Más allá del fin del mundo está mi hogar, a un lado de los límites, entre el polvo y el vacío.
-Ahmad Shamlú
1.
Hace poco soñé que formaba parte de la tripulación de un camión recolector de basura. La palabra era precisa: la máquina se conducía como una nave en altamar, y los hombres que integrábamos las faenas de carga y descarga teníamos una camaradería semejante a la de los marineros. Recorríamos las calles pero no para transportarnos, sino para recoger ese dudoso tesoro compuesto de los materiales que la gente saca de sus vidas a cambio de unas pocas monedas, o a veces a cambio de nada. Recuerdo que en el sueño, los tripulantes de la máquina hacíamos bromas todo el tiempo, y en algunos breves periodos de descanso nos echábamos a contar historias y fumar cigarrillos entre pilas de botellas de PET y cartones. La semilla de la división, sin embargo, aparecía personificada en una promotora cultural que conocí hace años, y que durante el sueño hacía las veces de una tecnócrata obsesionada con la eficiencia de los procesos: una mujer que sembraba pequeñas rencillas entre nosotros, que nos hacía competir en términos de laboriosidad, quitándole toda la diversión a la experiencia de recabar objetos desechados e impuros entre camaradas, como piratas de las calles.
A pesar de todo, durante el sueño me vi cumpliendo una vieja y tal vez olvidada fantasía de infancia. Es una historia que a mi mamá le gusta contar siempre que la ocasión lo amerita (y lo amerita a menudo): su hijo mayor no aspiraba a crecer para convertirse en uno de esos aburridos y sosos miembros productivos de la sociedad, con profesiones respetables de las que vale la pena alardear, como los abogados o los gerentes de empresas, sino uno de esos señores de la basura que parecen tan intercambiables y deleznables,en el imaginario popular, pero que prestan un servicio tan vital que, sin ellos, la ciudad se paralizaría en cuestión de días, sepultada bajo la acumulación de su propia cáscara de desechos.
Yo tendría entonces la edad que tiene ahora mi hijo, cinco o seis años, y en la radio de finales de los 80 sonaba una y otra vez "Cuando seas grande", de Miguel Mateos. Su inolvidable coro responde a la pregunta que da título a la canción con vías laborales sumamente disímiles y acaso incompatibles entre sí: "estrella de rocanrol, presidente de la nación".
Oh uh oh.
2.
Mi madre me preguntaba a menudo qué quería ser de grande, supongo que como muchas madres le preguntan a sus hijos, con la secreta intención de descubrir, modelar o censurar tempranas vocaciones. A mí no me interesaba (y sigue sin interesarme mucho, francamente) ser un miembro "respetado" de una sociedad que valora tan poco al servicio de limpia pública, pero que entroniza a burócratas de todo tipo, a los cuales recompensa por su capacidad de competir y estorbar. Mi sueño era pasar las horas colgado de un enorme armatoste de hierro, ruidoso y pesado, imposible de ignorar, haciendo sonar esa campana portátil que movilizaba multitudes con su estruendo como solamente lograría en los pueblos el batir de un pesado badajo de bronce en la torre de la iglesia. Su sonido alarmante, el armónico de metal que deja en el aire cuando se calla, está de tal modo enraizado en la mente de quienes lo escuchamos que nos vuelve autómatas capaces de detener al instante cualquier labor doméstica para salir corriendo con bolsas y botes a la calle, para ubicar a esos carontes de la inmundicia, los que hacen el verdadero trabajo sucio de procurar el olvido y hacer desaparecer las evidencias de la reproducción de la vida diaria.
A pesar de que mi vocación de basurero fue sustituida muy pronto por otras (que tampoco eran motivo de celebración familiar, por cierto), sigo creyendo que el concepto de basura es una construcción más bien burguesa, o cuanto menos de gente con muy poca imaginación práctica. Una fugaz visita a Cuba me hizo confirmar esa sospecha al ver cómo, en la vida cotidiana, los objetos descompuestos o averiados no terminaban en botes de basura, sino que eran tratados con la dignidad de las cosas irrepetibles: reparadas, zurcidas, modificadas para convertirse en otras cosas y servir a nuevos fines. Durante la escasez de refacciones que afectó (y no ha dejado de afectar) a la isla, se crearon comisiones especiales de inventores que fabricaban o adaptaban piezas necesarias para hacer funcionar las industrias y las cocinas de las casas, por lo que literalmente la basura de algunos podía ser el tesoro de otros. Un triunfo de la imaginación sobre la lógica de la sustitución; actividad --la de imaginar, la de inventar-- en la que los cubanos llevan décadas sobresaliendo.
3.
En una entrevista, John Cage afirmaba que, bien mirado, no existían dos botellas de Coca-Cola iguales. A pesar de que la línea de producción las fabrique a razón de miles o millones, cada una es un objeto irrepetible, único sobre el mundo, cuyos átomos no son compartidos por ninguno otro, aunque su composición química sea la misma. Se trata de una manera de utilizar la atención, o mejor dicho, de no dejarla adormecer bajo la lógica de la semejanza y la sustitución. Con el incurable esnobismo que me caracteriza, se me ocurre comparar esta lógica con la operación de la presentadora japonesa de televisión, Marie Kondo, cuando aconsejana a los acumuladores compulsivos de objetos a dejarlos ir "con gratitud".
Su programa, que gozó de alguna celebridad hace pocos años, trataba de una especie de terapia de limpieza extrema, donde las víctimas de cada episodio eran sometidas a una labor de revisión por esta mujer pequeña y entrometida que los orillaba a deshacerse de sus preciadas cajas, latas, recuerdos y colecciones de objetos con traumático valor sentimental, en pos de una pulcritud sólo alcanzada por los aparadores de las tiendas departamentales. Sin embargo, ese gesto de "dejar ir las cosas con agradecimiento" me parecía muy bello: no rebajaba los objetos en desuso a la categoría de cosa desechable e inmunda, sino que reconocía su valor pasado, y lo entregaba al basurero con la dignidad de un pequeño cadáver amado que se devuelve al ritmo de las transformaciones.
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