viernes, 12 de septiembre de 2014

Notas para un antihomenaje a Octavio Paz

Leído el 11 de septiembre del 2014 en la Casa del Poeta, en la mesa "Relecturas a la obra de Octavio Paz", convocada por María Rivera. Tuve el gusto de compartir mesa con Óscar de Pablo y Roberto Cruz Arzábal. 

Palabras preliminares: los infrarrealistas nunca secuestraron a Octavio Paz. Televisa secuestró a Octavio Paz. Eso es lo que no le perdonamos.

Más que un homenaje, un exorcismo colectivo.

Flashback: 1914 fue una camada fina, qué duda cabe, de auténticos perros del alba. La vena roja de su carne daba tunas en México y corazones imantados de diamantes en Chile. Decir sus nombres de almanaque en retahíla era como leer un índice de montañas, una cordillera de asombros: Octavio Paz y la espina enjoyada de Efraín Huerta en las escamas del metro y las paradas de autobús, Nicanor Parra al otro lado del idioma y del continente, compartiendo las altas cumbres con don José Revueltas, muerto de risa, tan grande que ya nos perdonó a todos.

Y es que sí: este año, a un siglo que se fue como un parpadeo, la poesía estuvo hasta en la sopa. Óscar y yo la comentamos durante el plantón simbólico que sostuvimos una noche frente a Televisa Chapultepec, comiendo tacos para pasar desapercibidos, teorizando como quien cuenta un chiste secreto a propósito de la realidad. No queríamos decir El laberinto de la soledad para no encontrar al mismo cansado nombre de siempre. No convocarlo por obvio, por sobrepoblado, por necesario.

Flashback aún anterior: tengo 5 años y voy en el regazo de mi madre, medio dormido, sentado en el transporte público. Ella lee un libro verde que será de los pocos libros que veré durante los siguientes años en casa, que no abriré nunca sin embargo, pero cuya portada verde no me abandonará más. El laberinto de la soledad me encontrará por todas partes.

En 2014 me prometí llevar a cabo un homenaje privado sobre todo a José Revueltas y Nicanor Parra. Ellos se ríen de sí mismos y de la realidad, porque están más vivos que nadie, tanto que todas las estatuas que han intentado hacer de ellos han quedado movidas, estatuas fuera de foco.

En mis redes sociales todo sigue como siempre: están mis amigos que saben lidiar con las instituciones y mis amigos que no desean trato alguno con ellos. Unos y otros voltean los ojos ante la inminencia de las celebraciones. ¿Será otra vez como ese año insufrible de homenajes en cuerpo presente a Carlos Fuentes? Me desentendí desde un principio. Vi pasar columnas de opinión, diálogos, mesas redondas como flyers de una banda que ya no nos gusta. Mi mujer me contó del acto protocolario aquí y allá, del fondo reservado de Televisa para los estudios pacianos y de las largas discusiones donde los méritos de don Octavio se enumeraban, y de cuya fuente honda seguían manando, en la permanencia voluntaria de los eventos.

Corte A: Participo en un slam antihomenaje a Paz durante la Feria del Libro y la Rosa en el Centro Cultural Universitario de Tlatelolco. Yo hago una parodia de su retórica que más parece un homenaje. No tengo buena memoria, pero me puedo camuflajear fácilmente en sus trucos, reproducirlos: los conozco tan bien como los míos. Un muchacho que no conozco llega y pone Piedra de sol en medio del círculo de los participantes. El pirómano en mí acaricia el encendedor que lleva en el bolsillo siempre, pensando que vamos a inmolar ritualmente el ejemplar. El muchacho se sienta sobre Piedra de sol. Tal vez gritó alguna consigna, la verdad no lo recuerdo. Luego se levantó y el evento siguió su curso.

Fast forward al presente. Estoy preparando lo que voy a platicar hoy en esta mesa. Trato de no pensar en mi intervención como si preparara un número de stand-up comedy para un roast. Él no es Charlie Sheen, es Octavio Paz. Si hubiese un Corleone, naturalmente sería él. En el laberinto nos encontramos unos a otros: escuchamos nuestros mutuos pasos por los corredores y decimos Nadie y nos acordamos del chiste. Tantos poemas que nos gustan de él, ¿y de esos quién habla? Pero ni Roberto ni yo quisimos traer a colación al susodicho cuando salimos de una cantina bajo los cielos rubensianos de San Ángel, aludiéndolo subrepticiamente como aluden los cubanos a un Fidel de adarga antigua con un gesto así, como de la barba quijotesca del ausente.

No era para tanto. Para mí que nunca fue para tanto, Paz. Con una cuarta parte, con un puñado de poemas, con la introducción de El arco y la lira hubiéramos tenido bastante. Los especialistas tendrán otras cifras, pero a cada mudanza me pregunto por qué sigo cargando con los dos tomos de la Obra Poética, y con Cuadrivio, y con Conjunciones y disyunciones, si ya hace tiempo hicimos las paces, la Paz sea con ustedes y vuestro espíritu.

Comencé a leerlo como parte de mi formación en la SOGEM de Querétaro. El programa de historia de la poesía en español abarcaba desde los zéjeles y cantigas medievales hasta Tablada, Miguel Hernández, Gonzalo Rojas y claro, Paz. Paz era algo así como el último eslabón de la historia. Luego estaban los jóvenes maestros, la generación de los 50, las vanguardias latinoamericanas que no enseñan en la escuela, sobre todo Vallejo y Huidobro y otro puñado de nombres. Decidí en algún momento, como todos, que Octavio Paz era el enemigo. Que debía leerlo porque la ignorancia me haría militar en sus filas, cantar sus alabanzas ciegamente.

Yo lo leía impunemente de un tirón, como una epopeya teórica de ese “objeto que es el producto de una práctica, no la consecuencia de un sistema”, como se lo leímos en la presentación del primer tomo de su obra poética. Son ladrillos perniciosos porque enseñan que la poesía puede ser, también ella, una retórica. Una óntica o su búsqueda, una pregunta que no se cansa, alguien que dice Nadie en una calle vacía.

Una versión de esta charla pretendía ser un top 10 de los poemas que más me gustan. Luego cambió la óptica y pensé en hacer una vivisección renacentista en la mesa de carnicería para mostrar descarnadamente al auditorio de donde tiraban los nudos flojos, el uso perpetuo del yo autoafirmativo y dialéctico, elegante inevitablemente, vulgar comparado con sus mejores momentos, pero siempre ahí. En la SOGEM uno puede aprender a imitarlo. Luego el ejercicio consistía en quitarse la maña. En dejarle para él la fórmula profética y el ferrocarril de las definiciones: dejarle las propiedades agropecuarias de toda la península de Yucatán amarradas a un nombre de mujer, desentenderse de la tradición de la ruptura que no dejó de preconizar en las antologías y revisiones históricas y posicionamiento de una modernidad posible para el pensamiento que no me interesa. Y a veces la poesía no bastaba. El joven Paz tenía que hacerse una estatua tan grande como la del abuelo. Y lo veíamos enterrarlo también, desentenderse de él, salir bajo régimen de Libertad bajo palabra. También fue ese que fuimos, el que negó su nombre tres veces antes del alba, muerto de frío como perro mestizo, sin amo. Antes, mucho antes de las condecoraciones y de los aplausos. Mucho antes de ser acuñado en las fichas oficiales de este juego de mesa absurdo que es el dinero. Antes que ser efigie escribió incluso grandes poemas que me prometí no leer en el año de los homenajes. Salamandra, por ejemplo, que ya volví a leer. Blanco, con el que me obsesioné vivamente una semana, al igual que todos, y luego traté de olvidar. Lo conseguí muchas veces. Yo rescataría lo que me rescataba entonces también. Yo lo vería como él se vio entonces, tratando de imitar impunemente a TS Eliot en un poema que se llama “Conscriptos USA”, que de repente se permite jugar a esas cosas, a pensar que Garcilaso y Góngora y Quevedo no le están contando las sílabas y cortes naturales de los endecasílabos por encima del hombro. Cursi hasta el asco en cosas como “Entre la piedra y la flor”, una poesía agropecuaria que no tiene nada que ver con vislumbres como “Estrella interior” o “Refranes”, que son juguetes de relojería hechos como quien dice groserías en secreto.

Octavio Paz también tiene unos poemas muy buenos cuando se lo lee, cuando no se lo está tratando de intelectual oficial o lujo cultural de la administración Salinas de Gortari. Octavio Paz fue mucho más que un pisapapeles de lujo, señoras y señores. Mucho más que esos especiales de televisión donde el entonces transgresor Vargas Llosa se hizo persona non grata de la república letrada que Paz construyó en torno suyo. Mucho más que esta pirámide de vidrio que El ogro filantrópico nos enseñó a identificar con el enemigo.

Él no fue siempre el enemigo, el padre a vencer de las camadas de perros mestizos que nadie reclama, el Darth Vader de los eslameros, el archienemigo de los infras, la moneda de diez pesos. Antes eras chévere. Tenías esos ensayos buenísimos sobre la India que leí una tarde en casa de una amiga. Se los pedí prestados y nunca se los devolví. La llama doble es muy bonita, pero es demasiado didáctica para mi gusto. El amor a la India está en Conjunciones y disyunciones y en un par de poemas de Ladera Este. En su alquimia sexual en el bosque de la China, en las monedas del I Ching –superstición que le leyó a John Cage y le heredó a Salvador Elizondo--, en todos sus aburridísimos poemas sobre mujeres que encuentra como si fueran islas, como si fueran continentes o laberintos o desiertos o catedrales o nubes pero no mujeres: su pensamiento no está afilado todavía respecto a ellas. Está chavo cuando hace su incursión Árbol adentro. Árbol de frutos verdes. Para mí, tendríamos con ¼ parte de los poemas y ya está. Unos pocos Hijos del limo como frutos de pantano de cursilería y ademanes que Yépez ha analizado hace poco en una columna muy conocida.

Los homenajes que hemos visto durante este año son los tributos que paga el gremio como sacrificio / barra / examen de conciencia sobre el armado de nuestra infraestructura cultural. Octavio Paz hizo posible que la literatura en nuestro país tuviera un apóstrofe dentro del presupuesto neoliberal. El modelo económico de los últimos 30 años cambió la concepción de cultura nacional de una visión proscrita, casi un entretenimiento folclórico de exportación, a la promoción de un pequeño gueto aprovechable para la exploración artística. La “media voz” de los poemas de Paz es también el tono apropiado para comportarse en un auditorio ilustrado; la de Huerta es la voz más cercana, la que apela a nuestra propia experiencia de formación para nutrir una continuidad expresiva y un arraigo a la ciudad; la voz de Revueltas, por otra parte, resulta incómoda hoy tanto como en los 70 porque es la voz del megáfono, la voz del nosotros reunido, la prosodia del discurso sobre lo real, la voz alta. Insisto en esto: más que un yo que se sobreafirma, como la de Paz, la de Revueltas es un reverbero añejo, mítico desde el presente. No existe un patronato para escritores que deseen ser herederos de Revueltas porque México no quiere más Revueltas: México quiere Paz, y está dispuesto a pagar por ello.

Yo me quedaría con El arco y la lira, el primer manual de poética que leí. Confiesa su tradición, pero conectando tantas otras. Tiene ese poder de los libros habitados por sus lectores a los que uno vuelve siempre con provecho, o a los que se remite para recordarse cosas fundamentales acerca de su propia visión de mundo. Yo pienso por ejemplo que ahí aprendí que se podían pensar cosas como la revelación poética, y a través de la historia de estas revelaciones, ir avizorando el hilo de Ariadna que siguen todas las sombras de la literatura de varias tradiciones, incluso las incompatibles entre sí: cadena de ruptura que se le deshizo del cuello a Carmen en la gran pista de baile del siglo XX.

Palabras clave: la otra orilla, los signos en rotación. Todo estaba ahí, en El arco y la lira, desde el principio. A ratos me parece incluso mucho más bello que libros-escalera como Vuelta o Blanco, con más vocación de tránsito que de retórica. No es un libro de puro name dropping, de pasar revista a las lecturas, sino de conectar las tradiciones novohispana, española de los siglos de oro y modernistas latinoamericanos con el romanticismo francés, con la mitología griega y de la India, además del primer acercamiento que muchos tuvimos con la poesía japonesa. Sobre todo te enseña que la poesía no sólo es algo que se puede pensar, sino que es una forma de pensamiento en sí misma, en una tradición entrañable para mí que es la de María Zambrano y José Lezama Lima.

Si me propusiera encontrarle algún mérito definitivo como poeta a Octavio Paz, tendría que decir: el de que fue un gran lector, y se comportó siempre como uno. Que la efigie se grabe en las monedas, que la estética oficial siga anquilosando la ética, que las instituciones literarias sigan siendo pródigas en prodigios de relumbrón. Yo tengo poco más que decir sobre el tío rico de la Gran Familia Literaria. Yo me acercaré de vez en cuando para recordar algo que escribió sobre Mallarmé, sobre Juan Ramón Jiménez o sobre Novalis. Me acercaré a El arco y la lira cuando quiera acordarme que poetizar no es lo mismo que escribir, como vengo haciendo desde hace mucho. Como la Biblia, la obra poética de Paz no debe leerse demasiado literalmente. Le falta humor, por ejemplo, y la realidad está para morirse de risa o de pena. Incluso su carcajada es demasiado grácil, invita poco a seguir la broma.


Recuerdo que en el homenaje a Fuentes, una joven gloria de la poesía mexicana se sentó en la butaca frente a mí. Lo conocía entonces de una clase que tomé con él y le pregunté “¿no te parece un poco monumental todo esto, demasiada vocación de tótem?” Y él me dijo: yo aplaudo. Ellos abrieron brecha. Paz y Fuentes, sobre todo. Juan Rulfo es la tercia. Yo aplaudo, como diciendo el que no aplaude no figura en la foto. Y esa es la cosa, que hay muchas formas de “encarnar el verbo en la vida”, y eso también lo aprendimos en Paz. Leer bien a Paz es aprender a no aplaudir también. A no aplaudir de todo. A no ser un gremio de focas, ni a cultivar el gusto por el gesto. Sobre todo: leer a Paz es reclamarlo para los lectores, deslumbrados y con el cuello torcido por el esfuerzo de encontrarle la punta a una pirámide tan alta. Mucha luz, mucha luz, dicen que le gritaba Papasquiaro, otro monumento reciente. Lo dijo Charles Tomlinson en un poema traducido por Paz, que empieza así: “Después que me haya ido,/ dijo el viejo cacique,/ si me necesitan, me llaman./ Y se echó a lo largo, vuelto piedra”, y termina recapitulando, “Si me necesitan, me llaman./ Su singularidad domina al llano/ y a su imagen le pedimos ayuda: / Así los hombres hacen montes.

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