, Hay personas que necesitan tener la razón. Hablar con ellos se vuelve un camino de profundo desgaste, de erosionar un sentido hasta que no quede nada, o aún menos, porque la nada es incluso demasiado. Qué diferente del tipo de conversaciones verdaderamente nutricias, las que derivan, las que son sabias en su derivar, en su doble acepción: derivar como una bifurcación, como la continuación de un sentido en otro; pero también en cuanto a que derivan, es decir, en que van como un barco sin velas, aunque creo que en el siglo xxi los barcos con velas son meras curiosidades, porque todos están tratando de levar anclas lo más rápido posible.
, Para ganar una discusión, todo lo que uno debe hacer es leer con cierta enjundia los Diálogos de Platón, los Ensayos de Montaigne y repasar, tener siempre bajo la almohada a Cicerón (aunque leerlo sería más conveniente que tenerlo ahí guardado solamente, lo cual sería en sí mismo muy estúpido) y El arte de tener la razón de Schopenhauer, sobre todo leerse muy bien a Schopenhauer, porque ahí viene todo, ahí viene cómo hacerle para no perder nunca una discusión, para ser completamente un ser de inigualable eficacia retórica. El problema es que ser seres retóricos puede abonar para ser un ser que piensa, pero también puede cultivar la necedad ahí donde hay una boca versada con un oído que no sabe escuchar. La retórica ayuda a pensar al que piensa, pero da la falsa sensación de pensar al que no piensa.
, Tener la última palabra no es un mérito; se trata sencillamente de una técnica, en el mejor de los casos, y en el peor de ellos, de un contento vano para tontos. Tonto es el hombre que ha decidido engañarse a sí mismo. He visto hombres brillantes enfrascados (y la imagen es precisa, porque se ven dos o muchas más que dos moscas encerradas en un frasco más o menos grande, de miel vacía, por ejemplo, que nunca tiene tapa, revoloteando incansablemente en busca de una puerta, cuando todo lo que se necesita es una ventana) en discusiones violentas con vagabundos en cuanto al mutuo derecho de seguir por cierta banqueta. Me pasó, fue una escena sumamente beckettiana. No quiero decir tampoco que uno deba elegir cuidadosamente sus batallas (aunque un poco es eso), sino que cualquier batalla o discusión se vuelve relevante a través de la manera en que entramos en ella. Tal vez la diferencia entre unas y otras se encuentre en la importancia que podemos atribuirles.
, Se trata del caballero andante, llamémoslo el Caballero Blanco que, yendo por el bosque y la espesura, se encuentra nada menos que con su peor enemigo, a quien llamaremos el Caballero Negro. O tal vez podríamos invertir los roles, para que no se tome de racista esta argumentación. Bueno, correremos el riesgo, correremos con el Caballero Blanco por el bosque sólo para que de pronto el Caballero Negro se nos aparezca. Entonces lo desafiamos gallardamente, porque es lo que hace uno en estos casos, y como no se trata de un bar no podemos invitarlo a salir para matarlo, que es mala cosa hacerse de manos cerca de tantos vidrios rotos y aguarle la fiesta a los parroquianos, digo, porque estamos en el afuera ya, así que se dice lo necesario para constatar el reto y sacamos la espada de su vaina. Pero he aquí que el Caballero Negro no quiere combatirnos. No asume que es necesario, que es preciso, urgente, en fin, que todos los eventos de nuestra vida nos han traído hasta este páramo del bosque. No, el Caballero Negro no peleará. ¿Por qué?, le preguntamos. Pues porque no hay nadie alrededor, observando. Sería burda hazaña matar a un hombre, sin más, en medio del bosque, nos diría. Hasta los duelistas del futuro tendrán padrinos, como en esas novelas que Chesterton escribirá, para que haya ojos que vean y bocas que digan lo que se ha visto, e incluso alguien que pueda disponer de nuestros despojos, o ver cómo los pájaros tiran de la carne pegada a nuestros huesos. Seríamos los dos, terminaría, triunfal, el Caballero Negro, como dos anónimos que se matan; seríamos como perros.
, ¿Existe un momento después del cual no puede agregarse ninguna palabra a lo ya dicho o escrito? ¿En qué consiste la (im)posibilidad de seguir agregando palabras a las palabras, y cómo afecta esta sumatoria que se antojaría infinita al dispositivo del sentido? Pienso en el fin del análisis freudiano, pero no va por ahí. Hasta cierto punto agregar palabras es lo que genera discurso, pero en el momento en que el discurso comienza a convertirse en palabras estamos en otra zona. Y es que, pensando desde cierta lógica capitalista, cada palabra invierte en pro del discurso, o debería abonar en su favor; ¿pero no es precisamente la subversión de la acumulación una conversación infinita, o que se pretenda infinita, es decir, sin que nos veamos compelidos a llegar al objeto discurso, a construirlo, para luego alejarnos y darnos palmaditas porque no dejamos juntura sin remache, ni íes sin punto vacante? ¿No es incluso monstruoso pensar que cuando hablamos es preciso hablar de algo?
, Tal vez lo que haya que evitar, sin que sepamos bien a bien cómo es posible evitarlo, es lo que Blanchot llamaba "la tentación de lo eterno". Todo esto que mal-digo o que boceto él lo ha dicho mucho mejor en El diálogo inconcluso. Pensando así no habría mucho que agregar a nada. Pero es que precisamente ese es el problema, porque aunque no habría nada que agregar no podemos sino seguir agregando. No nos es dado detenernos, pensar, en el sentido de dejarse ser el pensamiento de lo que pensamos. Siempre debe haber registro, huella, todo eso que ya sabemos. ¿O es que no lo sabemos? ¿Se nos olvida fácil? Tengo que tal vez haya algo en el abandono que dé más vida al pensamiento. Que el mejor detective debe cuidarse de no decir la verdad que ha visto, porque no tendría sentido. Lo que se vuelve explícito (¿lo diremos?) se muere un poco. Retoma cierta vida como la vida del discurso, pero a cada paso nos alejamos de ese horizonte que perseguimos. Interrumpirse no es mucho más loable que continuar, en verdad. No hay ética que perseguir aquí ni traición. Pero para que la palabra sea posible, creo, es preciso conservarse en un après-d'avant, en el antes de lo que siempre está ya dicho, un algo que está siempre-todavía por decirse, esa tensión mimética entre la palabra y el tiempo, que las relaciona sin confundirlas, ahí donde incluso es posible callar, hacer como que callar es posible, suspender el pensamiento. Pero al hacerlo la palabra, esa tensión, vuelve a ser posible. Llevarlo tan lejos incluso como para que la palabra que dice la palabra sea como el implícito de todo misterio, sin olvidar que no estamos yendo a ninguna parte, que somos un planeta estúpido dando vueltas por el universo, como en un volantín. Sólo hay que quedarse ahí, sólo hay que esperar a que la última palabra salga por la puerta, y luego hacer como que cerramos, sólo lo necesario para que se vaya, es decir, para que pueda volver.
, Una isla sólo puede ser un descubrimiento si no se la busca. Isla, como oasis en el mar; reversible a: oasis, isla en el desierto. Los hombres crean desiertos de agua, de arena. De palabras. Lo real queda infinitamente traspuesto tras ese umbral que no cruzamos, porque en realidad no hay umbral. Jugamos a que lo hay, y a veces jugamos en serio, muy en serio, hasta la muerte, pero seguimos tocando en puertas abiertas. América no existe si se la busca. La hospitalidad sólo puede existir si no se la espera. El asombro necesariamente no se deja programar en la agenda.
, Esta es la última palabra.
domingo, 28 de octubre de 2012
jueves, 25 de octubre de 2012
Sobre SOMA, de Daniel Rojas Pachas
Mientras estaba en preparación la edición de SOMA de Pachas en Limón Partido, preparé un texto que hubiera servido como prólogo al mismo. Por diversas circunstancias el texto no pudo ser incluido en la edición (lo cual fue beneficioso, porque la tarea de prologar SOMA quedó en las capaces manos de Carmen Berenguer), así que lo comparto por acá, celebrando las futuras presentaciones del libro en México, las cuales contarán con la asistencia del autor, quien se encuentra en nuestro país asistiendo a la Feria del Libro del Zócalo y al Festival de Poesía Subterráneo 2012. Sólo una precaución: el texto termina abruptamente porque lo que hago en este momento es ventilar un aborto, un texto en proceso que espero tener ocasión de retomar en algún momento. Hay mucho más que decir sobre SOMA.
Y pues eso.
JR
_____________
Sobre SOMA, de Daniel Rojas Pachas
La vida es un juego de rol, el problema es que no viene con el instructivo incluído: todos quieren ser el dungeon master, todos necesitan que los veas jugar, que escuches su música, leas su libro, escuches la última epifanía que tuvieron y resulta que dedicarse a escribir es dedicarse a mil cosas que no tienen nada que ver con escribir. Y lo maravilloso de meter la cara (y los belfos, y las patas, todas, de una vez, porque qué) es encontrar de pronto producciones que laten, que están vivas, a veces, a pesar de sí mismas, a pesar de que un hundimiento absoluto sería plenamente justificable..
En el caso de SOMA de Daniel Rojas Pachas tenemos cinco series bien diferenciadas a modo de episodios paralelos en las que su autor juega a la autoficción, juega al cover, juega a la confesión: juega. Pero, como saben los aficionados a los juegos de rol y a los videojuegos, es muy distinto simplemente jugar por jugar que ponerse a jugar en serio. A diferencia de los libros anteriores de Pachas que conozco (GRAMMA y Carne, ambos publicados por el sello Cinosargo), donde la rabia y el experimentalismo formal se estructuraban en el tenor de la escritura como tema, en SOMA Pachas enfoca sus recursos hacia ese alrededor de la escritura, a lo que orbita la escritura y, como el soma de Aldous Huxley en Brave New World, amenaza con anesteciar la percepción. La realidad, digamos de pronto, es la droga de prescripción que permitirá acercarnos inofensivamente a la realidad. Si lo permitimos. Digo “si lo permitimos” porque en Pachas hay un continuo gesto subversivo, contestatario o, como él mismo se ha referido a sí mismo, “una cara de hueón pajeado.”
Paremos en seco este prólogo. ¿De qué hay que hablar para hablar de SOMA? ¿De la adopción de un proceso organizativo azaroso en sus momentos random que confiere iguales posibilidades a una serie que se antojaría infinita?, ¿de la elección de la transversalidad referencial como condición de una generación (siempre dudoso concepto) que tiene su épica en el manga japonés, los cómics gringos y las películas de acción, a la vez que referencias filosóficas de Guatarri o Nietszche?, ¿de lo que especulo en mi cabeza sobre lo bien que se llevarían Pachas y Eduardo de Gortari, ya que ambos toman canciones de rock como puntos de partida para coverearlos, a la manera de las bandas de garage que muchos de nosotros tuvimos en los años de formación, y que otros como Julián Herbert, han continuado por largo tiempo? Difícil decisión. Optaré por disfrazar, a la manera del cosplay, este prólogo con la estructura misma que Pachas adopta para SOMA, dando un pequeño apunte sobre cada una de las cinco secciones que lo componen.
Random está conformado por “momentos random”, fragmentos de tiempo aleatorio que tienen cohesión estructural, pero por la misma intervención del azar, asumimos que es un conjunto coyuntural, accidental: que esta serie podría sustituirse por otra. La escritura adopta aquí un tono narrativo a la manera de viñetas familiares, recuerdos escolares, capítulos creados por la memoria. Como en los reproductores de música, ponemos “random” cuando no queremos encontrar una canción, sino que queremos que sea una canción (cualquiera, pero no cualquiera) la que nos encuentre. Perdemos el control en el procedimiento de randomización. Este procedimiento fue utilizado también en el libro Shuffle del vecino de Tijuana, Aurelio Meza, pero en clave ensayística: lo aleatorio es la combinatoria de lo real “puro”, en su violenta indiferenciación e indiferencia. Es el escritor quien, a través del trabajo, introduce una diferencia en lo real, un peso o, para bajar un poco el tono, un punto de vista.
Hacia el final del libro Pachas tiene otras provocaciones (el que quiera ver en esto “poemas”, que busque en otro lado) autoficcionales: en la sección “Bestiario” tenemos un ejercicio en algo que yo llamaría un “género menor”, la escritura de fichas biobibliográficas, esas que a todos nos piden para publicar y cuya redacción implica en algunos casos la meditación sobre el propio trabajo y, en otros, una puerta abierta al ego. Las fichas presentadas de escritores, artistas y místicos (reales o ficticios, poco importa) asumen también la posibilidad de intervención textual en eso que llamé “géneros menores”, cosas que son escritura pero no son ESCRITURA, así, de esa que se premia en certámenes nacionales y prestigiosos, además de ser un ejercicio crítico interesante: pensar desde la poesía o pensar mal.
Por último, Send me a postcard darling tiene una filiación clara con los epistolarios y con la poesía conceptual: una historia se cuenta a pesar de sí misma a través de los rastros y las ruinas, de la presentación documental (ficcionada parcialmente por lo real, parecería decir Daniel) de un intercambio de mails entre el personaje Pachas y un otro que, como muchos personajes y personajas de SOMA, requiere atención y la requiere ahora, pero no está dispuesto a merecerla.
Y pues eso.
JR
_____________
Sobre SOMA, de Daniel Rojas Pachas
La vida es un juego de rol, el problema es que no viene con el instructivo incluído: todos quieren ser el dungeon master, todos necesitan que los veas jugar, que escuches su música, leas su libro, escuches la última epifanía que tuvieron y resulta que dedicarse a escribir es dedicarse a mil cosas que no tienen nada que ver con escribir. Y lo maravilloso de meter la cara (y los belfos, y las patas, todas, de una vez, porque qué) es encontrar de pronto producciones que laten, que están vivas, a veces, a pesar de sí mismas, a pesar de que un hundimiento absoluto sería plenamente justificable..
En el caso de SOMA de Daniel Rojas Pachas tenemos cinco series bien diferenciadas a modo de episodios paralelos en las que su autor juega a la autoficción, juega al cover, juega a la confesión: juega. Pero, como saben los aficionados a los juegos de rol y a los videojuegos, es muy distinto simplemente jugar por jugar que ponerse a jugar en serio. A diferencia de los libros anteriores de Pachas que conozco (GRAMMA y Carne, ambos publicados por el sello Cinosargo), donde la rabia y el experimentalismo formal se estructuraban en el tenor de la escritura como tema, en SOMA Pachas enfoca sus recursos hacia ese alrededor de la escritura, a lo que orbita la escritura y, como el soma de Aldous Huxley en Brave New World, amenaza con anesteciar la percepción. La realidad, digamos de pronto, es la droga de prescripción que permitirá acercarnos inofensivamente a la realidad. Si lo permitimos. Digo “si lo permitimos” porque en Pachas hay un continuo gesto subversivo, contestatario o, como él mismo se ha referido a sí mismo, “una cara de hueón pajeado.”
Paremos en seco este prólogo. ¿De qué hay que hablar para hablar de SOMA? ¿De la adopción de un proceso organizativo azaroso en sus momentos random que confiere iguales posibilidades a una serie que se antojaría infinita?, ¿de la elección de la transversalidad referencial como condición de una generación (siempre dudoso concepto) que tiene su épica en el manga japonés, los cómics gringos y las películas de acción, a la vez que referencias filosóficas de Guatarri o Nietszche?, ¿de lo que especulo en mi cabeza sobre lo bien que se llevarían Pachas y Eduardo de Gortari, ya que ambos toman canciones de rock como puntos de partida para coverearlos, a la manera de las bandas de garage que muchos de nosotros tuvimos en los años de formación, y que otros como Julián Herbert, han continuado por largo tiempo? Difícil decisión. Optaré por disfrazar, a la manera del cosplay, este prólogo con la estructura misma que Pachas adopta para SOMA, dando un pequeño apunte sobre cada una de las cinco secciones que lo componen.
Random está conformado por “momentos random”, fragmentos de tiempo aleatorio que tienen cohesión estructural, pero por la misma intervención del azar, asumimos que es un conjunto coyuntural, accidental: que esta serie podría sustituirse por otra. La escritura adopta aquí un tono narrativo a la manera de viñetas familiares, recuerdos escolares, capítulos creados por la memoria. Como en los reproductores de música, ponemos “random” cuando no queremos encontrar una canción, sino que queremos que sea una canción (cualquiera, pero no cualquiera) la que nos encuentre. Perdemos el control en el procedimiento de randomización. Este procedimiento fue utilizado también en el libro Shuffle del vecino de Tijuana, Aurelio Meza, pero en clave ensayística: lo aleatorio es la combinatoria de lo real “puro”, en su violenta indiferenciación e indiferencia. Es el escritor quien, a través del trabajo, introduce una diferencia en lo real, un peso o, para bajar un poco el tono, un punto de vista.
Hacia el final del libro Pachas tiene otras provocaciones (el que quiera ver en esto “poemas”, que busque en otro lado) autoficcionales: en la sección “Bestiario” tenemos un ejercicio en algo que yo llamaría un “género menor”, la escritura de fichas biobibliográficas, esas que a todos nos piden para publicar y cuya redacción implica en algunos casos la meditación sobre el propio trabajo y, en otros, una puerta abierta al ego. Las fichas presentadas de escritores, artistas y místicos (reales o ficticios, poco importa) asumen también la posibilidad de intervención textual en eso que llamé “géneros menores”, cosas que son escritura pero no son ESCRITURA, así, de esa que se premia en certámenes nacionales y prestigiosos, además de ser un ejercicio crítico interesante: pensar desde la poesía o pensar mal.
Por último, Send me a postcard darling tiene una filiación clara con los epistolarios y con la poesía conceptual: una historia se cuenta a pesar de sí misma a través de los rastros y las ruinas, de la presentación documental (ficcionada parcialmente por lo real, parecería decir Daniel) de un intercambio de mails entre el personaje Pachas y un otro que, como muchos personajes y personajas de SOMA, requiere atención y la requiere ahora, pero no está dispuesto a merecerla.
lunes, 22 de octubre de 2012
Demasiado tarde
Demasiado tarde. La dulzura de las penas y del amor. Que ella me sonriese a mí en la barca. Eso era lo más bello de todo. El deseo constante de morir, y el de seguir resistiendo, sólo eso es amor.
Franz Kafka, Diarios, 22 de octubre de 1913
lunes, 15 de octubre de 2012
Sobre RQUIEM de Victor Ibarra Calavera
Partitura para texto y máquina, presentada el miércoles 20 de octubre en el Museo del Chopo. Idealmente debería ser interpretada por un programa text-to-speech, versión que puede escucharse en Mutante.mx. Una versión descargable del libro se encuentra aquí.
Saludos.
Somos Anonymous.
Aaaaaaaaaaaa, se la creyeron, putos.
Está en mis manos, más o menos desde hace un año, el RQIEM número 21, el ejemplar número 21 en la numeración de los libros que Victor Ibarra Calavera ha confeccionado en la editorial 2.0.1.2. Me ha acompañado silenciosamente en un par de mudanzas y viajes decisivos, lo que es decir, que lo llevo en mi biblioteca portátil, entre mis, por así llamarlos, libros de cabecera desde hace un año. Me he mudado unas 12 veces durante los últimos 3 años, por lo que la mayor parte de mis libros se queda en cajas o en casas de generosos amigos que los guardan durante periodos muy largos, pero no mis libros de cabecera, mis papeles, lo que siempre viaja conmigo. Porque desde que abrí por primera vez Rqiem supe que estaba ante algo demasiado poderoso como para procesarlo rápidamente, y supe que era un evento para meditar largamente, un evento que no se agotaba en la lectura, pues se trata de un libro que pone en suspenso todo lo que sabemos del objeto libro, del objeto lectura, una partitura para máquina que recuerda vagamente al lenguaje humano, un objeto embrujado definitivamente con el que tendría que vivir antes de poder comprender, antes de poder leer la magnitud del evento que la existencia de Rqiem supone.
Lo tuve de aquí para allá un año, pues, con la idea de que tenía que escribir sobre él cosas que he platicado con amigos aquí presentes una y otra vez a lo largo y ancho del tiempo, cosas que no he escrito sino hasta ahora por una razón sencillísima: porque estaba absolutamente, disculpen mi francés, cagado de susto, aterrado frente a lo que tendría que escribir. Pero es precisamente lo que da miedo escribir lo que está vivo, lo que debe ser escrito. Si miedo es deseo como dice el psicoanálisis, me dejaré llevar a continuación por mi deseo. Y estoy aquí hoy ante ustedes, hablando a través de una máquina, porque la voz me temblaría si tuviera que leer este texto yo mismo, y porque es justo que una máquina se disfrace de lenguaje en la presentación de un lenguaje que se disfraza de máquina.
Que no se interprete mi entusiasmo como fanatismo, excepto que sea el fanatismo religioso de los suicidas que los lleva a inmolarse, a menos que el fanatismo del que se me acuse fuera un fanatismo de las últimas consecuencias, como el de Mark David Chapman asesinando a John Lennon. Me emociona profundamente que exista Rqiem de Victor Ibarra Calavera por razones que trataré de compartir con ustedes, y puede ser que me falte mucho tiempo y mucha convivencia aún con esta obra para poder siquiera rasgar las implicaciones que supone su existencia; pero para conservar alguna cordura, diré en mi favor que sé que el tipo de obra que es Rqiem no es nueva dentro de la literatura, pues ahí está la poesía matemática, ahí están Huidobro, Cortázar, Cirlot, por amor de dios, la estructura de la Divina Comedia de Dante, todo un teorema; diré que sé también que las máquinas no han sido extrañas al arte digital, al performance, al arte objeto; que el sonido de las máquinas ha sido domesticado hace muchas décadas, y que la impronta neovanguardista de Rqiem ha sido explorada por diversos autores y en algunos casos agotada. Pero sospecho que este libro no juega el mismo juego que la literatura solamente, que el performance solamente, que el libro objeto solamente. Como decía Ricardo Castillo: no hay que leer palabras, hay que sintonizarlas. En este caso, en Rqiem, volvernos máquinas para decirlas, o para asistir al decir de eso que se parece a palabras, a esa tumba del lenguaje de Victor. Sospecho, tal vez medrando así toda posibilidad de exposición objetiva ante ustedes, que estamos ante una obra cuya existencia, si tomamos el tiempo de prestarle atención, cambiará radicalmente nuestro trabajo creativo, nuestra relación con las palabras y los conceptos hiper arraigados que tenemos alrededor de libro, lectura, escritura, nuestro acercamiento crítico a los textos de la más reciente promoción de eso que antes se llamaba literatura. La objetividad es imposible porque no voy a explicar nada, voy a proceder solamente agrupando ciertas coordenadas que me son accesibles para pensar Rqiem, del mismo modo que un contador Geiger puede ser objetivo solamente midiendo la radioctividad del ambiente, sin por ello ser capaz de anular en lo más mínimo sus fatales efectos. Porque no se dude, Rqiem es una bomba atómica y nadie sale vivo de aquí.
He hecho notar al principio que mi ejemplar de Rqiem está cifrado con el 21 en la numeración del primer tiraje de 60 ejemplares porque me hace pensar mágicamente que se corresponde con los 21 arcanos del Tarot, un libro, a mi parecer, que es de la misma especie que Rqiem, un tipo de obras de arte que sólo pueden convertirse en espejos y exponer, construir a su lector. Ni Rqiem ni el Tarot son libros hechos para decir el futuro, para adivinar la suerte, para predecir casamientos o tragedias, aunque de alguna forma se tenga la sensación de que el vértigo de mirarse en su superficie nos ahogará como a narcisos. Libros también que no sirven para leerse y botarse, para meter en una caja y comentar de vez en cuando; libros que no se pueden releer porque son infinitos; libros de arena borgeanos que no tienen principio ni fin, que recuerdan o aluden a lo humano pero no de manera directa, “realista”, en términos literarios, sino simbólica. La manera correcta, a mi parecer, de leer los libros de la especie de Rqiem y el Tarot es soñándolos, es decir, soñándolos verdaderamente despiertos.
Podríamos pensar que hay un hilo natural entre Rqiem y el Canto Séptimo de Altazor, el libro aéreo que inaugura las vanguardias en América. Un hilo que va del lenguaje hacia el fin del lenguaje, que es a su vez el esquema o mapa originario del lenguaje. El poema mismo parece predecir que el campo inexplorado será el fin del lenguaje, que bien podríamos pensar, significa en este contexto el fin de la literatura, esa sentencia de muerte que va inscrita en el nombre Rqiem. Los primeros seis versos del Canto Quinto de Huidobro son como seis clavos en el ataúd de la literatura, cito:
(Cierro cita).
Entierros aéreos que recuerdan al avión de madera del poema funerario de Gonzalo Rojas y que recuerdan a un tipo de campo más allá de los mapas conocidos, el Hic sunt dracones que decían los mapas del siglo 15, antes de que los europeos cruzaran el Atlántico y vieran que no, que no hay dragones en América, pero que América es el dragón que estaba puesto en el lugar de los sueños del viejo continente. Porque algo debe de morir, es decir, de cambiar de estado, de renacer, para explorar el campo inexplorado que predicen primero los primeros versos del Canto Quinto de Altazor, canto que preconiza la sintaxis maquínica, que recuerda apenas vagamente al lenguaje humano, con la cuál está escrito Rqiem y que está anunciado en el Canto Séptimo de Altazor mismo. Cito los últimos 10 versos del paracaídas huidobriano, cito:
(Cierro cita).
Ahí está ya insinuado, se me ocurre, el spoken word, el beat box, la gramática generativa que empeñaría inútilmente a los científicos del lenguaje, las hidromurias que hacen las delicias de los pornomelosos en Rayuela de Cortázar, y la imposibilidad que el poeta Francisco Cervantes habría de denunciar en los versos (cito):
(Cierro cita).
Fin de la máquina del decir humano y principio de la máquina ilimitada de los libros espejo, donde la literatura como se entendía hasta entonces, como un vampiro, es incapaz de reflejarse. Porque la literatura, el lenguaje, utiliza la estructura de una lengua para existir, para comunicar, para crearse por un procedimiento autopoiético del cuál, sin embargo, es deudor indefinido, ladrón. Es como decir que la estructura de un lenguaje es el territorio que el mapa, con una esperanza sin límites, intenta reproducir. Porque no hay esperanza: esa estructura es irrepresentable porque, como los poemas, cada uno es su propia posibilidad ejerciéndose, esa estructura que es como un ADN que determina lo que puede una lengua, a la manera que explica Henri Meschonnic en su crítica a los paradigmas del sentido. Pero la pregunta “¿qué puede un lenguaje?” se responde sólo de manera tramposa y parcial mediante los actos del lenguaje mismo: un lenguaje puede, antes que otra cosa, desaparecer, puede extinguirse como un dinosaurio en un rincón hostil del planeta y dejar a su paso una ruina apenas, una osamenta sobre la cuál trataremos de imaginarlo. Nadie ha visto, que yo sepa, un tiranosaurio rex caminando por las calles, pero tenemos una idea de cómo lucía un tiranosaurio rex gracias a los huesos que hemos armado en forma de tiranosaurio rex. Esa representación que nos hacemos, ese rompecabezas mesozoico es sólo posible por los huesos fosilizados, y así de fosilizadas se encuentran a su modo las palabras con relación a la posibilidad ya implícita en su lenguaje: representaciones, reflejos efímeros, sombras de sombras. Sirva lo anterior para decir que Rqiem es la ruina y el origen de un lenguaje, y al presentarse en su reencarnación de libro, es también el fin de la literatura, del modo en que un tiranosaurio en nuestra mente existe sólo porque es posible imaginar que así lucían los dinosaurios hace más de 65 millones de años.
Rqiem me hace pensar, al hojearlo, que así lucían los primeros lenguajes humanos, y que así será, acaso ya lo sea, la conversación de las máquinas que de nosotros heredarán la Tierra. Esta sensación se deja encuadrar en la noción de código: como el ADN, orden absoluto de lo vivo, lo que el supremo caos de Rqiem me recuerda es precisamente a un cuidadoso orden, un orden para el que nuestros hábitos de lectura, para el que nuestros mismos aparatos fonadores no nos han preparado. Si algunas partes de Rqiem recuerdan vagamente a palabras humanas por el orden de sus signos (e incluso un poco la sensación de escuchar latín, la lengua mapa del que nuestro diccionario interno del castellano guarda todavía la memoria en el oído, y verificable al escuchar el nombre de los tracks o secciones que componen Rqiem: austral, levolo, astor, karitas, dentr, nm, koros), y todavía se dejan pronunciar, del mismo modo hay secciones en las que los signos del alfabeto ya son solamente agrupaciones de sentido, como el binario 01110010 01110001 01101001 01100101 01101101, o las diferentes combinaciones de las letras Ge Te Ce A en el código del ácido desoxirribonucleico.
El código me hace pensar también en los conjuros mágicos, donde el intérprete del código, a saber, el mago, no precisa entender el código con el que trabaja. ¿Qué hablante de castellano afirmará conocer el funcionamiento del código de su lengua? Ya se ve que no se precisa comprender en un sentido cognitivo un código para hacer notar sus efectos, para utilizarlo. El código del Tarot es un lenguaje visual, simbólico, que apela, dicho de manera muy breve y grosera, a los arquetipos humanos fundamentales, siguiendo un elaborado código numérico de repeticiones, rimas visuales, ordenamientos, ejes y figuras. Es decir, podemos afirmar que el Tarot y Rqiem son una especie común de libros porque presentan una sintaxis, un orden, un ritmo, una especie de coherencia interna que debemos no decir, sino sintonizar. Sintonizar del modo en que “sintonizamos” la figura de un dragón o de un barco vikingo al observar las nubes.
La atribución de sentido es una prerrogativa, una opción que el lector/espectador de Rqiem puede dejar inexplorada. Me recuerda precisamente a la ambición sin ambición que movía a John Cage para decir que en la música tradicional podemos pensar que un sonido es un hombre, un presidente o un sentimiento, es decir, que la música tradicional comunicaba, a diferencia del ruido del tráfico de las ciudades, ese caos donde el sonido, a decir de Cage, era “simplemente” sonido. Decía el compositor y poeta que Beethoven y Mozart (cuya misa de Réquiem, misa de muertos, es otro pariente lejano del libro que hoy nos ocupa) siempre suenan a Beethoven y Mozart, pero que el tráfico de una ciudad, el sonido que entra por una ventana a las 3 de la tarde, es siempre diferente, siempre impredecible, en ese sentido, siempre nuevo. “Yo sólo quiero que los sonidos sean sonidos”, decía John Cage, quien exploró en su famosa obra 4’33” no las posibilidades del silencio, sino las posibilidades de escuchar durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, musicalmente, el sonido circundante.
No, Rqiem no es el absoluto tráfico, el caos, la mera contaminación visual y sonora que recuerda vagamente al lenguaje humano, sino algo más parecido a ese “escuchar musicalmente los sonidos” que preconizaba Cage, esa exploración, en este caso, sobre lo que puede un lenguaje. Esa atribución de sentido que hacemos del silencio recuerda a unos versos del poeta persa Ahmad Shamlou que refieren la vista desde el límite del mundo conocido por los navegantes de la Antigüedad, el Hic sunt dracones de los marineros, el vacío total. En el idioma persa, (puta madre, soy una máquina leyendo una presentación, no hablo persa, pero cito, a ver):
(Cierro cita.)
Lo que en una traducción más o menos ilustrativa al castellano vendría siendo:
Cierro Cita.
A condición de continuar mi lectura de Rqiem en un texto mucho más largo, texto cuya sola idea me produce un miedo pavoroso, la sensación de que aún falta mucho que decir sobre esta obra y cuyo estudio puede aún abordarse por numerosos frentes, diré, que no creo que Victor Ibarra Calavera, mi querido Chavo, sea del todo conciente de lo que está haciendo. Es decir, una persona no podría haber imaginado Rqiem, el sueño de las máquinas, una oveja eléctrica con la que sueñan los androides.
Para empezar a concluir, quiero hacer notar que entre los libros código de la más reciente nómina de poetas del continente, Yaxkin Melchy y Los poemas que vi por un telescopio, Héctor Hernández Montecinos con La Divina Revelación, Emmanuel Vizcaya y su DHBRMNT o Manuel Barrios y Yoga, el RQUIEM de Victor Ibarra Calavera destaca por ser un libro cuya objetualidad, su ser objeto, genera en quien lo observa la sensación que tendríamos de haberle robado el birrete al Papa: una sensación que podríamos describir como la de tener un objeto venido de otro planeta, un meteorito, la caja negra que quedó aún funcional luego del inmenso choque de aviones que fue la creación del universo, un hoyo negro, un ano que retiene y expulsa, un objeto que digiere el lenguaje y lo entrega vaporizado, sólo para uso de las máquinas, y pues en ese, y sólo en este sentido descrito anteriormente, Rqiem de Victor Ibarra Calavera es una mierda.
Somos Anonymous.
No olvidamos.
No perdonamos.
Putos todos, venceremos.
Espérennos.
JR
Saludos.
Somos Anonymous.
Aaaaaaaaaaaa, se la creyeron, putos.
Está en mis manos, más o menos desde hace un año, el RQIEM número 21, el ejemplar número 21 en la numeración de los libros que Victor Ibarra Calavera ha confeccionado en la editorial 2.0.1.2. Me ha acompañado silenciosamente en un par de mudanzas y viajes decisivos, lo que es decir, que lo llevo en mi biblioteca portátil, entre mis, por así llamarlos, libros de cabecera desde hace un año. Me he mudado unas 12 veces durante los últimos 3 años, por lo que la mayor parte de mis libros se queda en cajas o en casas de generosos amigos que los guardan durante periodos muy largos, pero no mis libros de cabecera, mis papeles, lo que siempre viaja conmigo. Porque desde que abrí por primera vez Rqiem supe que estaba ante algo demasiado poderoso como para procesarlo rápidamente, y supe que era un evento para meditar largamente, un evento que no se agotaba en la lectura, pues se trata de un libro que pone en suspenso todo lo que sabemos del objeto libro, del objeto lectura, una partitura para máquina que recuerda vagamente al lenguaje humano, un objeto embrujado definitivamente con el que tendría que vivir antes de poder comprender, antes de poder leer la magnitud del evento que la existencia de Rqiem supone.
Lo tuve de aquí para allá un año, pues, con la idea de que tenía que escribir sobre él cosas que he platicado con amigos aquí presentes una y otra vez a lo largo y ancho del tiempo, cosas que no he escrito sino hasta ahora por una razón sencillísima: porque estaba absolutamente, disculpen mi francés, cagado de susto, aterrado frente a lo que tendría que escribir. Pero es precisamente lo que da miedo escribir lo que está vivo, lo que debe ser escrito. Si miedo es deseo como dice el psicoanálisis, me dejaré llevar a continuación por mi deseo. Y estoy aquí hoy ante ustedes, hablando a través de una máquina, porque la voz me temblaría si tuviera que leer este texto yo mismo, y porque es justo que una máquina se disfrace de lenguaje en la presentación de un lenguaje que se disfraza de máquina.
Que no se interprete mi entusiasmo como fanatismo, excepto que sea el fanatismo religioso de los suicidas que los lleva a inmolarse, a menos que el fanatismo del que se me acuse fuera un fanatismo de las últimas consecuencias, como el de Mark David Chapman asesinando a John Lennon. Me emociona profundamente que exista Rqiem de Victor Ibarra Calavera por razones que trataré de compartir con ustedes, y puede ser que me falte mucho tiempo y mucha convivencia aún con esta obra para poder siquiera rasgar las implicaciones que supone su existencia; pero para conservar alguna cordura, diré en mi favor que sé que el tipo de obra que es Rqiem no es nueva dentro de la literatura, pues ahí está la poesía matemática, ahí están Huidobro, Cortázar, Cirlot, por amor de dios, la estructura de la Divina Comedia de Dante, todo un teorema; diré que sé también que las máquinas no han sido extrañas al arte digital, al performance, al arte objeto; que el sonido de las máquinas ha sido domesticado hace muchas décadas, y que la impronta neovanguardista de Rqiem ha sido explorada por diversos autores y en algunos casos agotada. Pero sospecho que este libro no juega el mismo juego que la literatura solamente, que el performance solamente, que el libro objeto solamente. Como decía Ricardo Castillo: no hay que leer palabras, hay que sintonizarlas. En este caso, en Rqiem, volvernos máquinas para decirlas, o para asistir al decir de eso que se parece a palabras, a esa tumba del lenguaje de Victor. Sospecho, tal vez medrando así toda posibilidad de exposición objetiva ante ustedes, que estamos ante una obra cuya existencia, si tomamos el tiempo de prestarle atención, cambiará radicalmente nuestro trabajo creativo, nuestra relación con las palabras y los conceptos hiper arraigados que tenemos alrededor de libro, lectura, escritura, nuestro acercamiento crítico a los textos de la más reciente promoción de eso que antes se llamaba literatura. La objetividad es imposible porque no voy a explicar nada, voy a proceder solamente agrupando ciertas coordenadas que me son accesibles para pensar Rqiem, del mismo modo que un contador Geiger puede ser objetivo solamente midiendo la radioctividad del ambiente, sin por ello ser capaz de anular en lo más mínimo sus fatales efectos. Porque no se dude, Rqiem es una bomba atómica y nadie sale vivo de aquí.
He hecho notar al principio que mi ejemplar de Rqiem está cifrado con el 21 en la numeración del primer tiraje de 60 ejemplares porque me hace pensar mágicamente que se corresponde con los 21 arcanos del Tarot, un libro, a mi parecer, que es de la misma especie que Rqiem, un tipo de obras de arte que sólo pueden convertirse en espejos y exponer, construir a su lector. Ni Rqiem ni el Tarot son libros hechos para decir el futuro, para adivinar la suerte, para predecir casamientos o tragedias, aunque de alguna forma se tenga la sensación de que el vértigo de mirarse en su superficie nos ahogará como a narcisos. Libros también que no sirven para leerse y botarse, para meter en una caja y comentar de vez en cuando; libros que no se pueden releer porque son infinitos; libros de arena borgeanos que no tienen principio ni fin, que recuerdan o aluden a lo humano pero no de manera directa, “realista”, en términos literarios, sino simbólica. La manera correcta, a mi parecer, de leer los libros de la especie de Rqiem y el Tarot es soñándolos, es decir, soñándolos verdaderamente despiertos.
Podríamos pensar que hay un hilo natural entre Rqiem y el Canto Séptimo de Altazor, el libro aéreo que inaugura las vanguardias en América. Un hilo que va del lenguaje hacia el fin del lenguaje, que es a su vez el esquema o mapa originario del lenguaje. El poema mismo parece predecir que el campo inexplorado será el fin del lenguaje, que bien podríamos pensar, significa en este contexto el fin de la literatura, esa sentencia de muerte que va inscrita en el nombre Rqiem. Los primeros seis versos del Canto Quinto de Huidobro son como seis clavos en el ataúd de la literatura, cito:
Aquí comienza el campo inexplorado
Redondo a causa de los ojos que lo miran
Y profundo a causa de mi propio corazón
Lleno de zafiros probables
De manos de sonámbulos
De entierros aéreos
(Cierro cita).
Entierros aéreos que recuerdan al avión de madera del poema funerario de Gonzalo Rojas y que recuerdan a un tipo de campo más allá de los mapas conocidos, el Hic sunt dracones que decían los mapas del siglo 15, antes de que los europeos cruzaran el Atlántico y vieran que no, que no hay dragones en América, pero que América es el dragón que estaba puesto en el lugar de los sueños del viejo continente. Porque algo debe de morir, es decir, de cambiar de estado, de renacer, para explorar el campo inexplorado que predicen primero los primeros versos del Canto Quinto de Altazor, canto que preconiza la sintaxis maquínica, que recuerda apenas vagamente al lenguaje humano, con la cuál está escrito Rqiem y que está anunciado en el Canto Séptimo de Altazor mismo. Cito los últimos 10 versos del paracaídas huidobriano, cito:
Infilero e infinauta zurrosía
Jaurinario ururayú
Montañendo oraranía
Arorasía ululacente
Semperiva
ivarisa tarirá
Campanudio lalalí
Auriciento auronida
Lalalí
Io ia
iiio
Ai a i a a i i i i o ia
(Cierro cita).
Ahí está ya insinuado, se me ocurre, el spoken word, el beat box, la gramática generativa que empeñaría inútilmente a los científicos del lenguaje, las hidromurias que hacen las delicias de los pornomelosos en Rayuela de Cortázar, y la imposibilidad que el poeta Francisco Cervantes habría de denunciar en los versos (cito):
No espero comprensión de nadie
Pues la máquina humana es limitada
(Cierro cita).
Fin de la máquina del decir humano y principio de la máquina ilimitada de los libros espejo, donde la literatura como se entendía hasta entonces, como un vampiro, es incapaz de reflejarse. Porque la literatura, el lenguaje, utiliza la estructura de una lengua para existir, para comunicar, para crearse por un procedimiento autopoiético del cuál, sin embargo, es deudor indefinido, ladrón. Es como decir que la estructura de un lenguaje es el territorio que el mapa, con una esperanza sin límites, intenta reproducir. Porque no hay esperanza: esa estructura es irrepresentable porque, como los poemas, cada uno es su propia posibilidad ejerciéndose, esa estructura que es como un ADN que determina lo que puede una lengua, a la manera que explica Henri Meschonnic en su crítica a los paradigmas del sentido. Pero la pregunta “¿qué puede un lenguaje?” se responde sólo de manera tramposa y parcial mediante los actos del lenguaje mismo: un lenguaje puede, antes que otra cosa, desaparecer, puede extinguirse como un dinosaurio en un rincón hostil del planeta y dejar a su paso una ruina apenas, una osamenta sobre la cuál trataremos de imaginarlo. Nadie ha visto, que yo sepa, un tiranosaurio rex caminando por las calles, pero tenemos una idea de cómo lucía un tiranosaurio rex gracias a los huesos que hemos armado en forma de tiranosaurio rex. Esa representación que nos hacemos, ese rompecabezas mesozoico es sólo posible por los huesos fosilizados, y así de fosilizadas se encuentran a su modo las palabras con relación a la posibilidad ya implícita en su lenguaje: representaciones, reflejos efímeros, sombras de sombras. Sirva lo anterior para decir que Rqiem es la ruina y el origen de un lenguaje, y al presentarse en su reencarnación de libro, es también el fin de la literatura, del modo en que un tiranosaurio en nuestra mente existe sólo porque es posible imaginar que así lucían los dinosaurios hace más de 65 millones de años.
Rqiem me hace pensar, al hojearlo, que así lucían los primeros lenguajes humanos, y que así será, acaso ya lo sea, la conversación de las máquinas que de nosotros heredarán la Tierra. Esta sensación se deja encuadrar en la noción de código: como el ADN, orden absoluto de lo vivo, lo que el supremo caos de Rqiem me recuerda es precisamente a un cuidadoso orden, un orden para el que nuestros hábitos de lectura, para el que nuestros mismos aparatos fonadores no nos han preparado. Si algunas partes de Rqiem recuerdan vagamente a palabras humanas por el orden de sus signos (e incluso un poco la sensación de escuchar latín, la lengua mapa del que nuestro diccionario interno del castellano guarda todavía la memoria en el oído, y verificable al escuchar el nombre de los tracks o secciones que componen Rqiem: austral, levolo, astor, karitas, dentr, nm, koros), y todavía se dejan pronunciar, del mismo modo hay secciones en las que los signos del alfabeto ya son solamente agrupaciones de sentido, como el binario 01110010 01110001 01101001 01100101 01101101, o las diferentes combinaciones de las letras Ge Te Ce A en el código del ácido desoxirribonucleico.
El código me hace pensar también en los conjuros mágicos, donde el intérprete del código, a saber, el mago, no precisa entender el código con el que trabaja. ¿Qué hablante de castellano afirmará conocer el funcionamiento del código de su lengua? Ya se ve que no se precisa comprender en un sentido cognitivo un código para hacer notar sus efectos, para utilizarlo. El código del Tarot es un lenguaje visual, simbólico, que apela, dicho de manera muy breve y grosera, a los arquetipos humanos fundamentales, siguiendo un elaborado código numérico de repeticiones, rimas visuales, ordenamientos, ejes y figuras. Es decir, podemos afirmar que el Tarot y Rqiem son una especie común de libros porque presentan una sintaxis, un orden, un ritmo, una especie de coherencia interna que debemos no decir, sino sintonizar. Sintonizar del modo en que “sintonizamos” la figura de un dragón o de un barco vikingo al observar las nubes.
La atribución de sentido es una prerrogativa, una opción que el lector/espectador de Rqiem puede dejar inexplorada. Me recuerda precisamente a la ambición sin ambición que movía a John Cage para decir que en la música tradicional podemos pensar que un sonido es un hombre, un presidente o un sentimiento, es decir, que la música tradicional comunicaba, a diferencia del ruido del tráfico de las ciudades, ese caos donde el sonido, a decir de Cage, era “simplemente” sonido. Decía el compositor y poeta que Beethoven y Mozart (cuya misa de Réquiem, misa de muertos, es otro pariente lejano del libro que hoy nos ocupa) siempre suenan a Beethoven y Mozart, pero que el tráfico de una ciudad, el sonido que entra por una ventana a las 3 de la tarde, es siempre diferente, siempre impredecible, en ese sentido, siempre nuevo. “Yo sólo quiero que los sonidos sean sonidos”, decía John Cage, quien exploró en su famosa obra 4’33” no las posibilidades del silencio, sino las posibilidades de escuchar durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, musicalmente, el sonido circundante.
No, Rqiem no es el absoluto tráfico, el caos, la mera contaminación visual y sonora que recuerda vagamente al lenguaje humano, sino algo más parecido a ese “escuchar musicalmente los sonidos” que preconizaba Cage, esa exploración, en este caso, sobre lo que puede un lenguaje. Esa atribución de sentido que hacemos del silencio recuerda a unos versos del poeta persa Ahmad Shamlou que refieren la vista desde el límite del mundo conocido por los navegantes de la Antigüedad, el Hic sunt dracones de los marineros, el vacío total. En el idioma persa, (puta madre, soy una máquina leyendo una presentación, no hablo persa, pero cito, a ver):
خانهی من در انتهای جهان است
در مفصلِ خاک و
پوک.
(Cierro cita.)
Lo que en una traducción más o menos ilustrativa al castellano vendría siendo:
Más allá del fin del mundo está mi hogar,
a un lado de los límites, entre el polvo
y el vacío.
Cierro Cita.
A condición de continuar mi lectura de Rqiem en un texto mucho más largo, texto cuya sola idea me produce un miedo pavoroso, la sensación de que aún falta mucho que decir sobre esta obra y cuyo estudio puede aún abordarse por numerosos frentes, diré, que no creo que Victor Ibarra Calavera, mi querido Chavo, sea del todo conciente de lo que está haciendo. Es decir, una persona no podría haber imaginado Rqiem, el sueño de las máquinas, una oveja eléctrica con la que sueñan los androides.
Para empezar a concluir, quiero hacer notar que entre los libros código de la más reciente nómina de poetas del continente, Yaxkin Melchy y Los poemas que vi por un telescopio, Héctor Hernández Montecinos con La Divina Revelación, Emmanuel Vizcaya y su DHBRMNT o Manuel Barrios y Yoga, el RQUIEM de Victor Ibarra Calavera destaca por ser un libro cuya objetualidad, su ser objeto, genera en quien lo observa la sensación que tendríamos de haberle robado el birrete al Papa: una sensación que podríamos describir como la de tener un objeto venido de otro planeta, un meteorito, la caja negra que quedó aún funcional luego del inmenso choque de aviones que fue la creación del universo, un hoyo negro, un ano que retiene y expulsa, un objeto que digiere el lenguaje y lo entrega vaporizado, sólo para uso de las máquinas, y pues en ese, y sólo en este sentido descrito anteriormente, Rqiem de Victor Ibarra Calavera es una mierda.
Somos Anonymous.
No olvidamos.
No perdonamos.
Putos todos, venceremos.
Espérennos.
domingo, 14 de octubre de 2012
Encerrarse en el afuera: la insoportable levedad del texto
Ustedes
lo que desearían de mí es una ponencia sobre los soportes no
convencionales de la literatura. Pero no la tendréis. De mí, no la
tendréis.
Convención:
una palabra ya de suyo problemática. Palabra Virgilio que nos
llevará, que nos trajo ya. Convención es convenir, es el espacio de
la conveniencia y, evidentemente, del encuentro. Estamos, se me
informa, en un encuentro nacional de jóvenes escritores en
Monterrey. Yo ya soy de aquí, puedo convenir que soy local, me he
perdido ya por sus calles larguísimas, he recorrido los senderos
peatonales y los he hallado repetitivos y los he injuriado y los he
encontrado amargos. Monterrey, las Vegas de México: en el espacio de
un corto perímetro podemos encontrar un canal veneciano, una arcada
de principios del siglo xx y un campo de concentración. Selección
natural, exotismo, colonizaciones mínimas, los gestos a los que la
ciudad te obliga a convenir son los propios del secuestro, de la
reclusión y la concentración; se sabe que es fácil encontrarnos
por la calle con todas las balas perdidas.
En la arcada Monterrey podemos encontrar que el centro de negocios en el que al que hoy hemos sido convocados nos contiene como un aparador pequeño, mínimo realmente, dentro de la oferta de bienes y servicios que pregona. Si Walter Benjamin caminara por los pasillos de Cintermex encontraría esa procesión de arcos que le parecía tan interesante, y que en su inconexión, en su independencia, forman la estructura de sentido con la que el autor escribió su Arcadas. Tenemos por ejemplo tiendas rarísimas que venden fotos de barcos, otras que venden helados, otras que exponen acero. Máquinas que hacen máquinas se ven por todas partes, eso no es nuevo. Maquinarias ilimitadas a su vez del libro, porque el centro de negocios alberga también la feria del libro, una máquina de libros de la cual nosotros, en esta sala, formamos un pequeño capítulo, una máquina de monedas que da libros. Incluso he visto, medio escondido y sumamente discreto, un pequeño stand invisible que corresponde a la literatura ninja, del que hablaré en otra ocasión. Se me ocurre, viéndonos aquí, modositos y bien peinados, ya desayunados y con nuestros papeles en la mano, que formamos el capítulo más convencional, que integramos el soporte más insoportable de la literatura.
Lógica
de tienda departamental: el que no enseña no vende.
Mi
querido Alan Mills me contó una vez que cuando salió su libro
Síncopes
en Guatemala, no sin astucia, el tecnopoeta chamán se encargó de
colocarlo en la sección correspondiente a novela en las librerías,
en lugar de colocarlo en la desértica sección de poesía, donde, se
sabe, cualquier cosa pasa inadvertida. El resultado fue un tremendo
éxito de ventas, pues el mínimo gesto de anaquel de Mills afectó
la práctica de lectura que su libro determinaba. Leer, pues,
poemarios como novelas, novelas como ensayos, ensayos como paseos por
el bosque en Heidegger o como un recorrido por tiendas
departamentales con Benjamin, leer tiendas departamentales como
libros, no para producir un diagnóstico de la cultura que nos
cataloga como vecinos de una competencia de hombres fuertes y mujeres
en bikinis, sino para desconvencionalizar nuestra posición dentro de
esa misma cultura. Para no jugar ese juego. Que no quepa duda,
estamos en este cuarto pequeño como los conspiradores que hacen sus
pequeños planes a la sombra, en el closet de la casa, como el cuarto
de aquel chofer de Un
mundo para Julius
donde el tesoro es una caja de galletas con unos pocos billetes
sucios. Somos un encuentro de escitores metidos en el closet de la
casa de la condesa quien, como se sabe, sale del palacio puntualmente
a las cinco de la tarde.
Noten que hemos sido concentrados, a la manera de un equipo de futbol, en un hotel dispuesto estratégicamente lejos de lo que podría distraernos, dispersarnos, desconcentrarnos. El mundo es ese enorme campo de desconcentración al que accedemos a veces a través de los soportes, de las palabras, por ejemplo, que funcionan también como pastores que concentran rebaños evanescentes, que amontonan ideas y sentidos. No soy tan ingenuo: sé que el propósito de esta mesa es discutir sobre los soportes no convencionales en términos de producción de textos. Lo que se pretende es que les hable, por ejemplo, de los poemas aéreos de Raúl Zurita, de su poema-cielo, de su poema desierto, de su poema quemadura en la mejilla; lo que se pretende es que discutamos el soporte no convencional del e-mail que la artista francesa Sophie Callé hizo circular entre mujeres de todo tipo, un correo electrónico que no estaba destinado a nadie sino a ella y donde su pareja daba por terminada su relación, y de la manera en que ese documento se vuelve la maquinaria ilimitada de producción de respuestas cuando otras mujeres asumen y ejecutan el mensaje, lo analizan, lo bailan, lo vuelven libro, poema, instalación, performance, carta legal; se trata de hablarles de Rqiem de Victor Ibarra Calavera, el mejor libro impublicable, que presenté el miércoles pasado en el museo del Chopo de la Ciudad de México, arqueolibro y partitura para máquina, creador y destructor de su propio soporte; se trata, en fin, de que venga a hablarles de blogs. Todo el mundo quiere hacer blogs en estos días. Bueno, vamos a jugarle el juego un poco a los soportes convencionales, a las escrituras de campo de concentración y de anaquel de supermercado para las que hemos sido convocados y concentrados en Auschwitz-Fundidora, con su malévolo horno levantando amenazador sus chimeneas. Vamos a hablar de blogs y del pinche Twitter.
Mientras platicamos les cuento que esta pequeña ponencia está ya subida en mi blog, Cuaderno de Raya. Todavía no sé en qué soporte voy a leerla para ustedes, ni sé cómo voy a hacerla soportable, a mí que más bien me atrae siempre lo insoportable. Naturalmente me acuerdo de Milan Kundera y la insoportable levedad del ser, lo que no tiene soporte. No sé todavía, mientras escribo esto, en qué soporte voy a colocar la levedad de mi texto, pero creo que lo conveniente es ponerlo en la botella al mar de mi blog. Si alguien tiene un iPad a la mano, si me llevo mi computadora, puedo entrar desde ahí. Ya no es necesario hacer papeleríos, ya no es necesario devastar el Amazonas para imprimir más libros. Harold Bloom se vio en una situación muy parecida una vez, cuando daba una conferencia sobre los insoportables soportes digitales, texto recogido en El futuro de la imaginación. Decía Bloom que cuando uno se dedica a las letras siempre recibe una importante cantidad de textos para leer, más si se dedica a la crítica literaria; los textos se apilan en la mesa de disecciones esperando su trepanamiento, el momento en el que el cuerpo-libro se enfrenta al bisturí crítico. Pero con los blogs no pasa eso. Los blogs, en su insoportable levedad, carecen de cuerpo, son escrituras publicadas mientras se escriben, donde la división del trabajo de escritura, edición y publicación ha quedado abolida de un sólo golpe. Twitter es lo mismo pero más rápido. Hay tanta poesía en Twitter como en cualquier texto leído con intención poética, como la obra para instructivo de olla express T-Fal y gasolina que presentó Victor Ibarra el miércoles pasado. El golpe que abole las distinciones convencionales de la escritura es el Internet, claro, pero es sobre todo un ímpetu subversivo de desconcentración que impregna ese gesto.
En
Monterrey tienen a este Bansky regio que es Acción Poética, un tipo
que pinta bardas con frases que interpelan directamente al
lector-paseante, el más sencillo grafitti, antecesor directo de los
tuits callejeros que he visto en DF, en Querétaro, en Xalapa, en La
Habana, que me informan que están en Estocolmo y también en Bagdad.
La insoportable levedad del grafitti, impermeable a toda
hermenéutica, se parece mucho a lo que he llamado el gesto de
desconcentración que producen las escrituras en Internet, esa
volatilización que acerca y vuelve inconfundibles su momento de
aparición y su momento de desaparición.
Listo, hemos caído en el juego del intercambio capitalista, intercambio que siempre nos queda a deber; hemos caído en el juego porque vimos una etiqueta con nuestro nombre y nuestro precio y nos la hemos puesto a modo de género literario; hemos caído en el juego de la literatura-usura, literatusura. Si hemos de ir hacia algún lugar, si el término “soportes no convencionales” puede discutirse de una manera que el juego no se vuelva demasiado grave, demasiado gravitatorio, consumiendo toda la levedad del texto, hemos de cuestionar por principio los soportes actuales. El nivel irreductible del soporte es la inscripción, la huella. Hacemos historia de la literatura a través de las huellas o boronas de pan que nos va dejando en el camino. ¿Qué tendríamos de una literatura sin cuerpo, sin inscripción, sin marca, es decir, sin etiqueta? Tendríamos el desplome de las acciones de la literatura, acciones que se verían impactadas en nuestra presencia de conjuradores aquí, en el centro de negocios de Monterrey, haciendo el reparto de utilidades de la literatura, del cuerpo muerto que tenemos en la mesa de disecciones.
Pero
no soy absolutamente pesimista. De hecho me siento muy bien de que la
literatura esté viva y en buen estado de salud, pero en otra parte.
La literatura siempre es el invitado ausente de las fiestas, de las
convenciones, la que no se deja enmarcar (es decir, poner marca,
inscribir), la que siempre llega tarde, la que está en otra parte.
No soy absolutamente pesimista porque estoy conciente de que esto es
un gran juego, una gran intriga de seducción, un divertimento.
Nuestra concepción binaria de literatura en soportes convencionales
versus no convencionales hiperdetermina las escrituras que hacemos
posibles. Cualesquiera juegos que hayamos querido echar a andar ya
están comprendidos en el modelo tecnológico del libro. Es por eso
que hace rato decía que la volatilización de la escritura en
Internet atenta contra la estructura literaria convencional, contra
su juego (aunque siga participando de su juego) al conservar otro
tipo de levedades textuales e imposibilitar la gravidez grave de la
literatura impresa, de la división del trabajo editorial. Eso es
leer a Mallarmé otra vez, él que más que Gutenberg nos enseñó
qué era un libro: una abolición. Digamos que los límites de
nuestro soporte son los límites de nuestro mundo. Digamos, por
tanto, que el talmudismo literario está vivo pero en terapia
intensiva. De conspiradores nos hemos vuelto de pronto doctores de la
escritura, diagnosticando con precisión los órganos enfermos del
libro. Somos convencionales y conservadores en ese sentido, vamos 20
años atrás en la investigación de soportes para nuestro arte, lo
que ha permitido que los enemigos de lo literario, especialmente los
editores y promotores de ventas, especialmente los escritores y
especialmente las vedettes nos coloquen en la misma categoría que
Yordi Rosado, quien nos mató anoche la fiesta y la literatura,
porque no lo dejábamos dormir.
Pero
ha sido todo muy convencional: hemos subido a un tren con destino a
Birkenau, hemos llevado nuestras cosas que poco a poco se han quedado
en pueblos de paso y en grandes basureros, hemos salido de casa
llevando solamente nuestros diarios y nuestras plumas y nuestras
laptops para entrar en un campo de concentración donde discutiremos
los soportes de lo literario, donde entraremos en la lógica de los
flujos de consumo, donde nos harán entrevistas y nos pedirán que
firmemos nuestros libros, que los volvamos fetiches para desmarcarlos
del sistema de reproducción capitalista de los objetos. Un horno, un
gran horno que no se le ve el fin nos observa imponente, nuevo
Olimpo, desde las amplias Vegas del parque Fundidora, mientras
conjuramos en un closet de las Arcadas sobre la pronta subversión de
lo literario. Las acciones de la literatura están subiendo lenta
pero perceptiblemente mientras hablamos. Los libros allá abajo se
están vendiendo, otros se están escribiendo y entrarán
próximamente en los soportes convencionales de creación, fomento de
la lectura, edición y distribución. Pronto, sus autores serán
premiados y serán becados en otros campos de concentración para que
puedan investigar lo literario sin preocuparse del anticlimático
real que rige el coste de la vida, y sus libros llevarán cintillos
de karate donde se dirá a qué camada pertenecen, a qué generación,
a qué libro, y seguramente cuál es su fecha de expiración y
consumo preferente.
Creo
que tenemos mucho que aprender del teatro y de las artes visuales,
del performance. Creo que tenemos que aprender a jugar otros juegos,
como el de la antropología y la teoría, como el de la música que
siempre va un paso más adelante que ninguno. Sí, ya sé. Ya sé que
no son carreras y mucho menos enchiladas, pero no tenemos opción.
Poco importa si el libro tiene los días contados, cosa que dudo, o
si todos quieren tener un blog. El ojo debe seguir abierto siempre,
sin párpados de preferencia como decía Rilke, sobre la escritura.
Aunque la literatura sea la discusión de los libros sobre los
libros, su huella no se vuelve soporte si no posee una cualidad
aurática que lo distinga de otros modelos de documentación. El
libro es sólo soporte del texto, pero no se diferencia mucho en
realidad de un florero o de una botella de whisky. Me acuerdo que los
destiladores de las highlands en Escocia prevén la evaporación de
las capas superficiales de alcohol en los alambiques donde el whisky
se produce; llaman a esta evaporación, a esta inmensa levedad, la
porción del ángel. El libro ya no lucha con el ángel si el
escritor no se levanta en pijama, con un chal sobre los hombros y se
pone a darle duro a su teclado; si el escritor no se vuelve experto
en aporrear teclados y hacer mucho ruido para no dejar dormir a Yordi
Rosado, pues el insomnio es la mayor coartada de los escritores,
incapaces de lidiar con lo que puebla sus sueños; el libro puede ser
la polaroid de esa lucha, la porción del ángel que estabiliza la
evaporación y el destilado, pero los almíbares de la escritura
escapan a su soporte, no son ni siquiera la osamenta donde la
escritura se osifica.
Yo
debería ir terminando ya esta ponencia, pues, como se ve, me he
quedado solo, hablando no solo sino con un auditorio ausente,
haciendo una conferencia de pequeño formato para las sillas y las
cámaras, para los insoportables soportes de nuestros traseros y
nuestras imágenes. Ningún animal fue herido de gravedad en la
producción de este aparato textual.
Monterrey,
N.L., 14 de octubre
martes, 9 de octubre de 2012
De la poesía como un fight club
Este texto apareció originalmente en la página de Mutante.
Narrator: When people think you’re dying, they really, really listen to you, instead of just…
Marla Singer: —instead of just waiting for their turn to speak?
Fight Club, (Fincher, 1999.)
Marla Singer: —instead of just waiting for their turn to speak?
Fight Club, (Fincher, 1999.)
, Una lectura de poesía y una misa católica se parecen en que reúnen a un grupo que espera que un tercero, portador temporal de la palabra, se calle.
, La palabra es posible gracias a un tipo de violencia de naturaleza sutil, pero innegable: una cosa, al ser puesta en palabras, de algún modo, es destruida. Lo no dicho, al permanecer oculto, permanece seguro. Hablar equivale a una forma de nacimiento. La palabra parte: divide, hace nacer. Y Dios dijo ‘hágase la luz’.
, Cuando en un lugar se reúnen más de tres personas, aquello solo puede resultar en una eventual conspiración; tal conspiración, según las circunstancias, tomará la forma de una orgía, un golpe de Estado, un complot electoral, una anodina tuitcam. Si las circunstancias son funestas y tenemos a los dioses en contra, el grupo tendrá intenciones artísticas, por lo que el resultado será una revista literaria, una vanguardia artística, una lectura de poemas. Todas, empresas hijas del aburrimiento destinadas a modos más discretos o más olímpicos de fracaso.
, “No me interesa pertenecer a ningún club que me aceptara como miembro”, fue más o menos la frase de Groucho Marx. La escritura no nos pondrá nunca en ese aprieto: un club tan extremadamente selecto no reconocerá nunca a nadie como legítimo miembro; sus verdaderos miembros nunca serán parte de él. Serán miembros fantasmas, si lo prefieren, para utilizar un término anatómico: todo lo más, tratarán de ser un intangible dolor en el cuerpo de la escritura.
, En la vulnerabilidad, nos dice Adriana Cavarero, se negocia el daño o el cuidado de un cuerpo. Al ponernos en contacto con un poema, asumimos el espacio de vulnerabilidad que negociará nuestra protección o nuestra destrucción, sin conocer el resultado previamente. El salto mortal hacia el poema lo hace el lector, a través de la agencia de viajes Ícaro tours.
, El verdadero riesgo de la poesía no consiste tanto en organizar la vida en torno a la escritura tanto como en permanecer disponible para su irrupción. El verdadero riesgo de la poesía, por tanto, es más patente en el lector o el escucha que en el supuesto escritor.
, Un escritor puede ser un impostor, pero un lector siempre es un lector.
, Una lectura con fines literarios no consiste sino en la fatal comparación de soledades colindantes entre los asistentes. Este proceso, a diferencia de la frenética o mesurada actividad verbal en la mesa o el escenario, generalmente presididos por una voz, ocurre en silencio —del modo, imaginemos, como el libro ocurre justamente entre los espacios callados de las palabras.
, Reunido un grupo mayor o menor de gente, algún bravo depone el silencio circundante. Lo que los asistentes escuchan no es el poema, sino el cálculo del tiempo restante para que sea el turno de alguien más para dirigirse al público —esto aplica incluso para aquellos que no escriben y que acaso no escribirán nunca.
, Las voces son un cuerpo.
, La reunión de los asistentes a cualquier tipo de lectura literaria, ese conjunto de subjetividades contingentes, está puesto en el lugar que dejara vacante la vieja fogata de los cavernícolas sabios. Las bacantes, por otro lado, llegan siempre, aún sin confirmar asistencia.
, Escribir es decir lo que alguien que no conoces, a quien no has visto y a quien probablemente nunca verás, no se atreve a decir.
, Lo que los asistentes escuchan no es el poema; lo que les ocurre mientras escuchan puede ser (o no) el poema. Eso, apenas depende del que lee en voz alta; hay un poco más de responsabilidad en el poema, naturalmente, pero la eficacia del poema depende únicamente del lector. Se dice que la mayor influencia literaria de Robert Walser (el Kafka suizo) fueron simples revistas para señoras.
, Si el silencio es el espacio por excelencia de la hospitalidad, el simulacro de silencio que supone la escucha de una lectura es toda la confianza que podemos permitirnos aún, algunos, de que la ciudad no se encuentra enteramente poblada por fantasmas.
, La diferencia entre un grupo de apoyo y un deporte extremo ocurre solamente en esa resbalosa categoría del espíritu: la actitud. Hay monjes zen que se comportan como burócratas y coleccionistas de vajilla que asumen su pasatiempo con la intensidad de una misión dictada por dios mismo.
, Para que esa famosa etimología de “religión” funcione (aquella donde religión deriva del latín religare, re=de nuevo y ligare=unir), es necesario, primero, contar con una escisión fundamental, previa. La ilusión de la “reunión” debe ser precedida por la ilusión de la ruptura. Es mi parecer que durante un slam de poesía, ambos elementos confluyen: algo se rompe, algo se une, pero sólo los asistentes saben de qué se trata.
“It was on the tip of everyone’s tongue. Tyler and I just gave it a name.”
, En la lectura silenciosa del libro, el libro está puesto en el lugar de una voz ausente. En la lectura en voz alta, no es quien lee o dice de memoria el que está puesto en el lugar de un libro ausente: es la reunión misma de los escuchas lo que garantiza la configuración de un libro ya no ausente, sino imposible del todo, del cuál todos, en parte, participan.
, En ocasiones, parece que el poema fuera un mero pretexto para que una multitud de extraños se reúna para verificar cuánto, sin saberlo, tienen en común.
, El estatuto del que lee en voz alta, por otro lado, se parece al de un ventrílocuo o médium: toda la razón que puede darse de él o ella vendrá de esa presencia inasible que lo habita y que asume, de manera contingente, los rasgos que una voz le presta.
, La voz es el verdadero agente de la religión, entendida como “unión de lo que había permanecido separado”. Difícil, acaso imposible, saber si el que habla es lo roto de nosotros o el agente que une los pedazos fragmentados de una comunidad aún posible.
, Muchos alegatos pueden hacerse a favor y en contra de un slam de poesía: que no se trata de lo que hasta hace poco las academias reconocían como “poesía” verdadera; que es el único tipo de poesía “verdadera”; que los referentes son caducos —que reflejan un mundo que cambió más rápido que la sociedad; que los estilos son endógenos, pobres; que echa mano de lenguajes ajenos a la literatura, evidenciando así las limitaciones de la palabra escrita; que los recursos de la voz son limitados; que la página impresa es el pasado. Esta pelea es vital, y está lejos de resolverse en un sólo round. Como todas las buenas peleas, durarán lo que tengan que durar.
Siempre es tu primera noche en un slam de poesía. Siempre da miedo. Ganar o perder, da lo mismo. La verdadera pelea es frente a uno mismo.
Suscribirse a:
Entradas
(
Atom
)