El paraíso para Borges es una biblioteca, se sabe, pero el método para ordenarla es algo en lo que se repara, creo, poco. En el orden de los libros hay una metafísica, o, si se prefiere, una intención de lectura. No iré por lo pronto tan lejos para afirmar que hay un trabajo curatorial (palabra tan de moda), pero en tanto intención, la organización de un conjunto de libros crea sentido en sí mismo, acaso extensión de la presencia latente de los libros.
Antes, se me disculpará una errancia anecdótica, espero pertinente: escribí una vez unas Instrucciones para ver películas con gente, que el improbable, interesado lector hallará en este mismo blog. Hoy intenté ponerlas a prueba: lo logré. Es decir, seguí fielmente el primer punto. Salí corriendo de un cine atestado antes que someterme a la tortura masoquista que me supondría haberme quedado, y al salir de ahí lo primero que vi fue una librería. Un poco demasiado cliché: opongamos al vértigo inmóvil de la multitud (pues que la multitud es estática, como los cardúmenes) el silencio benéfico de la librería. Craso error.
Entré en una librería del Fondo de Cultura Económica como pidiendo santuario. Horror. Ya desde las barras metálicas de la entrada eso parece un supermercado. Pronto la gente entrará a pedir un kilo de novela, medio kilo, tres cuartos, o el despistado que preguntará "de a cómo los libros." Así de vertiginosas las mesas de novedades. Antes de entrar incluso tienen lockers, como en algunos supermercados. Les faltan solamente los carritos y las demostradoras de las editoriales, leyendo fragmentos de novelas o poemas en los pasillos; "muestras gratis". Esto último no me parece del todo malo; cursi, claro, pero preferible. ¿Preferible a qué? Preferible al brutal dispositivo de seguridad desplegado al interior de la librería. Me explico.
Mientras me cuento los billetes en la bolsa y (h)ojeo unos ensayitos de Apollinaire, un vigilante malencarado me mira. Tengo chamarra ancha. He trabajado en librerías, así que sé cómo funciona esto; esta vigilancia es normal y hasta cierto punto, tolerable. Lo que me saca la piedra es que el fulano se ponga a musitar no sé qué cosa en su radio. Sigo su mirada: hay una chica vigilante en la entrada. Yo puedo escuchar sus voces, pero no les entiendo, sólo escucho esos pitidos enervantes y esa estática que es como las nubes de las conversaciones por radio. No me molesta el ruido, coño, sino esta pérdida de la calidad aurática del espacio. Lo que decía en un principio: el acomodo y la disposición de libros es en sí mismo significante, y a riesgo de exponer una prematura demencia senil, diré que parece que la interconectividad ha tomado el lugar del espacio; los espacios ahora son interfaces, zonas de mediación entre emisores y receptores: medios. No se va a un restaurante o librería por el simple gusto de ir, sino por un badge de Foursquare; la gente en el cine parece que va a recibir llamadas, qué horror; y estos vigilantes que forman parte de un nuevo mobiliario de las cadenas de librerías, el que completan las cámaras de seguridad, las muchas cajas, las interminables mesas de novedades, etc.
No idealizo ni romantizo el libro ni las bibliotecas: sé que el libro impreso debe desaparecer. Es necesario, o lo será; ecológicamente será insostenible y nos adaptaremos, como cuando Sócrates se aterraba de que la escritura desplazara a la memoria y cuando se temió que la imprenta desplazara la literatura oral. Me entusiasma tener un reader y acceder a cientos de libros difíciles de conseguir, en el idioma que yo quiera, cuando yo quiera. Trabajo en una página web, por amor de dios. Pero también trabajo en una editorial de libros impresos (sí, gente del futuro, como los de antes.) Esta queja dirigida al improbable lector que tolera grandes parrafadas en una interfaz electrónica (i.e. este blog) tiene como asunto el lugar, el espacio, no el libro en sí. Continuemos, pues.
Las librerías amarillas
Trabajé en la Librería Internacional, ubicada en la calle de Sonora, entre Insurgentes y Amsterdam (Carlos Fuentes la menciona como "librería alemana" en Los años con Laura Díaz, pues la comunidad alemana de la colonia Hipódromo pedía ahí sus libros, sobre todo de medicina). Cuando yo entré ya no era la eficiente librería que mandaba traer títulos de varias editoriales e idiomas desde los años 40: era una bodega (des)organizada en secciones, muchas, a través de dos pisos, pero conservaba todavía el encanto de viejas glorias.
Como acabo de leer la crónica de Julio Trujillo sobre El Parnaso de Coyoacán (gracias, Roberto Cruz Arzabal), estoy tentado a enumerar al fascinante personal con el que pude convivir durante casi un año, pero para no desviarme demasiado concordaré en que siempre está ese que Trujillo llama bouncer, un fornido que identifica a los robalibros, así como varios personajes y personajas interesantes: en la Internacional, los hermanos que tenían 30 años trabajando en librerías, el hombre que pasó de vigilante a gerente, el políglota de la sección de idiomas, o Moisés, que organizaba conmigo la sección principal, literatura, historia, filosofía, ciencias sociales, etc., un judío converso que tenía en la mente un mapa de toda la zona, unos 5 mil volúmenes, siendo conservadores y que, como yo, conservaba una fascinación francamente talmúdica por los libros. Pero por ahora doy por buenos todos los clichés: los he visto. Mi asunto es otro.
La Internacional tiene altos libreros en las paredes y mesas más pequeñas, organizadas en islas. Uno podía moverse a sus anchas y respirar. Leer. Estaba en la frontera de una librería de viejo y una sucursal "moderna" (hace poco se reestructuró y ahora distribuye solamente material especializado en psicología y medicina, como en sus orígenes de hace más de medio siglo); acudían tanto lectores consumados, a los que es mejor dejar hacer que confrontar con el diálogo de ventas, y también gente buscando libros de texto o novedades. Las novedades, como suele ser el caso, atacaban al desprevenido lector recién franqueando la entrada. Un visitante asiduo de librerías sabe que es un mero obstáculo, que se puede echar un ojo sin mucha esperanza y continuar. Digo que la Internacional estaba en la "frontera" de librería de viejo y moderna porque en los estantes revolvíamos libros cuyas devoluciones muchas veces llevaban pendientes décadas, así como novedades del mismo tema. Casos aparte eran editoriales cuyo catálogo y corte editorial se presentan por sí mismos, como Trotta o Gredos, incluso Sepan Cuántos o Paidós, todos con sus propias secciones. Pero bien sabe Borges, como sabe Foucault, que la organización de las cosas siempre es arbitraria, por lo menos.
Pero algo maravilloso de la Internacional era una franca preocupación por que cada persona que entrara pudiera revisar los textos de su interés. Teníamos una sala en el segundo piso donde la gente podía llevarse los libros y quedarse leyendo si lo deseaba. Eso ocurre un poco todavía en la Rosario Castellanos, en la salita del medio, pero en vez de sala de lectura parece pecera, con un montón de gente circulando alrededor de ti, viéndote desde varios niveles, etc. En la Internacional no: la gente podía incluso abrir los libros embalados aunque no los comprara, simplemente para verlos. Porque sí. Porque eso es lo que se hace con la mayoría de los libros en una visita a la librería. Esa fue otra parte de mi encabronamiento hoy en el FCE: una chica pidió permiso para abrir un libro y se lo negaron. Quise hacer la revolución ahí mismo. Me salió una revolución de espuma de los belfos: este texto.
Hay, decía, una metafísica en esa organización de la lectura: la librería como el espacio donde un lector se pone en contacto con un libro. Poniéndonos kantianos, la librería es la condición de posibilidad de la lectura, porque no garantiza solamente la disponibilidad del libro (cuántos ya se pueden comprar por internet...), sino porque crea el vínculo entre el lector y el libro. Antes de Google estaba un librero bien informado, que no sólo te decía dónde estaba lo que buscas, sino que lo discute contigo. Pronto habrá una app que haga lo mismo (de hecho la hay, se llama Goodreads), pero no dejo de pensar que esta nueva tecnología (en el sentido de forma de hacer) de lectura aleja al lector del libro, es decir, atenta contra aquello que debería promover. La librería como metafísica no es sino la relación que vuelve posible entre un libro y su lector.
Tal vez en unos 50 años los libreros serán una antiguedad, como los aguamaniles, y los libros se volverán muy caros, un divertimento exótico --que, acaso, a su modo, ya son. Yo confío en que el libro electrónico desacralizará un poco el objeto-libro para concentrarse en la difusión de la información, hacerlo asequible para quien ya lee, aunque dificultando esa lectura de hallazgo que sólo el libro permite: ¿cómo (h)ojear un libro electrónico? Basta, tengamos fe. O no: pesimista a fin de cuentas, sé que esa disponibilidad de la información también será un eventual obstáculo frente a la sobredisponibilidad: la pregunta de siempre, ¿qué leer? La respuesta de siempre: todo.
Escribiré alguna vez sobre la tecnología de lectura implícita en el libro, pero siento que apenas entraba al tema del espacio y los libros cuando ya leo que este texto quiere terminarse. Tiene cara de derrota. Pero a lo largo de esta parrafada he sentido la misma, cómo llamarla, pulsión histórica: las "librerías" en cadena encadenan, son el enemigo de los lectores, y los libreros, la gente que se dedica a los libros, está desapareciendo. Claro, Gandhi tiene esas bonitas campañas publicitarias y todo, pero vuelvo: no te dejan abrir los pinches libros dentro de la librería. En la lógica de la disponibilidad de la oferta, el modelo del capitalismo amarillo está comenzando a adueñarse a su vez de los modelos de negocios de las cadenas de librerias. Capitalismo amarillo: producción en serie, referenciada perversamente a "lo chino" (¿amarillo...como Gandhi?): en serie, de temporada, de moda, novedad condenada a vivir en su desfase, libros con fecha de caducidad, como leche. Las editoriales que satisfacen esta demanda son otra parte de la ecuación. Imposible abordarlo ahora. Acabemos, pues: la librería como turística no es sino la relación que vuelve posible entre el lector y el libro a través del espectáculo, o, dicho de otro modo: la librería como turística es la imposibilidad de la relación entre un lector y un libro. Una forma no menor de fascismo.
.