Recuerdo que el primer Acontecimiento --en el sentido de Badiou-- político que prescencié con plena conciencia fue el asesinato de Colosio en 1994; orbitaron por esos días los del cardenal Posadas Ocampo y el de José Francisco Ruíz Massieu. La dimensión política --o su reverso siniestro, la post-política neoliberal-- siempre ha estado teñido para mí de un dejo sangriento desde un punto de vista subjetivo. La Historia muestra que no es así solamente en términos de recepción espontánea: se dice que la Historia es el relato de los vencedores, pero sean vencidos o vencedores los taquimecanógrafos de este relato, escrito siempre impromptu, escriben un relato de sangre, de la traducción del cuerpo subjetivo y contingente en argumento descarnado, en carne vuelta argumento. En sangre, pues.
Este fin de semana me impactó, como a mis amigos y conocidos en las redes sociales, el caso de los indígenas tarahumaras de la sierra de Chihuahua. Y como a ellos mismos, me impactaron aún más las posteriores declaraciones --impromptu, ya se ve, pero conservando el pragmatismo propio de la administración del discurso como reacción frente a una situación social-- del gobernador del estado, César Duarte, quien afirma que la situación "no es tan grave."
Es cierto: en la lógica de este simulacro de democracia neoliberal que vive México, la lógica del número, del mucho, de la mayoría, de la masa, el posible suicidio de 50 indígenas de una comunidad que en el último censo del 2005 contaba con más de 120,000 habitantes no es ciertamente relevante en términos estadísticos: hablamos, si los números no me fallan, de un suicidio del 0.0416% de la etnia. En el 2009, según el INEGI, se cometieron 5,190 suicidios en el país. Si tomamos esa cifra como referente, los 50 tarahumaras representarían un 0.97% del total de suicidios, cifra bajísima. Digamos, con el gobernador Duarte, que la reacción de las redes sociales fueron desproporcionadas: ¿suicidio masivo? El mote le queda grande. Después de todo, en un estado como Chihuahua con más de 3 millones 400 mil habitantes (de los cuáles los 50 indígenas tarahumaras conformarían apenas el 0.0014706% de la población), 50 personas se advierten de un sólo golpe de vista. Y se desadvierten también.
En la lógica del número, como es de esperarse, estas 50 personas (¿deberemos llamarlos "personas"?, ¿no "indígenas"?, ¿no "tarahumaras"?, ¿no, endonómicamente, "rarámuris"?, ¿habrá que convocar una nueva Junta de Valladolid para discutir si "ellos" tienen alma del todo, doctor De Las Casas?), dentro de la población que México registró en el último censo, más de 112 millones de habitantes, las 50 personas que cometieron suicidio por hambre (pero esto también es especulación y "mala leche" a decir del gobernador Duarte) despunta en una cifra risible para cualquier gestor de estadísticas: 0.0000446%. En efecto, no es tan grave. Es mucho más grave de lo que Duarte o la gente que protesta activamente en las redes sociales supone.
Una frase de Iosif Stalin puede resumir perfectamente una situación de emergencia como la que se vive en la sierra de Chihuahua y en muchos municipios del país, también, desde la lógica del número: "La muerte de un hombre es una tragedia; la de millones es estadística."
Una condena de este tipo, apenas retórica en un blog con tres lectores, sería condenada a su vez por la administración estatal (a la federal esas cosas no llegan), si acaso, como otro acto de "mala leche", "reaccionario", o simplemente aprovechando el fueguito del instante para poner los dos centavos de alguien a respecto de un tema, en la feliz fórmula que los gringos utilizan para referirse a una opinión sin verdadera representatividad democrática, un exabrupto subjetivo espontáneo. Pero uno no puede evadir el riesgo de tomar alguna posición. Es todo lo que trato, acaso fallidamente, de hacer aquí: dar forma a una indignación empírica, personal, contingente, con el absurdo que el acto mismo supone dentro de la máquina opinionista de Internet. Este post no es un acto político, sino su simulacro.
Sin embargo, con todo lo que respeto el gesto de la gente que está donando víveres para los indígenas tarahumaras (una de cuyas organizaciones, entre otras, puede encontrarse aquí), creo que este gesto de desplazar la función del Estado asistencial/caudillista (es decir, asumir la figura simbólica del caudillo como pseudo-identidad de clase) es hacer el trabajo del gobierno. Esa es mi respuesta subjetiva a la tragedia: pienso que la sociedad civil está jugando el juego solapador y en cierto modo, cómplice, del gobierno. Sería, eso sí, una tragedia, una gravísima, que el único camino político en el futuro para la sociedad civil (y concretamente para la clase media) fuera asumir las funciones de un otro-Estado de facto. El relato sería: "Frente al panorama de un Estado fallido, la sociedad organizada desplaza al gobierno en la repartición equitativa de los bienes."
Un caso como el de los 50 indígenas tarahumaras que se arrojaron de un barranco o se colgaron ante la incapacidad de proveer a sus familias de alimento "no es tan grave", porque el Estado neoliberal, administrativo, pragmático, contempla en sus programas cosas tan infames como el concepto de "daños colaterales".
El cuerpo, el lugar donde se negocia el dolor o la protección, no cuenta en este momento con representación política visible, otra que no sea la cifra. Y las cifras estadísticamente irrelevantes, como vemos, no son nunca -¿cómo podrían serlo?- tan graves. Los 50 indígenas y los 50,000 muertos en la, por así llamarla, "guerra contra el narco" (una venganza simbólica en la apropiación de la administración de la vida, una película de cowboys de la que todos somos cómplices, una cruzada moral del ala más fundamentalista del PAN que invistió a un administrador de poca monta con el Falo de una presidencia, y que, para que tal Falo tuviera eficacia, tuvo que buscar un enemigo a su -escasa- altura: pensaba pelear contra un León de Nemea cuando se enfrentaba realmente a la Hidra), entran en el aparato conceptual del Estado bajo la misma carpeta de "daños colaterales" para la consecución de un bien mayor: siempre intangible, siempre promisorio, siempre postergado.
Este descargo que escribo es sólo eso, la estructuración de la indignación. No estoy capacitado para el comentario político, para el análisis estructural de la violencia, y mucho menos para la propuesta de soluciones especializadas para el país. Vaya, no estoy capacitado ni siquiera para operar una lavadora. Yo tengo un trabajo, unos pocos pero importantes afectos y cantidades obscenas de literatura que leer. No suelo escribir de estos temas. Pero estoy cansado de que la indignación sea la única herramienta histérica de la sociedad para reconocerse a sí misma frente al contraste que presenta el horror. Quiero hacer algo más con eso. Pero, como se dice, me sale espuma.
Si fuera un comentarista político profesional --no un interlocutor del gobierno, sino su narrador, como la gente de los programas de análisis político--, probablemente podría dar una suerte de esperanza así fuera provisoria para el auditorio ilustrado y liberal: esperemos que el programa federal de DICONSA se implemente ante la urgencia de la sequía; que la declaración del gobernador Duarte sea superada sólo por el siguiente acto de insensibilidad política de algún otro miembro de la administración pública; que votemos y que el siguiente presidente sea menos imbécil y tal vez más caudillo, o menos caudillo y más persona. Pero no tengo idea cómo hay gente que tiene las bolas para mentirle a la cara a la gente en cadena nacional.
Mi modesta esperanza es que el ciclo de la violencia termine su ciclo, como en Colombia. Y que tal vez el Estado deje de considerar el hambre como una condición de cierto sector desprotegido de la sociedad y comience a procesarla como lo que es: un crimen.
Hasta nuevo aviso uno sólo puede informarse, indignarse, votar, y seguirse indignando. Creo que mi muy secundario papel es apenas dejar un texto para esa infinita historia de la infamia que es este país. Un texto que sea el más olvidado de todos, que aparezca en la doceava o treceava página de Google en el futuro. Apenas un descargo, con toda seguridad para mí mismo, para poder atisbar que no soy un número en la estadística, que como puedo soy una persona y que me indigna personalmente el hecho de que 50 personas hayan muerto de hambre. Y también descargo de complicidad: tuvieron que ser cincuenta y no una sola, lo cuál, ya en sí mismo, sería demasiado.
No está nada mal empezar por indignarse y seguir por escribir. Falta asaltar la calle. A manejar la lavadora te enseñamos en un santiamén.
ResponderEliminar"Pero estoy cansado de que la indignación sea la única herramienta histérica de la sociedad para reconocerse a sí misma frente al contraste que presenta el horror"... comparto su sentimiento de indignación ante la impotencia misma de la indignación.
ResponderEliminar:D
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