De camino a la oficina pasé por un tenderete de libros al que se podría decir que soy asiduo, de los que llaman "libros de ocasión" (como si el libro pudiera ser otra cosa que ocasional). Tomé de la sección de rebajas un volumen académico, Huida a la libertad: fugitivos y cimarrones africanos en el Caribe de Alvin O. Thompson, editado por la Unesco, Siglo XXI y la Universidad de Quintana Roo. El tema de los esclavos libertos en América, de un extremo a otro, me ha fascinado durante años (Edgar Khonde sabe por qué), así que empecé a hojear el volumen mientras el tendero se acercaba.
40 años, rubio, ojos azules, barba, un pronunciado defecto del habla. Comenzó a construir el discurso de ventas del librero oportunista, ese que --como el reseñista de libros-- habla de lo que no sabe. En general escucho o finjo escuchar, pero hoy simplemente no estaba de humor.
-No me arruine el libro, le dije.
-Dizculpe, me dijo, como quien acostumbra disculparse aunque no sepa bien por qué. Yo zolamente...
Y luego tuvo lugar un curioso diálogo. Le expliqué que, para mi entender, un libro es como un regalo, pero que no todos los regalos nos corresponden.
-¿Usted abriría un regalo que no es suyo?
Se quedó pasmado, atornillado en su sitio, defendiéndose incómodamente tras su sonrisa.
-¿O una carta que no es para usted?
-¡No, de ninguna manera...!
Traté de explicarle sin ser excesivamente pedante que lo que a mí me gusta de hojear los libros es saber si son para mí o no, si me corresponden o no. Echar un ojo al índice, detenerse a la mitad de algún capítulo como espiando una conversación ajena, eso es lo que me gusta.
Luego me dijo que tenía varios libros de la misma colección, lo que de hecho me pareció un dato interesante. Pudimos conversar a respecto de algo que él, en su papel de tendero, efectivamente sabía, aunque como librero dejara mucho que desear; es que el librero debe ser algo así como un psicoanalista: debe escuchar más de lo que habla, e intervenir sólo en casos extremos. Me dejó a solas con el libro y vi que sí, que efectivamente habían un par de páginas de Huida a la libertad: fugitivos y cimarrones africanos en el Caribe que efectivamente me corresponden.
Cuando trabajaba en la hoy extinta Librería Internacional estuve muchas veces en esa posición. ¿Aventurar comentarios sobre libros que no he leído o sumarme a la pesquisa del probable lector? Pero si el librero ofrece libros como quien ofrece naranjas, el libro se vuelve mercancía, y eso me parece intolerable.
El libro tiene que seducir a su lector, tiene que convencerlo de que vale la pena comprarlo o correr el riesgo de robárselo o de hacerse de él como buenamente pueda. Si la recomendación corre a cargo de un lector, de un amigo o de un crítico cuya opinión toleramos, su comentario puede enriquecer nuestra lectura: puede servir de envoltura, dar cuerpo al misterio, servir de pista para encontrar el libro que nos corresponde. Pero si el comentario lo realiza un mercader, un reseñista o la propia editorial, nuestra lectura queda viciada de antemano, como si leyéramos con un lente ajeno.
Si el libro no se nos presenta como un destino, probablemente estamos usurpando la lectura de alguien más. O probablemente no y simplemente --es mi caso-- prefiero los libros que me hablan a mí, que pareciera que estaban ahí, esperándome, en una cita que no sé cuándo acordé, pero a la que acudo a tiempo.