Leído el 11 de septiembre del 2014 en la Casa del Poeta, en la mesa "Relecturas a la obra de Octavio Paz", convocada por María Rivera. Tuve el gusto de compartir mesa con Óscar de Pablo y Roberto Cruz Arzábal.
Palabras preliminares: los infrarrealistas
nunca secuestraron a Octavio Paz. Televisa secuestró a Octavio Paz. Eso es lo
que no le perdonamos.
Más que un homenaje, un exorcismo colectivo.
Flashback: 1914 fue una camada fina, qué duda
cabe, de auténticos perros del alba. La vena roja de su carne daba tunas en
México y corazones imantados de diamantes en Chile. Decir sus nombres de
almanaque en retahíla era como leer un índice de montañas, una cordillera de
asombros: Octavio Paz y la espina enjoyada de Efraín Huerta en las escamas del
metro y las paradas de autobús, Nicanor Parra al otro lado del idioma y del
continente, compartiendo las altas cumbres con don José Revueltas, muerto de
risa, tan grande que ya nos perdonó a todos.
Y es que sí: este año, a un siglo que se fue como un parpadeo, la poesía estuvo hasta
en la sopa. Óscar y yo la comentamos durante el plantón simbólico que
sostuvimos una noche frente a Televisa Chapultepec, comiendo tacos para pasar
desapercibidos, teorizando como quien cuenta un chiste secreto a propósito de
la realidad. No queríamos decir El
laberinto de la soledad para no encontrar al mismo cansado nombre de
siempre. No convocarlo por obvio, por sobrepoblado, por necesario.
Flashback aún anterior: tengo 5 años y voy en
el regazo de mi madre, medio dormido, sentado en el transporte público. Ella
lee un libro verde que será de los pocos libros que veré durante los siguientes
años en casa, que no abriré nunca sin embargo, pero cuya portada verde no me
abandonará más. El laberinto de la
soledad me encontrará por todas partes.
En 2014 me prometí llevar a cabo un homenaje
privado sobre todo a José Revueltas y Nicanor Parra. Ellos se ríen de sí mismos
y de la realidad, porque están más vivos que nadie, tanto que todas las
estatuas que han intentado hacer de ellos han quedado movidas, estatuas fuera
de foco.
En mis redes sociales todo sigue como
siempre: están mis amigos que saben lidiar con las instituciones y mis amigos
que no desean trato alguno con ellos. Unos y otros voltean los ojos ante la
inminencia de las celebraciones. ¿Será otra vez como ese año insufrible de
homenajes en cuerpo presente a Carlos Fuentes? Me desentendí desde un
principio. Vi pasar columnas de opinión, diálogos, mesas redondas como flyers
de una banda que ya no nos gusta. Mi mujer me contó del acto protocolario aquí
y allá, del fondo reservado de Televisa para los estudios pacianos y de las
largas discusiones donde los méritos de don Octavio se enumeraban, y de cuya
fuente honda seguían manando, en la permanencia voluntaria de los eventos.
Corte A: Participo en un slam antihomenaje a
Paz durante la Feria del Libro y la Rosa en el Centro Cultural Universitario de
Tlatelolco. Yo hago una parodia de su retórica que más parece un homenaje. No
tengo buena memoria, pero me puedo camuflajear fácilmente en sus trucos,
reproducirlos: los conozco tan bien como los míos. Un muchacho que no conozco
llega y pone Piedra de sol en medio
del círculo de los participantes. El pirómano en mí acaricia el encendedor que
lleva en el bolsillo siempre, pensando que vamos a inmolar ritualmente el
ejemplar. El muchacho se sienta sobre Piedra
de sol. Tal vez gritó alguna consigna, la verdad no lo recuerdo. Luego se
levantó y el evento siguió su curso.
Fast forward al presente. Estoy preparando lo
que voy a platicar hoy en esta mesa. Trato de no pensar en mi intervención como
si preparara un número de stand-up comedy para un roast. Él no es Charlie
Sheen, es Octavio Paz. Si hubiese un Corleone, naturalmente sería él. En el
laberinto nos encontramos unos a otros: escuchamos nuestros mutuos pasos por
los corredores y decimos Nadie y nos
acordamos del chiste. Tantos poemas que nos gustan de él, ¿y de esos quién
habla? Pero ni Roberto ni yo quisimos traer a colación al susodicho cuando
salimos de una cantina bajo los cielos rubensianos de San Ángel, aludiéndolo
subrepticiamente como aluden los cubanos a un Fidel de adarga antigua con un
gesto así, como de la barba quijotesca del ausente.
No era para tanto. Para mí que nunca fue para
tanto, Paz. Con una cuarta parte, con un puñado de poemas, con la introducción
de El arco y la lira hubiéramos
tenido bastante. Los especialistas tendrán otras cifras, pero a cada mudanza me
pregunto por qué sigo cargando con los dos tomos de la Obra Poética, y con Cuadrivio, y con Conjunciones y disyunciones, si ya hace tiempo hicimos las paces,
la Paz sea con ustedes y vuestro espíritu.
Comencé a leerlo como parte de mi formación
en la SOGEM de Querétaro. El programa de historia de la poesía en español
abarcaba desde los zéjeles y cantigas medievales hasta Tablada, Miguel
Hernández, Gonzalo Rojas y claro, Paz. Paz era algo así como el último eslabón
de la historia. Luego estaban los jóvenes maestros, la generación de los 50, las
vanguardias latinoamericanas que no enseñan en la escuela, sobre todo Vallejo y
Huidobro y otro puñado de nombres. Decidí en algún momento, como todos, que
Octavio Paz era el enemigo. Que debía leerlo porque la ignorancia me haría
militar en sus filas, cantar sus alabanzas ciegamente.
Yo lo leía impunemente de un tirón, como una
epopeya teórica de ese “objeto que es el producto de una práctica, no la
consecuencia de un sistema”, como se lo leímos en la presentación del primer
tomo de su obra poética. Son ladrillos perniciosos porque enseñan que la poesía
puede ser, también ella, una retórica. Una óntica o su búsqueda, una pregunta
que no se cansa, alguien que dice Nadie en
una calle vacía.
Una versión de esta charla pretendía ser un
top 10 de los poemas que más me gustan. Luego cambió la óptica y pensé en hacer
una vivisección renacentista en la mesa de carnicería para mostrar
descarnadamente al auditorio de donde tiraban los nudos flojos, el uso perpetuo
del yo autoafirmativo y dialéctico, elegante inevitablemente, vulgar comparado
con sus mejores momentos, pero siempre ahí. En la SOGEM uno puede aprender a
imitarlo. Luego el ejercicio consistía en quitarse la maña. En dejarle para él
la fórmula profética y el ferrocarril de las definiciones: dejarle las
propiedades agropecuarias de toda la península de Yucatán amarradas a un nombre
de mujer, desentenderse de la tradición de la ruptura que no dejó de preconizar
en las antologías y revisiones históricas y posicionamiento de una modernidad
posible para el pensamiento que no me interesa. Y a veces la poesía no bastaba.
El joven Paz tenía que hacerse una estatua tan grande como la del abuelo. Y lo
veíamos enterrarlo también, desentenderse de él, salir bajo régimen de Libertad bajo palabra. También fue ese que
fuimos, el que negó su nombre tres veces antes del alba, muerto de frío como
perro mestizo, sin amo. Antes, mucho antes de las condecoraciones y de los
aplausos. Mucho antes de ser acuñado en las fichas oficiales de este juego de
mesa absurdo que es el dinero. Antes que ser efigie escribió incluso grandes
poemas que me prometí no leer en el año de los homenajes. Salamandra, por ejemplo, que ya volví a leer. Blanco, con el que me obsesioné vivamente una semana, al igual que
todos, y luego traté de olvidar. Lo conseguí muchas veces. Yo rescataría lo que
me rescataba entonces también. Yo lo vería como él se vio entonces, tratando de
imitar impunemente a TS Eliot en un poema que se llama “Conscriptos USA”, que
de repente se permite jugar a esas cosas, a pensar que Garcilaso y Góngora y
Quevedo no le están contando las sílabas y cortes naturales de los
endecasílabos por encima del hombro. Cursi hasta el asco en cosas como “Entre
la piedra y la flor”, una poesía agropecuaria que no tiene nada que ver con
vislumbres como “Estrella interior” o “Refranes”, que son juguetes de relojería
hechos como quien dice groserías en secreto.
Octavio Paz también tiene unos poemas muy
buenos cuando se lo lee, cuando no se lo está tratando de intelectual oficial o
lujo cultural de la administración Salinas de Gortari. Octavio Paz fue mucho
más que un pisapapeles de lujo, señoras y señores. Mucho más que esos
especiales de televisión donde el entonces transgresor Vargas Llosa se hizo persona non grata de la república
letrada que Paz construyó en torno suyo. Mucho más que esta pirámide de vidrio
que El ogro filantrópico nos enseñó a
identificar con el enemigo.
Él no fue siempre el enemigo, el padre a
vencer de las camadas de perros mestizos que nadie reclama, el Darth Vader de
los eslameros, el archienemigo de los infras, la moneda de diez pesos. Antes
eras chévere. Tenías esos ensayos buenísimos sobre la India que leí una tarde
en casa de una amiga. Se los pedí prestados y nunca se los devolví. La llama doble es muy bonita, pero es
demasiado didáctica para mi gusto. El amor a la India está en Conjunciones y disyunciones y en un par
de poemas de Ladera Este. En su
alquimia sexual en el bosque de la China, en las monedas del I Ching
–superstición que le leyó a John Cage y le heredó a Salvador Elizondo--, en
todos sus aburridísimos poemas sobre mujeres que encuentra como si fueran
islas, como si fueran continentes o laberintos o desiertos o catedrales o nubes
pero no mujeres: su pensamiento no está afilado todavía respecto a ellas. Está
chavo cuando hace su incursión Árbol
adentro. Árbol de frutos verdes. Para mí, tendríamos con ¼ parte de los
poemas y ya está. Unos pocos Hijos del
limo como frutos de pantano de cursilería y ademanes que Yépez ha analizado
hace poco en una columna muy conocida.
Los homenajes que hemos visto durante este
año son los tributos que paga el gremio como sacrificio / barra / examen de
conciencia sobre el armado de nuestra infraestructura cultural. Octavio Paz
hizo posible que la literatura en nuestro país tuviera un apóstrofe dentro del
presupuesto neoliberal. El modelo económico de los últimos 30 años cambió la
concepción de cultura nacional de una visión proscrita, casi un entretenimiento
folclórico de exportación, a la promoción de un pequeño gueto aprovechable para
la exploración artística. La “media voz” de los poemas de Paz es también el
tono apropiado para comportarse en un auditorio ilustrado; la de Huerta es la
voz más cercana, la que apela a nuestra propia experiencia de formación para
nutrir una continuidad expresiva y un arraigo a la ciudad; la voz de Revueltas,
por otra parte, resulta incómoda hoy tanto como en los 70 porque es la voz del
megáfono, la voz del nosotros reunido,
la prosodia del discurso sobre lo real, la voz alta. Insisto en esto: más que
un yo que se sobreafirma, como la de Paz, la de Revueltas es un reverbero
añejo, mítico desde el presente. No existe un patronato para escritores que
deseen ser herederos de Revueltas porque México no quiere más Revueltas: México
quiere Paz, y está dispuesto a pagar por ello.
Yo me quedaría con El arco y la lira, el primer manual de poética que leí. Confiesa su
tradición, pero conectando tantas otras. Tiene ese poder de los libros
habitados por sus lectores a los que uno vuelve siempre con provecho, o a los
que se remite para recordarse cosas fundamentales acerca de su propia visión de
mundo. Yo pienso por ejemplo que ahí aprendí que se podían pensar cosas como la
revelación poética, y a través de la historia de estas revelaciones, ir
avizorando el hilo de Ariadna que siguen todas las sombras de la literatura de
varias tradiciones, incluso las incompatibles entre sí: cadena de ruptura que
se le deshizo del cuello a Carmen en la gran pista de baile del siglo XX.
Palabras clave: la otra orilla, los signos en
rotación. Todo estaba ahí, en El arco y
la lira, desde el principio. A ratos me parece incluso mucho más bello que
libros-escalera como Vuelta o Blanco, con más vocación de tránsito que
de retórica. No es un libro de puro name
dropping, de pasar revista a las lecturas, sino de conectar las tradiciones
novohispana, española de los siglos de oro y modernistas latinoamericanos con
el romanticismo francés, con la mitología griega y de la India, además del
primer acercamiento que muchos tuvimos con la poesía japonesa. Sobre todo te
enseña que la poesía no sólo es algo que se puede pensar, sino que es una forma
de pensamiento en sí misma, en una tradición entrañable para mí que es la de
María Zambrano y José Lezama Lima.
Si me propusiera encontrarle algún mérito
definitivo como poeta a Octavio Paz, tendría que decir: el de que fue un gran
lector, y se comportó siempre como uno. Que la efigie se grabe en las monedas,
que la estética oficial siga anquilosando la ética, que las instituciones
literarias sigan siendo pródigas en prodigios de relumbrón. Yo tengo poco más
que decir sobre el tío rico de la Gran Familia Literaria. Yo me acercaré de vez
en cuando para recordar algo que escribió sobre Mallarmé, sobre Juan Ramón
Jiménez o sobre Novalis. Me acercaré a El
arco y la lira cuando quiera acordarme que poetizar no es lo mismo que
escribir, como vengo haciendo desde hace mucho. Como la Biblia, la obra poética de Paz no debe leerse demasiado
literalmente. Le falta humor, por ejemplo, y la realidad está para morirse de
risa o de pena. Incluso su carcajada es demasiado grácil, invita poco a seguir
la broma.
Recuerdo que en el homenaje a Fuentes, una
joven gloria de la poesía mexicana se sentó en la butaca frente a mí. Lo
conocía entonces de una clase que tomé con él y le pregunté “¿no te parece un
poco monumental todo esto, demasiada vocación de tótem?” Y él me dijo: yo
aplaudo. Ellos abrieron brecha. Paz y Fuentes, sobre todo. Juan Rulfo es la
tercia. Yo aplaudo, como diciendo el que no aplaude no figura en la foto. Y esa
es la cosa, que hay muchas formas de “encarnar el verbo en la vida”, y eso
también lo aprendimos en Paz. Leer bien a Paz es aprender a no aplaudir
también. A no aplaudir de todo. A no ser un gremio de focas, ni a cultivar el
gusto por el gesto. Sobre todo: leer a Paz es reclamarlo para los lectores,
deslumbrados y con el cuello torcido por el esfuerzo de encontrarle la punta a
una pirámide tan alta. Mucha luz, mucha luz, dicen que le gritaba Papasquiaro,
otro monumento reciente. Lo dijo Charles Tomlinson en un poema traducido por
Paz, que empieza así: “Después que me
haya ido,/ dijo el viejo cacique,/ si
me necesitan, me llaman./ Y se echó a lo largo, vuelto piedra”, y termina
recapitulando, “Si me necesitan, me
llaman./ Su singularidad domina al llano/ y a su imagen le pedimos ayuda: / Así los hombres hacen montes.”
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