Buenas noches,
gracias por la invitación, y especialmente a Raúl Picazo. Gracias a ustedes por
estar aquí a pesar del frío.
En mi vida sólo he conocido una hospitalidad más grande que la de la
muerte (la casa cuyas puertas no cierran ni de día ni de noche): la
hospitalidad del poema.
Todo congreso para discutir asuntos
sobre poesía y poética me recuerda, cuando más, cuando menos, al simposio platónico:
toda ocasión para la voz es ocasión para la sustancia alada de la que está
hecho Eros, el hijo más leve de la diosa. El pensamiento es una voz erotizada
en el silencio: la teoría, la crítica es eso mismo: es el silencio en voz alta.
Y les contaré aún que tengo para mí pocas reglas en lo tocante a la
crítica y al amor, excepto una irrenunciable: se piensa desde la poesía o se
piensa mal.
Si esto fuera una mesa de análisis podríamos poner el cadáver de la
diosa a disecar: el podio se convertiría en anfiteatro y, como en un cuadro de
Rembrandt, de las brillantes, fétidas vísceras, de la tumefacción de los
rasgos, de su abstracción ilustrativa haríamos rancho. Pero a lo que vine hoy
fue a contarles las ruinas más recientes, porque ocurre que del movimiento de
la escritura uno pareciera ser el copiloto atado a la nave del futuro: la
acumulación de signos que transparentan como en un velo la música del
pensamiento nos lo vuelven permisible, y basta para que la voz esté autorizada
que acepte mostrarse tal como es: con su máscara de horror entera, con los
labios listos para el beso y el escupo, entregando sus alados ritmos al olvido.
En otras palabras, un hombre habla
al centro de un círculo imaginario. El círculo primero fue la luna, de la que,
como los animales, aprendiera el aullido. El canto feral se convirtió en eco:
el otro que, como yo, aúlla, permite que exista el círculo del yo; soy yo en
cuanto participo al otro de mi aullido: ese otro, ese yo que es nosotros recién
inaugurado, transó, trenzó con voz el sentido del nosotros, ese plural que se extiende y se retrae caprichosamente y
que se conoce con el nombre técnico y exagerado de humanidad.
Pero el nosotros existe
sólo en las condiciones del canto, es decir, en las condiciones de sabernos
secretamente en torno a un fuego que nos precede, donde cada uno a su turno
toma la palabra, como la mies más generosa de la cacería: tomar la palabra sólo
a condición de darla a los otros, de volverla de todos o de nadie.
El pensamiento no se desarrolla en
soledad durante la mayor parte de la historia de nuestra especie: el
pensamiento no se pensaba, se cantaba. La estatua móvil de la voz era la voz
inmóvil del fuego cantando en los aedos y pitonisas, halagando incluso a los poderosos que
costeaban el canto, el entretenimiento digestivo, y en un susurro, revelando la
disposición del dios a la pregunta del consultante.
Aprendimos relativamente tarde a
leer: hace apenas 500 años de nada o poco menos, como práctica masiva,
utilitaria y no especializada. Antes de eso el libro era un recurso de élite (como,
por otra parte, lo siguió siendo siempre): la biblioteca de Alejandría se quema
a plazos porque los papiros que albergaba no ayudaron nunca, en su mudez de
museo, a los pobladores alejandrinos a liberarse del yugo de los Ptolomeos, y
toda la ciencia y toda la belleza de la Antigüedad estaban ahí para justificar
la barbarie organizada, la forma primitiva de ser moderno desde siempre: la
esclavitud, donde el hombre no puede ser hombre a secas, sino de tal a tal hora.
Así, las turbas revoltosas, tempranos anarquistas, quemaron erráticamente secciones
de la Gran Biblioteca, hasta que, con el retumbo de los bárbaros recorriendo el
Mediterráneo, algún ladrón sagaz recuperó algún puñado de papeles, mientras los
demás se dispersaban hasta desaparecer, del mismo modo en que los materiales
impermeables de la memoria no permiten conservar un sueño completo, salvo un
puñado de fragmentos. Hablamos de los presocráticos porque de ellos tenemos
solamente ese puñado de papeles con sus nombres, pero Ilíada sobrevivió a todos los fuegos mientras se siguió cantando.
Lo peor que pudo pasarle fue haber encontrado la imprenta en su camino (porque
todo libro, al nacer, se sabe prometido al fuego): desde entonces los dioses,
inmóviles, nos miran desde la página en vez de bailar a nuestro alrededor. Atenea
habla en Ulises cuando este sugiere
el terrible aparato. Los dioses no escriben. Los mortales escribieron para
recordar las palabras que les dijeron estos antes de salir despavoridos del
Olimpo.
Pero el argumento de los orígenes,
al menos en lo tocante al fuego originario, puede ser engañoso, e incluso
siniestro. Los nazis destruyeron las bibliotecas de Europa en una búsqueda precisamente
hacia los orígenes: un proceso anticivilizatorio, la modernidad entendida como
reinstitución de la barbarie: eso es el fascismo, latente en toda institución
que literaliza su función, en todo funcionario menor que dice “el Estado soy
yo”.
En la palabra sabot está
todo el anarquismo: el sabot es un tipo
de zapato que se colocaba entre los engranes para entorpecer la cadena de la
máquina y retrasar, al menos un poco, la industrialización que dejaba descalzos
a los saboteadores. Es en el pensamiento moderno que la poesía vuelve a ser
sospechosa de conspiración. La respuesta moderna fue endiosar la poesía para
ignorarla de mejor modo: saber, de oídas, que el poema y quien lo escribe es
digno de respeto, aunque no se lea nunca. La palabra “poeta” conserva desde
entonces ese tufo a sanatorio o presbitería, a convención de impostores, a
conspiración de esos siervos que, incapaces de producir cualquier cosa, se
dedican a juntar palabras. Los hacedores de versos, para validarse frente a un
poder totalitario que estrictamente no los requería, inventaron los himnos
mediante los cuales el poder siguió celebrándose a sí mismo. El poder, con alta
autoestima y actitud proactiva gracias a las porras del poeta, le exige
burocráticamente que participe del progreso haciendo imprimir, como si fuera un
libro de ciencia o de economía, aquello que hasta entonces sólo existía
mientras se cantaba.
Escribir un poema. Qué cosa más absurda.
El círculo imaginario abierto en la rueda del fuego quiso cerrarlo
uno modernísimo, uno que incluso relataba sus sueños perversos en diarios y
cuadernos de apuntes: Theodor Adorno, moderno Platón, hubiera querido desterrar
del mundo toda la poesía futura, todo el poema que sirviera de pasamanos, de
heraldo terrible del poder, todo canto que no hubiera sido cantado para cuando
Auschwitz cumplió su plazo de dolor. Pero incluso entonces, la poesía se vuelve
una casa tan hospitalaria como la muerte: porque el que llega al poema es
siempre el que va al encuentro de un Sahara a su medida. Bienvenido, el
extranjero se siente también esperado y como en casa, pues el lector es siempre
el extranjero, el que llega del mundo al lugar donde una voz habita. El hogar
de la voz donde el fuego del canto late, porque la voz del fuego admite la
doble naturaleza de la página y del canto, que es donde el poema tiene lugar.
Y es sobre todo el poema el que nos
permite conocernos a nosotros mismos, pensar nuestra circunstancia y nuestro
lugar, y en caso de ver que no lo tenemos, inventarlo.
Estoy aquí para leer en voz alta algunos poemas, aunque el programa
dice Slam poetry, por lo que he
aprovechado parte de este tiempo que me han concedido para pensar en voz alta,
como los locos, de qué manera coexisten el poema impreso y la palabra hablada
en nuestros días, al menos como se me presentan o como logro entender esta
coexistencia en mi propio juego, pero también para considerar algunas
diferencias importantes entre una lectura de poesía convencional y un Slam de
poesía: por ejemplo, que un Slam siempre es plural. En las lecturas de poesía “normales”,
un Alguien acapara el micrófono, como hago en estos momentos, y dice lo suyo;
en un Slam, el micrófono, la palabra, se alterna. En las lecturas
convencionales, el silencio se da por sentado; en un Slam el silencio se merece
o no, y el público está autorizado para distraerse si lo que escucha no le
parece interesante o no le apela directamente: la cortesía para con el vate,
esa burocracia engorrosa, es más una fiesta alrededor del fuego que una
salmodia individual en torno al propio ombligo.
Esta lectura pretende ser, pues, la revisión de la voz hablada en
sus diferentes registros, a la vez que un libro o efímera antología de las piezas
que he escrito para la voz en los últimos 6 o 7 años, el más antiguo del 2006 y
el más reciente de ayer en la noche; revisión pública, comparecencia de textos
no pensados para ser impresos, no para formarse en el armazón del libro, sino,
libres del libro, presos de la voz, para ser ejecutados por una voz, que a
falta de una más apta tendrá que conformarse con los limitados recursos de la
mía, pero finalmente, con la única voz que puedo pensar y con la voz con la que
insisto en contarme el mundo todos los días: que no otra cosa hacen el
filósofo, el teórico y el poeta: contarse el mundo para contárselo a los demás.
Estos poemas, los del tipo de
inflexiones y ritmos de lo que en inglés llaman spoken Word y que yo traduciría más bien como canto, en el sentido de los cantares de gesta o de los trovadores
errantes, doblemente extranjeros siempre, digo, esta palabra hablada si hemos de ser francamente literales, son la única
vía literaria que muchos escritores increíbles han elegido. Esto no es nuevo y
no ocurre solamente en el DF. Más que hacerse imprimir, estos escritores sin
libro cantan lo suyo en competencias lúdicas, en slams de poesía, donde el
lector no es solamente escucha pasivo, sino colaborador de una pieza que está
hecha por el instante para el instante. Poetas de la liga de los palabreros, de
los raperos, de los MCs, de los teatreros, de los cantantes, de los
performanceros, basan sus piezas en el recurso de la voz, en el sentido en que
un poeta pager o de página basa las
suyas en los recursos de la página escrita. Como un instrumento musical o como
el equivalente a la página en blanco, las voces de gente como Rojo Córdova, Erick
Fiesco, Sandino Bucio, Karlos Atl, MC Sad C, Mauricio el Moroco, Edgar Khonde,
Edmée Diosaloca, los Barrio Nómada, Sara Raca, los Textosterona, Tino el
Pingüino, MC Ewor, Sara Raca, Tito Barraza, Ulises López, entre muchos otros,
crean piezas para el instante y desde el instante, para la voz y desde la voz,
desde el escenario y no desde el podio, desde el tiempo y no desde el libro,
desde la memoria (aunque hoy ustedes me vean, paralítico de la memoria, apoyado
en la página escrita) en vez de la memoria prostética del libro. Y vengo como
extranjero entre extranjeros a hablar de las mismas cosas de siempre: de las
que la mente ignora pero las que el poema conoce.
Gracias por tenerme aquí esta noche.
Leído en el XIII Congreso de Poesía y Poética, 24
de Octubre de 2013
en la Librería Profética de la ciudad de Puebla.
Gracias.
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