de la máquina ilimitada de los libros espejo, donde la literatura como se entendía hasta entonces, como un vampiro, es incapaz de reflejarse. Porque la literatura, el lenguaje, utiliza la estructura de una lengua para existir, para comunicar, para crearse por un procedimiento autopoiético del cuál, sin embargo, es deudor indefinido, ladrón. Es como decir que la estructura de un lenguaje es el territorio que el mapa, con una esperanza sin límites, intenta reproducir. Porque no hay esperanza: esa estructura es irrepresentable porque, como los poemas, cada uno es su propia posibilidad ejerciéndose, esa estructura que es como un ADN que determina lo que puede una lengua, a la manera que explica Henri Meschonnic en su crítica a los paradigmas del sentido. Pero la pregunta “¿qué puede un lenguaje?” se responde sólo de manera tramposa y parcial mediante los actos del lenguaje mismo: un lenguaje puede, antes que otra cosa, desaparecer, puede extinguirse como un dinosaurio en un rincón hostil del planeta y dejar a su paso una ruina apenas, una osamenta sobre la cuál trataremos de imaginarlo. Nadie ha visto, que yo sepa, un tiranosaurio rex caminando por las calles, pero tenemos una idea de cómo lucía un tiranosaurio rex gracias a los huesos que hemos armado en forma de tiranosaurio rex. Esa representación que nos hacemos, ese rompecabezas mesozoico es sólo posible por los huesos fosilizados, y así de fosilizadas se encuentran a su modo las palabras con relación a la posibilidad ya implícita en su lenguaje: representaciones, reflejos efímeros, sombras de sombras. Sirva lo anterior para decir que Rqiem es la ruina y el origen de un lenguaje, y al presentarse en su reencarnación de libro, es también el fin de la literatura, del modo en que un tiranosaurio en nuestra mente existe sólo porque es posible imaginar que así lucían los dinosaurios hace más de 65 millones de años.

Rqiem me hace pensar, al hojearlo, que así lucían los primeros lenguajes humanos, y que así será, acaso ya lo sea, la conversación de las máquinas que de nosotros heredarán la Tierra. Esta sensación se deja encuadrar en la noción de código: como el ADN, orden absoluto de lo vivo, lo que el supremo caos de Rqiem me recuerda es precisamente a un cuidadoso orden, un orden para el que nuestros hábitos de lectura, para el que nuestros mismos aparatos fonadores no nos han preparado. Si algunas partes de Rqiem recuerdan vagamente a palabras humanas por el orden de sus signos (e incluso un poco la sensación de escuchar latín, la lengua mapa del que nuestro diccionario interno del castellano guarda todavía la memoria en el oído, y verificable al escuchar el nombre de los tracks o secciones que componen Rqiem: austral, levolo, astor, karitas, dentr, nm, koros), y todavía se dejan pronunciar, del mismo modo hay secciones en las que los signos del alfabeto ya son solamente agrupaciones de sentido, como el binario 01110010 01110001 01101001 01100101 01101101, o las diferentes combinaciones de las letras Ge Te Ce A en el código del ácido desoxirribonucleico.

El código me hace pensar también en los conjuros mágicos, donde el intérprete del código, a saber, el mago, no precisa entender el código con el que trabaja. ¿Qué hablante de castellano afirmará conocer el funcionamiento del código de su lengua? Ya se ve que no se precisa comprender en un sentido cognitivo un código para hacer notar sus efectos, para utilizarlo. El código del Tarot es un lenguaje visual, simbólico, que apela, dicho de manera muy breve y grosera, a los arquetipos humanos fundamentales, siguiendo un elaborado código numérico de repeticiones, rimas visuales, ordenamientos, ejes y figuras. Es decir, podemos afirmar que el Tarot y Rqiem son una especie común de libros porque presentan una sintaxis, un orden, un ritmo, una especie de coherencia interna que debemos no decir, sino sintonizar. Sintonizar del modo en que “sintonizamos” la figura de un dragón o de un barco vikingo al observar las nubes.

La atribución de sentido es una prerrogativa, una opción que el lector/espectador de Rqiem puede dejar inexplorada. Me recuerda precisamente a la ambición sin ambición que movía a John Cage para decir que en la música tradicional podemos pensar que un sonido es un hombre, un presidente o un sentimiento, es decir, que la música tradicional comunicaba, a diferencia del ruido del tráfico de las ciudades, ese caos donde el sonido, a decir de Cage, era “simplemente” sonido. Decía el compositor y poeta que Beethoven y Mozart (cuya misa de Réquiem, misa de muertos, es otro pariente lejano del libro que hoy nos ocupa) siempre suenan a Beethoven y Mozart, pero que el tráfico de una ciudad, el sonido que entra por una ventana a las 3 de la tarde, es siempre diferente, siempre impredecible, en ese sentido, siempre nuevo. “Yo sólo quiero que los sonidos sean sonidos”, decía John Cage, quien exploró en su famosa obra 4’33” no las posibilidades del silencio, sino las posibilidades de escuchar durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, musicalmente, el sonido circundante.
No, Rqiem no es el absoluto tráfico, el caos, la mera contaminación visual y sonora que recuerda vagamente al lenguaje humano, sino algo más parecido a ese “escuchar musicalmente los sonidos” que preconizaba Cage, esa exploración, en este caso, sobre lo que puede un lenguaje. Esa atribución de sentido que hacemos del silencio recuerda a unos versos del poeta persa Ahmad Shamlou que refieren la vista desde el límite del mundo conocido por los navegantes de la Antigüedad, el Hic sunt dracones de los marineros, el vacío total. En el idioma persa, (puta madre, soy una máquina leyendo una presentación, no hablo persa, pero cito, a ver):

خانه‌ی من در انتهای جهان است
در مفصلِ خاک و
پوک.

(Cierro cita.)

Lo que en una traducción más o menos ilustrativa al castellano vendría siendo:

Más allá del fin del mundo está mi hogar,
a un lado de los límites, entre el polvo
y el vacío.

Cierro Cita.

A condición de continuar mi lectura de Rqiem en un texto mucho más largo, texto cuya sola idea me produce un miedo pavoroso, la sensación de que aún falta mucho que decir sobre esta obra y cuyo estudio puede aún abordarse por numerosos frentes, diré, que no creo que Victor Ibarra Calavera, mi querido Chavo, sea del todo conciente de lo que está haciendo. Es decir, una persona no podría haber imaginado Rqiem, el sueño de las máquinas, una oveja eléctrica con la que sueñan los androides.

Para empezar a concluir, quiero hacer notar que entre los libros código de la más reciente nómina de poetas del continente, Yaxkin Melchy y Los poemas que vi por un telescopio, Héctor Hernández Montecinos con La Divina Revelación, Emmanuel Vizcaya y su DHBRMNT o Manuel Barrios y Yoga, el RQUIEM de Victor Ibarra Calavera destaca por ser un libro cuya objetualidad, su ser objeto, genera en quien lo observa la sensación que tendríamos de haberle robado el birrete al Papa: una sensación que podríamos describir como la de tener un objeto venido de otro planeta, un meteorito, la caja negra que quedó aún funcional luego del inmenso choque de aviones que fue la creación del universo, un hoyo negro, un ano que retiene y expulsa, un objeto que digiere el lenguaje y lo entrega vaporizado, sólo para uso de las máquinas, y pues en ese, y sólo en este sentido descrito anteriormente, Rqiem de Victor Ibarra Calavera es una mierda.


Somos Anonymous.

No olvidamos.

No perdonamos.

Putos todos, venceremos.

Espérennos.

1 comentario :

  1. prehistoria
    avispa avispa avispa avispa avispa avispa avispa avispa avispa avispa avispa avispa
    historia
    visa visa visa visa visa visa visa visa visa

    ResponderEliminar

mis tres lectores opinan: