Mi cuarto --no importa en qué casa ni en qué momento-- siempre tiene un aire de convalecencia. Una atmósfera postoperatoria. Tal vez no podría ser de otra forma. Los médicos que vi de niño decían que iban a instalar una puerta giratoria para sus consultorios, pues tardaban más en diagnosticarme algo que en tenerme de vuelta. Con el tiempo aprendí que lo más conveniente era dejar de visitarlos --pues aunque el diagnóstico no sea equivalente a la cura, la enfermedad, al menos algunas, sólo existen en la medida en que se diagnostican, como un monstruo que sólo existiera a condición de que alguien reconozca su existencia.
Mi diagnóstico terminal es este: afán por las mudanzas. Una verdadera vocación por la portabilidad. No por el viaje necesariamente, no se me malentienda: he viajado poco y brevemente. Mis verdaderos desplazamientos tienen una órbita limitada a la rotación de mi silla y mi escritorio. Las mudanzas se van espaciando y llevo ya en esta postal del centro del DF casi un año. Me gusta la vista desde aquí. La renta es barata. Los vagabundos me cuentan sus cosas. Siempre hay algo abierto para comer, no importa la hora. Como en un hospital.
El recuerdo de la lectura para mí es indiscernible de la convalecencia. Recuerdo la sensación de leer El principito con fiebre, las gotas que resbalaban de la toalla que mi madre me ponía en la frente y cómo me empapaban las cejas, las volvían pesadas, me dificultaban leer. El juego de acuarelas y la enciclopedia de dinosaurios en la apendisectomía. Dante, Dumas, Nietszche y mi primera guitarra eléctrica después mi primera laparotomía. Pensándolo bien, estar en el hospital era como estar en Navidad: incluso la convalecencia de mi primera incursión quirúrgica, una amigdalectomía de rutina a los 3 años, tuvo como corolario la orden médica de comer toda la nieve de limón que quisiera. Y me encantaba la nieve de limón.
Hace muy poco entendí que me conceptualizo a mí mismo como artista marcial más que como escritor o cualquier otra cosa, antes que hombre, incluso. La sorpresa duró poco: en realidad siempre lo supe. Mi cuerpo aprendió a pensar en el movimiento, en la administración de la fuerza, en las posiciones, las figuras, los encadenamientos y velocidades, la mecánica del cuerpo en el karate, el aikido, el wu sú. Por eso mi cuerpo sufría en al menos dos niveles los periodos de convalecencia, fueran por heridas y sobre todo por cirugías, que eventualmente me impedirían seguir entrenando: por una parte, el dolor físico, del cuál podría dar cátedra; por otra, la nostalgia o el desperdicio o el desaprovechamiento de la energía que mi cuerpo se acostumbró a desarrollar. ¿Dónde volcar la minuciosa atención con la que mi cuerpo aprendía y superaba sus propios límites de fuerza y flexibilidad?
Será por eso que las pequeñas pilas de libros me dan una sensación convaleciente, como si en cualquier momento fuera a entrar una enfermera a tomarme la temperatura y la presión, a preguntar cómo me siento, si he comido, el color de la mierda, si el médico ya ha pasado a verme hoy, a ventilar la herida, a cambiar la gasa, a echar yodo, a remover hilo o ajustar las grapas, a decirme que no puede administrarme más analgésicos pero que va a preguntar. Mesa de libros junto con té, agua, caldo de pollo y las gelatinas que odio en todas sus presentaciones.
Será por eso que viajo tan poco, y si viajo es para cosas que tienen que ver con libros, lecturas o similares: los convalecientes no pueden viajar por viajar. Se "trasladan", técnicamente. Pero el movimiento sienta bien para cerrar heridas, para que la circulación no se entorpezca. Por eso los paseos en torno al cuarto como si buscara una cosa perdida definitivamente, describiendo surcos similares a los de ese tigre de López Velarde, cuya cola al chocar contra los barrotes sangra de un sólo sitio. Es la máquina soltera revolviendo sobre sí misma el espacio sin lograr abolirlo, con los mismos metros cuadrados a cuestas dentro de los que viajará toda la vida, con un reloj hecho de cicatrices, con los coágulos de la memoria encima, a punto de sufrir un ataque de esperanza.
No hay tradición sin contradicción.
En este hueco va la esperanza.