miércoles, 16 de enero de 2013

Masada

Masada. Recuerdo que la sola palabra me hacía temblar. O llorar. Masada. Sonoramente larga, por el peso de las vocales, la misma, como un mismo grano de arena una y otra vez sobre el rostro, un vidrio, ojos de una tormenta que se disfraza de espada. Masada: padres, madres deliberando en la noche —sobre sus cabezas una cárcel de estrellas— a cada lado, una pared invisible de arena —por debajo, las legiones romanas, inmóviles buitres doblemente inmóviles en la repetición de su partitura sobre el cielo, calzándose el mismo trozo de muerte y nubes: lo único que se mueve es el espasmo de muerte que mantiene al animal sobre la tierra, caminando o eso cree. Pero el peor enemigo está dentro, encerrado con ellos, en los muros de la ciudad del desierto. Masada. Ojos brillantes y afilados en la noche, lágrimas afiladas. Masada. No seremos esclavos. Nuestras mujeres no nutrirán los burdeles de Roma —los soldados ha tiempo no han tocado carne— ni nuestros hijos hablarán el duro idioma del emperador, que ignora todo de nuestro dios y cuyo único dios es el dios que mantiene hirviendo los establos y los bosques y desiertos regados de sangre. Ningún hijo nuestro llamará amo a un romano. Enfrentar a los ejércitos del César sería demostrar un coraje vano frente a estos salvajes arquitectos de la muerte, un espectáculo abominable, un coliseo para congregar el aplauso de las tormentas de arena que cubrirán nuestra rota carne. No. Pero huir es preciso. Planear un escape. De Masada. Cómo. La primera vez que leí sobre Masada tendría unos 15 o 16 años, en Flavio Josefo (¿Tito Livio nada dice?) y no sabía nada de la muerte. Con todo, su nombre de campana y silicio me persiguió desde entonces, y sólo los dioses saben de qué maneras ese recuerdo escondido talló mi memoria directamente en la piedra, montaña acariciada por las incansables manos del viento. Masada. El gran escapismo. Pienso en Wilde y no en Houdini: “Se van las cortinas o me voy yo”. Humor torcido, risotada en el rostro de la muerte. Masada. Un apellido para el espanto. Un éxodo silencioso. Al país de los muertos. Las miradas de la noche, con las lámparas apagadas y el olor a aceite y sangre impregnando la noche como una habitación sin ventanas. Masada. Hojas y manos frías —certeras como besos de sangre en los rostros de los niños, un abrazo de hierro en el pecho de las esposas. Un adiós. Masada. Adiós. Matar para cuidar, para salvar. Para liberar. Matar lo que se ama. Matar como prueba de amor. Masada. Matar. Matar y matar hasta que el último hombre del desierto quede solo en la ciudad con la última insomne espada. Cómo entiendo a ese hombre en esta noche de mi desierto. Masada. Matarse para ir con ellos, con los que ya lo esperan, con los que ya son libres y no entrarán nunca a Roma, a Alejandría, a Trípoli como esclavos. Masada. Matarse así, como quien gentilmente cierra una puerta en el desierto para no despertar los huesos del tiempo.

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