Podrían ser el decorado de una tienda departamental, robots u hologramas; como fuera, forman parte del paisaje, se organizan en curiosas mareas como pájaros u hojas secas. Se miran --nos miramos-- con desconfianza. No hay motivos para dudar de la gentileza de los extraños; tampoco para garantizar sus buenas intenciones. Una sana sospecha, te dices, una mínima distancia a través de cada uno de los actos cotidianos que te haga parecer inofensivo ante el ojo del otro, que a su vez sospecha de ti. Teatralizar una tos naturalísima, una poca de cojera, una herida mal curada en los flancos.
Escondiendo el puerco dolor de donde los demás pudieran verlo, pero sin envolverlo tan bien que no se note su resplandor podrido. Caminándolo, resguardándolo, como un niño o una hoja de papel de la lluvia.
Pero camina rápido. Que nadie te mida las huellas. No estás paranoico, pero bien puede ser que alguien te esté siguiendo. Nadie que hiciera bien su trabajo trataría de secuestrarte, claro; pero desconfías de los exnovios celosos. De las viejas rencillas de borrachos. De los pleitos jurados que llegan a término, que vencieron y que se amontonan en la cola del desaguadero. Ellos pueden ser los que te siguen, de los que te desprendes en una carrera imaginaria, los acreedores del amor mal pagado, haciendo erráticas figuras entre la multitud; comparados con la tuya, su velocidad es una forma de la inmovilidad, pero no se notan unos a otros, y sabes en el fondo que no son ellos. Un zumbido más no suma al avispero.
Al menos durante el día.
Por la noche se trata de un ecosistema totalmente distinto. El afuera del día se vuelve encierro: los que caminan por las calles en la madrugada están encerrados en el afuera, los unos con los otros, como sobre una rejilla del metro por donde se filtra hacia la superficie un poco de calor y un grupo de niños de la calle se amontona sobre periódicos y cartones. Hay lugares con imán, hoyos negros. Los puestos de tacos, los sitios de taxis, las tiendas abiertas 24 horas, las luces de los policías: puntos focales para la carrera de relevos de la mirada paranoica.
Saber qué decir, ser local en todas partes, reaccionar con naturalidad a los extraños. Tú eres de aquí, tú vas pasando por aquí, no importa quién sea el interlocutor. Los malandros y la policía funcionan bajo códigos similares, reaccionan ante las mismas sospechas y obsesiones básicas, creen que escondes cosas que no escondes en los mismos bolsillos. No les disputes nunca la autoridad, eso lo aprendiste pronto. Ni a los ladrones ni a los policías. Ellos tienen la razón, se juega todo bajo sus reglas. Ellos tienen un arma y tú estás en la calle al tiempo que ellos. Nadie puede culpar a nadie.
Pero ellos no son el enemigo en realidad, son un obstáculo. Hay que desembarazarse pronto. Nunca salir con mucho dinero, pero tampoco sin nada (pueden darte una golpiza en cualquiera de los dos casos). Hay que compartir lo que se tiene, sea un malandro o un poli. Cigarros, sobre todo. Un billete de baja denominación. Estos zapatos no valen nada, mírelos nada más. Pero todo esto se puede evitar con una frase comodín como "Buenas, jefe". Bajas de categoría en su radar si eres el primero en hablar, pasas desapercibido más fácil. Tal vez te conocen y no recuerdan; tal vez te detuvieron ya, te preguntaron si ponías para la siguiente caguama. Ya te pasaron báscula antes, no se acuerdan cuándo, pero mientras hacen memoria o se extrañan frente al saludo de un extraño tú ya pasaste.
Tal vez no te pondrías en esas situaciones si estuvieras más ocupado. Si aceptaras más trabajo. Si te quedaras más tiempo en casa. Si vivieras con alguien y alguien se preocupara por si llegas y en qué condiciones. Pero estas situaciones se siguen produciendo porque la noche funciona con unas reglas mucho más interesantes que la inercia productiva del día. Y nunca faltan buenas charlas. Ya no es ni siquiera necesario beber. Las drogas enturbian, restan atención. Es necesario otro entrenamiento, otras velocidades para entrar y salir de las agendas diurnas y nocturnas, para mezclarlas, barajarlas hasta dejarlas irreconocibles como día o como noche, hasta lograr desvanecer la barrera entre sueño y vigilia.
Insomnio no es. El insomnio es una coartada. El insomne es el que no sabe por qué no quiere dormir. Pero yo tengo muy claro por qué duermo y por qué no duermo. Al menos eso lo tengo claro, lo demás no tanto. Pero ambas categorías --sueño y vigilia-- nunca dejan de evaluarse mutuamente y de mostrar una sospecha tan incuestionable que se vive en una paz armada con el estado de realidad. Le vas a llamar mañana y decirle que soñaste con ella, pero ella te dirá que eso pasó hace 3 días en su casa, o que leyó en el Facebook de alguien que esa historia es de un manual de mecánica del siglo XVIII. Esas cosas pasan. No importa de dónde venga la información mientras se siga mezclando. Al menos la información tiene referencias, la realidad no.
Te quedas esperando a Rafa y a Frank. Llamaron hace una hora y venían a pie. Puede que vengan en camino, que los hayan detenido, que los hayan asaltado o que no vengan, porque se quedaron en la fiesta o dormidos. Las opciones son finitas y no se contraponen con tu posición de ser el que espera. Se te ocurrió citarlos sobre el Eje porque está más vigilado a esta hora, es cierto. Este punto en particular, donde está el sitio de taxis de los dueños de los puteros y de las ficheras que suben a otro y otro taxi para seguir la fiesta en otra parte, o para convencerse de que duermen, para no caer en la tentación de soñar que siguen bailando.
Además sólo ahí se puede encontrar comida a esta hora. Tamales y atole. Eso o cacahuates y pastillas de menta. Espero 10 minutos y me voy. No tengo hambre. Parece que no va a llover otra vez. Me atravieso a comprar cigarros en el K. Dos más se acercan con una caguama vacía. "A reponer los muertos", dicen o les digo, no importa. Estamos en la misma fiesta, no importa que nunca nos viéramos antes. Esa es la complicidad básica. Bajamos un poco las defensas a través de la cortesía sólo para mostrarle al otro que somos tan inofensivos como él. No tengo idea cómo lo hagan las mujeres, pero seguro será más sofisticado. No sé si una chica de la facultad saldría inerme a estas horas de estas calles, pero ningún vago se atrevería a chiflarle a la fichera que va saliendo con su abrigo largo, unas cuentas rojas rozándole los altos tobillos encasquetados en sendos tacones de aguijón, a la que le cierran la puerta del taxi y le prenden la luz para que se ajuste el maquillaje --siempre excesivo, siempre innecesario, casi teatral, como el de cualquier mujer que usa maquillaje de día-- y se pierden manejando en la calle vacía, fingiendo una prisa que el taxista finge a su vez.
Una fuga.
Y ya pasaron 20 minutos y estos cabrones que no llegan.
Será volver a casa, rebuscar en el bolsillo --ese escroto secundario, que dice Deniz-- por las llaves y entrar sin que nadie nos mida las huellas, e incluso al entrar al vestíbulo del edificio dudar si no hay alguien que nos espere franqueándonos las esquinas; luego de dudar rápidamente de la posición de cada sombra, dudar una vez más en el rellano de cada piso, de cada pasillo. Podrían estar, aunque sabes que no estarán. Hoy tampoco. ¿Quiénes?, no sabes. No importa. Es necesario cuidarse de ellos. Incluso después de entrar a casa y echar el pestillo. Después de dejar las llaves en la repisa y el saco sobre la silla. La precaución al encender la luz de la habitación no mengua; imaginas sombras que te saltan realmente encima desde las esquinas, pero nada de ellos. E incluso al cerrar los ojos dejar que el oído siga vigilando un poco más. Sólo por si se les ocurre esperar a que te duermas para venir.
Que no te atrapen desprevenido, esa ha sido la consigna desde siempre, pero francamente ya estás cansado.
Tanta precaución te hace sospechar, a tu vez, que toda esta vigilancia y práctica de la atención es una forma de desear que te atrapen. Que te atrapen cómo o por qué, tampoco importa. Todo lo sabremos a su tiempo. Es de lo que se trata al final para los cristianos y ni siquiera la superstición del pecado original pueden tomarse en serio. La culpa a priori. El efecto precediendo a todas las causas. La condena antes que el delito. Porque sabes que al menos has estado encerrado aquí afuera, con ellos. Con ellos, pues, como diciendo con ustedes. Pero después de que te pones los párpados en su lugar como las alas de una enorme cucaracha, ya estás sólo verdaderamente con ellos. Todas las precauciones acaban. Empiezas a soñar. Sabes que estás soñando incluso antes de estar dormido, balanceándote en la frontera del estado alfa. Y sueñas que caminas en una calle larga donde un camión de pollos está descargando floreros llenos de medusas. Te dices que es extraño, pero que a fin de cuentas la orina que neutraliza el veneno de las medusas es de un olor muy parecido al del pollo. Te das cuenta que estás soñando y caminas más rápido hasta que la velocidad se vuelve una forma de la fijeza. Ya puedes estar en más de un lugar al mismo tiempo. Ya eres también los que te persiguen, y puedes anticiparte a tu propia vigilancia.
Y al menos en el laberinto transparente el monstruo y el héroe se saludan con indiferencia, pero sin rencor, a través de sus paredes invisibles.
a Tania