No
voy a darme un tiro
en
la cabeza, y no voy a darme un tiro
por
la espalda, y no voy a colgarme
con
una bolsa de basura, y de hacerlo,
te
prometo, no voy a hacerlo
esposado
en una patrulla de policía
o
en la celda de algún pueblo
que
sólo conozco de oídas
porque
debo manejar por ahí
para
llegar a casa. Sí, puedo estar en peligro,
pero
te prometo, confío que los gusanos
y
las hormigas y las cucarachas
que
viven bajo las duelas
de
mi casa van a hacer lo que deben
con
mi pellejo más de lo que confío
en
un oficial de la ley mundana
para
cerrar mis ojos como un hombre
de
Dios haría, o para cubrirme con una sábana
tan
limpia que mi madre pudo haber usado
para
cobijarme. Cuando me mate, me voy a matar
como
hacen la mayoría de los estadunidenses,
lo
prometo: con humo de cigarro
o
asfixiado con un trozo de carne
o
congelado en la miseria
en
uno de esos inviernos que seguimos
llamando
el peor. Te prometo que si escuchas
que
morí en algún lugar cerca
de
un policía, ese policía me mató. Me alejó
de
entre nosotros y dejó mi cuerpo, que es,
no
importa qué nos hayan dicho,
mayor
que la compensación que la ciudad puede
pagar
a una madre para que deje de llorar, y más
hermoso
que la bala nuevecita
pescada
de entre los pliegues de mis sesos.