Sobre Parto, de Agustín Hidalgo
Este texto aparece en la revista chilena dévora #0,01, del 2012.
Parto: nacer, partir. Abrir, acción de romper, irse. Nacimiento,
inauguración, gozo y su reverso: fin de un estado, una partida por agotamiento,
clausurar la presencia mediante la evasión, mediante la ruptura. Parto: yo
rompo. Lo que parte es destruido o inaugurado. Pero el parto de me voy y el parto de lo que nace implican un movimiento; este
movimiento, nos dice Agustín Hidalgo (Santiago de Chile, 1985), sería placentero: siempre físico, ya en el
cuerpo del poema o en las manos que le dan forma, será el movimiento del placer
o será la placenta, el paraíso
perdido por excelencia, el jardín elacional, resort amniótico transformado en erial irrecuperable que
abandonamos para que todo ocurra. No es poco lo que nace en Parto (La Faunita Impresora, 2010) ni
poco lo que debe abandonarse a condición de que exista. Es, pienso, el prólogo de la obra por venir; Parto que exige ser presenciado, asistido: en el rigor que nos ocupa, leído.
Partida
Es moneda corriente llamar “libro de poemas” a un conjunto más o
menos homogéneo, en tono y forma, de pequeños fragmentos, obra de circunstancia
o accidente —como, por otra parte, no podría ser de otro modo: toda obra está
preñada de su circunstancia— que se avecinan o por azar o por la no siempre
plausible necesidad de publicar, de hacerse público, de hacerse leer. Pero Parto exige —y merecerá sin duda— sus
lectores no desde la contingencia que es regla, digámoslo de nuevo, desde el
conjunto de poemas sin pies ni cabeza —acefalópodos,
poemas que ni caminan ni piensan—, llenos de los lugares comunes recién
redescubiertos por mi generación [1]:
el trabajo de Hidalgo podría leerse como una exploración formal que brinda al
conjunto su sentido de unidad: dolorosa meditación desde el poema. Hablo aquí
de meditación porque Parto además de
exigir lectores en el gesto de hacerse público, de ser publicado, rebasa como
en los buenos poemas el horizonte de sentido que propone; su sencillez es
engañosa: a pesar de su factura narrativa, lo que pone en juego no es
únicamente la reelaboración de una mitología histórico—geográfica, sino su
reconstrucción desde el fragmento. Un “médico de trozos” como dice Hidalgo en El Museo Nacional de las Partes del Cuerpo,
que reconstruye el cadáver desde los retazos. Algo nace en Parto, sí, pero desde el testimonio,Agustín parece sugerir que el
feto dado a luz ha nacido muerto, o ha
sufrido una fragmentación violenta como Coyolxauqui u Osiris:
Y
dio la luz los hombres apilados como muertos de la fosa común
montones
de hueso y piel salían
escapando
del incendio parir
de
su abismo placentero
fragmentos del sujeto colectivo, sombra de unos restos de hombres
malnacidos, el poema del nacimiento se vuelve, así, escena del crimen; el
poeta, su detective.
Hemingway decía “encuentra lo que duele, luego
presiona”, conseja que parecería seguir nuestro autor con implacable
obediencia. El poema deja de ser, en Hidalgo, una fascinación por el ombligo
propio y aborda la yugular de lo que duele. De ese dolor parte para reconstruir o reelaborar la historia imaginaria de un
país imaginario, un país que parece existir únicamente en este libro pero que
tiene todos los rasgos de un Chile cualquiera.
Lo que parte
El poema se vuelve el lugar y el método de organización de una
geografía simbólica. La materia de su organización (lo que parte y adjudica: partir,
en el sentido de dividir para asignar,
como los territorios de terra incognita del siglo xvi en América o durante el
xix en África, etc.) es el territorio y la Historia como fronteras simbólicas
de una condición ética.
No se trata del estéril delirio del adolescente que
cuestiona, como bien o mal puede, su bagaje histórico, gesto de núbil rebeldía,
de mayoría de edad de la conciencia: como aquellos escribidores que creen estar haciendo el mundo de nuevo a partir de
la dudosa actualización de las búsquedas formales del siglo pasado, de la
poesía concreta y del neobarroco no ya como expresiones de una postura frente a
la realidad sino como mero gesto performativo, como siniestro recurso escénico
en la página. He propuesto que estamos, en Parto,
frente a una meditación porque en medio del ritmo —acaso deberíamos hablar de
contracciones, de espasmos prenatales— el poema se vuelve una serie de pistas
para reconstruir el sentido de lo que se parte.
No basta destruir la bandera, el territorio, el himno nacional (“himen
nacional”, precisa Agustín) y poner en entredicho, una vez más, la inoperancia
del relato histórico de América; no: destruir es asumir. Destruir es nombrar la
herida propia, articular el relato del crimen. Nombrar es curar.
Existe una impronta política indudable en Parto. Frente al poema utópico que
solemos encontrar, el que propone hacerlo todo de nuevo, sólo que mejor esta
vez, Hidalgo nos propone asumir, por ejemplo, los huesos dolorosos, la suma de
las heridas, el cementerio particular que, nos dice, formamos con nuestras
imágenes:
Si
tuviera que ponerle un nombre a este neopaís
le
pondría Chile
porque
si tuviera un hijo le pondría Chile
si
tuviera un gato o una madre viva
le
pondría sencillamente Chile
Asumir es la clave. Me parece que estamos frente a un
proyecto de largo aliento pese a la brevedad de este Parto en sí; el horizonte de la obra parece vislumbrarse ya en
germen, o deberíamos decir, ya como nacido respirante con carta de
nacionalidad. El tiempo dirá. Pero pensando en la carta de nacionalidad, otro
asunto implicado en Parto, Hidalgo
parece sugerir que la visión de lo nacional sólo puede abordarse desde lo
propio, no desde cualquier brumoso y trasnochado y siempre exteriorizante
nacionalismo; lo mío, continúa Hidalgo, es lo que duele, lo que puedo ver desde
la herida. Lo nacional no puede abordarse más como secuestro de conciencia a
través de la ideología (insulsas fiestas patrias festejando qué), es decir, firmando carta de
nacionalidad a condición de pertenencia a erráticos estados-nación; como nos
dice Hidalgo, lo nacional ocurre como experiencia particular, interiorización
de lo privado. Esta posición política implica una revisión a conciencia de lo
que conforma la circunstancia particular del individuo en nuestro momento
histórico. Hidalgo no se anda por las ramas y se va al inicio de todo este
desastre que por accidente llamamos América, pasando revista a
los
Diegos de Almagro o los Franciscos Pizarro
...
los
Quetzalcoatles que bajaban de las alturas
a la conformación de una geografía y una historia de lo universal
a lo particular:
Yo
la vi
mientras
los arcabuces
le
lamían las piernas
y
mientras ella abría la boca
como
un río Bío-Bío
ella
era las minas de oro y plata
ella
era la reina Isabel de Castilla
era
Cristóbal Colón
o
toda Guinea metida en una isla
etcétera.
Nonatividad: el fantasma
El poeta colombiano Álvaro Mutis no acaba de reponerse del traumático
evento que supuso la caída del Imperio Romano Oriental, último evento político
que lo implica personalmente, según ha dicho [2].
Agustín Hidalgo, lejos de hacer mutis frente a la Historia, la asume con un
gesto extrañamente similar, conciente de que su propia circunstancia está
implicada y en cierta medida determinada por el supremo accidente de ser un
chileno de finales del siglo xx. Y es en el poema, espacio privilegiado de las eras imaginarias, el tiempo donde
confluyen todos los tiempos, según Lezama Lima, donde podemos confrontar el
ultraje de la historia en primera persona y acaso darle orden.
El poema como espacio de confluencia de todos los
tiempos y geografías le funciona a Hidalgo, a la manera de las cajas de Joseph
Cornell, para disponer los objetos ruinosos, la basura, el desecho, el cuento
del oprobio y a través de la organización de tales elementos, articular su
relato. Poco importa que el resultado sea estético: la belleza, ese resplandor
de la verdad, sólo puede entenderse como efecto de la perturbación que el poema
genera en su lector, no como aquella belleza parnasiana, impersonal de la contemplación autista y onanista del
propio ombligo, sino la belleza como el modo privilegiado de acceso a la
verdad. El filósofo Josu Landa nos lo recuerda respecto a Hegel, para quien “la
verdad y la belleza son también idénticas, puesto que esta última consiste en
la manifestación sensible de la Idea.” Y el poema de Hidalgo tiene momentos
francamente perturbadores; es decir, bellos.
María Zambrano propone cantidad de ideas notables,
entre ellas, dos: que la razón poética es un modo de conocimiento; y que no es
completamente desdichado el que puede contarse a sí mismo su propia historia.
En este ajuste de cuentas que propone el poema de Hidalgo, el dar cuenta de la
historia es precisamente una labor de autopoiesis,
de auto—construcción, de poner en juego el propio estar en el mundo encarando
el ultraje nacional como afrenta personal, la condición americana como
condición de posibilidad de la propia existencia. El poema como ejercicio de
autopoiesis y el concepto zambraniano de piedad
podrían darnos alguna pista (caminamos siempre a tientas en el poema) del
derrotero que Hidalgo se ha impuesto, del crimen que perseguimos; piedad: trato con lo otro, generalmente
lo divino; pero no la piedad cristiana rayana en la misericordia —ese modo
compungido del orgullo— sino el posicionamiento frente a lo que nos rebasa. Las
circunstancias de nuestro propio nacimiento nos son tan ajenas y tan
irrenunciables como la Historia y la geografía de nuestro lugar de origen.
Hacer el relato —la historia— y darle forma —remarcar el territorio imaginario,
hacer geografía— es un acto peligroso pero insoslayable. Hacer un poema es una
entre otras posibilidades de asumir todo lo que nos conforma y delimita a pesar
de nosotros; es un modo de tratar con todo lo que me es.
Espacio privilegiado, el poema difiere de otros modos
de articulación del relato en que no se trata de un yo que dice, sino que lo dicho
mismo funciona y conforma un estado del yo. Y más: el poema es en sí mismo
una forma de yo en tránsito.
Territorio, así, librado de la posibilidad de asedio y conquista, el poema
asume la forma de lo que está en juego a través de un proceso histórico; toma
los rasgos del fantasma para volverlo visible, subvirtiéndolo. Se llega al
poema por aproximación: árbol por árbol hasta encontrarse de paso por el
bosque. El poema puede ser aún utopía como estrategia de desmarcaje y
resistencia, pero difícilmente —pues no sería poema, no sé qué sería—zona de
concentración ideológica o comunicación,
patria del slogan; es una instancia de mediación, una manera de habitar el
mundo.
Agustín se cuenta a sí mismo su propia historia, que
es la de la decepción de una idea de patria, es decir, el lugar del padre
(pater) y desde ahí propone el ejercicio no contrario, complementario: leer la
historia nacional, con sus símbolos, sus nombres propios, sus dioses locales —y
pensar, por qué no, que la localidad es América misma— desde una mater, una
matria:
la
madre la hija la espíritu santo
la
niña la pinta la satán maría
La mecías, a la Mesías
El elemento femenino estará presente a través del personema
“hija”: la hija que debe ser protegida de las ovejas que han devorado el país
de los selknam, la que hace la primera comunión en una fiesta de barrio en
octosílabos cantadores, la Niña de las tres calaveras (perdón: Carabelas de los
Colón-izadores [3]),
la que se presagia ya en el primer verso de Parto
y que tal vez sea la misma que engendra los hijos muertos que poblarán este
país fantasma, este país de este continente imaginario, la misma que se
implica, en la vecindad de la madre y el espíritu santo, como una mesías desde
la belleza, la que sabe que su cuerpo es el poema de donde todo nacerá
La
hija intuye
que
todos sus movimientos son un verso
si
se lava la cara o si juega con el barro
en
las manos de su nana
todo
se podrá transformar en un verso
la que acaso preside el grito del último poema, el llamamiento, el
nuevo evangelio desde la locura —condición de posibilidad del futuro:
Vamos
a tirar escupitajos
de
ácido...
y que, al contar la historia de lo que implicó vivir en la patria
del oprobio, guiará el neobautismo de la neopatria: así como Chile será el
nuevo nombre de Chile, según se nos anuncia en Parto, pensar que América alguna vez podrá ser el nombre de un
lugar habitable, aún por descubrirse o inventarse.
Pretensión utópica final: que el lugar que habitamos
por accidente sea precisamente el que querríamos habitar por pleno
convencimiento en el mejor de los mundos posibles. La evasión que se anuncia en
el último poema, ese “vamos a tirar” allá, siempre más allá, sospecho que se
trata del “más aquí”, irrevocablemente aquí que está por ser inventado. El
presente que ha ganado en su todavía el
movimiento de su devenir, no como soporífera revolución desde la oficialidad,
sino como acto de conciencia desde el poema: el ahora como única posibilidad.
Como ha dicho Octavio Paz: “Todos los siglos son este presente”. El ahora como
posibilidad; el futuro como imposibilidad, como renuncia. Parto articula desde la niña, la imposibilidad de la égida de la
Niña. Ese fracaso es su única victoria.
Lo que nace en Parto
es el relato de un ajuste de cuentas con la realidad que, como he dicho, se
vislumbra apenas. Este Parto es el de
un imaginario poético que tendrá que dar mucho más en el futuro, ese lugar
utópico por excelencia que el libro exige y habita ya desde su posibilidad
latente, paciente: placenteramente naciente.
México D.F., verano y 2010
[1] No quisiera desviar necesariamente la atención del tema que nos ocupa,
pero me parece conveniente elaborar un breve apartado sobre mi interpretación
de lo generacional, noción que condiciona el modo en que leo Parto dentro del contexto referencial
que propongo.
“Generación”
puede implicar aquello que es generado, el proceso por el cuál algo se genera,
y convencionalmente para la crítica literaria implica un siempre provisional
punto de referencia que sugiere la periodicidad e historicidad de una promoción
literaria. En este sentido, acotar una generación literaria implica poner de
relieve una diferencia de escritura. Habría que tomar en cuenta los
procedimientos técnicos que hacen posible este acotamiento
tanto como el imaginario, la estilística y el contexto desde el cuál se
pretende leer dicha promoción. Al hablar sobre los “lugares comunes” de mi
generación, hablo sobre las insistencias u obsesiones recurrentes en escrituras más o menos incipientes de los nacidos en los 80 y 90; pienso en puntos
comunes como el desencanto frente a una tradición literaria que se ve con
desconfianza, en los mejores casos, crítica y provechosa, y en los más,
simplemente reaccionaria y adolescente; en la imaginería de lo que Paul Virilio
ha llamado última frontera (Ciudad Pánico. Libros del Zorzal, 2008),
esa de la colonización espacial frente a la desertificación de la posibilidad
del viaje y la anulación de la distancia: la referencia a un universo mental
paralelo a la exploración espacial o a las nanofronteras del cuerpo humano
mismo; la incorporación de referentes de la cultura popular a modo de
dignidades textuales, etcétera. Me gustaría elaborar al respecto en otro
espacio (curioso lapsus). El problema da para mucho.
[2] Maqroll el Gaviero.
[3] Un interesante espectro productivo: Colón/iza (la bandera); colon
y zar: el espacio del desecho real, etc.
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