Una parte sustancial de lo que viene delante de ustedess será reclamado por el aburrimiento. La razón por la que quisiera hablarles de esto hoy, en esta noble ocasión, es por que no creo que ninguna escuela de artes liberales los prepare para esa eventualidad. Ni las humanidades ni la ciencia ofrecen cursos sobre aburrimiento. A lo más podrían familiarizarlos con la sensación, incurriendo en ella. ¿Pero qué es un contacto casual con una enfermedad incurable? El más monótono zumbido proveniente de un atril o el más disperso libro de texto escrito en inglés ampuloso no son nada comparados con el Sahara psicológico que comienza justo en sus dormitorios y no conoce horizontes.
Conocido por muchos nombres —angustia, hastío, tedio, abatimiento, monotonía, pamplina, apatía, languidez, impasibilidad, letargo, languidez, etc.— el aburrimiento es un fenómeno complejo y, por mucho, un producto de la repetición. Parecería, entonces, que el mejor remedio podría ser la inventiva constante y la originalidad. Esto es lo que desearían ustedes, jóvenes imberbes. Por desgracia, la vida no les dará esa opción, pues el medio principal de la vida misma es precisamente la repetición.
Claro, uno podría argumentar que los repetidos intentos de originalidad e inventiva son el vehículo del progreso y, en el mismo sentido, el de la civilización. Sin embargo, al enumerar los beneficios retrospectivos, esto no es lo más valioso. Porque si dividimos la historia de nuestra especie a partir de los descubrimientos científicos, sin mencionar los nuevos conceptos éticos, el resultado no sería muy impresionante. Tendríamos, técnicamente hablando, siglos de aburrimiento. Las mismas nociones de originalidad o innovación describen la monotonía de la realidad estándar, de la vida.
El otro problema con la originalidad y la inventiva es que, literalmente, paga. Si pueden probar dotes para cualquiera de ellas, eventualmente les lloverá dinero. A pesar de que esto pueda ser deseable, la mayoría de ustedes sabe de primera mano que nadie se aburre tanto como los ricos, pues el dinero compra tiempo y el tiempo es repetitivo. Asumiendo que no nos dirijamos directamente a la pobreza, uno puede esperar que nuestro ser sea atacado por el aburrimiento tan pronto como las primeras herramientas de autogratificación estén disponibles. Gracias a la tecnología moderna, estas herramientas son tan numerosas como los síntomas del aburrimiento. A la luz de su función —proveernos el olvido de la redundancia del tiempo—, su abundancia es reveladora.
En lo tocante a la pobreza, el aburrimiento es la parte más brutal de su miseria, y escapar de ella supone formas más radicales: la rebelión violenta o la drogadicción. Ambas son temporales, pues la miseria de la pobreza es infinita; ambas, por esa infinitud, son costosas. En general, un hombre que se inyecta heroína en las venas lo hace por la misma razón que ustedes rentan una película: para desmarcarse de la redundancia del tiempo. La diferencia, con todo, es que él gasta más tiempo del que tiene, y que sus medios de escape se vuelven tan redundantes como aquello de lo que escapa, más rápidamente que los de ustedes. En conjunto, la diferencia táctil entre la aguja de una jeringa y el oprimir de un botón del estéreo difícilmente corresponde a la diferencia entre la agudeza del impacto del tiempo sobre los desposeídos y la sosería de su impacto sobre los ricos. Pero ya sean ricos o pobres, ustedes serán invadidos inevitablemente por la monotonía. Ricos potenciales, les aburrirá el trabajo, los amigos, los esposos, los amantes, la vista desde su ventana, el decorado o el tapiz de su habitación, sus pensamientos, ustedes mismos. En consecuencia, inventarán modos de escapar. Además de los gadgets autogratificantes que mencioné antes, podrían intentar cambiar de trabajo, de residencia, de compañía, de país, de clima; podrían probar la promiscuidad, el alcohol, los viajes, las lecciones de cocina, las drogas, el psicoanálisis.
De hecho, podrían juntar todas estas y por un tiempo puede que funcione. Hasta el día en que, claro, despierten en su habitación en medio de una nueva familia y un papel tapiz diferente, en un estado y clima diferentes, con una pila de deudas del agente de viaje y el loquero, aún con la misma sensación añeja de la luz del día entrando por la ventana. Se pondrán los mocasines sólo para descubrir que no tienen agujetas que los levanten a ustedes mismos de lo que ya reconocen. Dependiendo de su temperamento y edad, entrarán en pánico o en la resignación de la familiaridad de esa sensación, o tal vez pasarán por la monserga del cambio una vez más. Neurosis y depresión entrarán en su léxico —y las pastillas en su cajón de medicinas.
Básicamente, no hay nada malo en hacer de la vida una búsqueda constante de alternativas, en explorar por distintos trabajos, esposos y todo lo demás, siempre y cuando puedan pagar la pensión alimenticia y los recuerdos confusos. Este predicamento, después de todo, se ha vuelto suficientemente glamoroso en la pantalla y en la poesía del romanticismo; el problema, sin embargo, es que después de mucho tiempo esta búsqueda se vuelve un trabajo de tiempo completo, y su necesidad de alternativas se vuelve el equivalente a la dosis diaria del drogadicto.
Pero existe aún otra vía para salir del aburrimiento. No una mejor, tal vez, desde el punto de vista de ustedes, y no necesariamente segura, pero recta y no costosa. Cuando sean golpeados por el aburrimiento, permitan que los oprima; sumérjanse, toquen fondo. En general, con las cosas indeseables, la regla es que mientras más pronto se toque fondo, más rápido se asciende. La idea aquí es extraer una vista completa de lo peor. La razón por la que el aburrimiento merece tal escrutinio es porque representa al tiempo puro y no diluido, en todo su repetitivo, redundante, monótono esplendor.
El aburrimiento será su ventana a esas propiedades del tiempo que uno tiende a ignorar por el peligro que representan para nuestro equilibrio mental. Es su ventana a la infinitud del tiempo. Una vez que esta ventana se abra, no traten de cerrarla; por el contrario, déjenla bien abierta. Porque el aburrimiento habla el lenguaje del tiempo, y les enseña la lección más valiosa de sus vidas: la lección de su completa insignificancia. Es valiosa para ustedes y para aquellos con los que van a codearse. “Eres finito”, nos dice el tiempo en voz del aburrimiento, “y cualquier cosa que hagas es, desde mi punto de vista, fútil.” Como la música para los oídos, esto, claro, podría no contar; con todo, el sentido de futilidad, de limitada significación de sus más ardientes o incluso mejores acciones, es mejor que la ilusión de sus consecuencias y el subsecuente autoengrandecimiento.
Porque el aburrimiento es una invasión del tiempo en su esquema de valores. Pone sus existencias en una perspectiva apropiada, el resultado neto de lo que es precisión y humildad. La última, hay que notarlo, produce la primera. Mientras más aprendan sobre su propia medida, más humildes y compasivos se volverán con sus semejantes, con el polvo girando en un rayo de sol o ya inmóvil sobre la mesa.
Si hace falta el aburrimiento paralizador para hacerles familiar su insignificancia, entonces celebren el aburrimiento. Ustedes son insignificantes porque son finitos. La infinitud no es terriblemente viva, ni terriblemente emocional. Su aburrimiento, al menos, les permite saber eso. Y mientras más finita es una cosa, más cargada de vida está, de emociones, alegría, miedos y compasión.
Lo bueno del aburrimiento, de la angustia y del sentido propio de insignificancia, de la existencia de todo lo demás, es que no es una decepción. Traten de aceptar, o permítanse ser aceptados, por el aburrimiento y la angustia, las cuáles de cualquier modo son más grandes que ustedes. Sin duda encontrarán asfixiante su seno, pero traten de permanecer ahí tanto como puedan, y luego un poco más. Sobre todo, no piensen que han metido la pata en algún momento, no traten de rastrear sus huellas para corregir el error. No: como dijo W.H. Auden, “confía en tu dolor.” Este incómodo abrazo de oso no es un error. Nunca lo es nada de lo que te importuna.
[Extracto de “Elogio del aburrimiento”, adaptado para el Darmouth College. Publicado en Harper's Magazine, V. 290 No. 1738, pp. 11 y ss., marzo de 1995. Traducción de J.R.]
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