Publicado originalmente en la columna "Historia de la literatura ninja" dentro de Telecápita.
¿Cuáles serían las condiciones en las cuales un ente móvil y sólo parcialmente apresable como el lenguaje pudiera verse comprendido dentro de las relaciones de apropiación y propiedad en el marco del capitalismo global? Objeto difícil de reducir a definiciones, viento que no se deja encerrar, el lenguaje escapa a la pertenencia individual, gremial o local—a pesar de los remilgos de sus censores— insistiendo en su ser, incluso en soledad, público. Si bien es cierto que el idioma es la forma en que un lenguaje verbal se localiza —es decir, se sitúa topológicamente en un imaginario familiar, volviéndose local— y permite la transmisión de la memoria de los pueblos, hay tantos idiomas como hablantes, y tantas maneras de ejercer el derecho de la palabra como implicaciones en su ejercicio.
A pesar de esto o tal vez precisamente por esto, los gobiernos y la publicidad de los medios de comunicación han secuestrado los campos de significación de palabras como “pueblo”, “solidaridad”, “compromiso” o “moral”, palabras que asociamos inconsciente e inmediatamente con la retórica de programas asistencialistas del Estado, con el discurso de los demagogos de turno o con la jerga de los procuradores del buen gusto y las relaciones laborales, todas tendientes a producir una sociedad de mercenarios sutiles, abejas trabajadoras en pos de la sobrevivencia, en lugar de un verdadero marco de colectivización del trabajo y la participación política de la gente. Qué duda cabe que la misma posibilidad de comunidad está íntimamente vinculada a la temperatura del lenguaje que posibilita sus relaciones. Todo lenguaje es una forma de hacer política.
Si los criterios para hablar del lenguaje se atomizan y disgregan según el punto de vista del observador, ojo siempre móvil y subjetivo, cuando intentamos situar nuestra atención en el aspecto literario del lenguaje y su simbiosis con lo político, nuestra dificultad no es menor. Aquí opera nuevamente el secuestro semántico del poder sobre la palabra “política”, recluyéndola en el marco de los organismos gubernamentales y la retórica del sistema partidista, tiñendo la palabra misma de una significación negativa, o por lo menos, que provoca una no velada sospecha. Esta sospecha, producto de la utilización de un sólo aspecto de la palabra “política”, contagia a todas las demás y genera una virtual privatización de la palabra en detrimento de su significación.
Decimos de alguien hipócrita, zalamero o diplomático en exceso que tiene un modo “muy político” de expresarse, o que su manera de comunicarse es políticamente correcta. Esto desactiva significados mucho más interesantes de lo político, entendido como las relaciones y negociaciones entre los miembros de una misma colectividad, y no solamente como una administración engañosa del poder. Política es lo que se le hace al de junto. Y políticas son, por la condición social del lenguaje, todas las manifestaciones artísticas en su apelar a un aspecto de la tribu o de la ciudad, incluso cuando sus autores busquen desvincularse, ingenua o inconsciente, de las implicaciones sociales del trabajo artístico. Si los escritores no se preguntan por la naturaleza del discurso que producen, están condenados a la repetición ideológica de patrones de significado establecidos por las fuerzas hegemónicas. Trabajar con el idioma es cuestionar críticamente el estado histórico en que se encuentra el lenguaje. El trabajo del escritor, en épocas difíciles (y la historia del mundo sólo ha conocido un breve intervalo de paz general a finales del siglo XIX) siempre ha sido poner estos discursos en duda, y en casos notables, en crisis, es decir, en el horizonte de su posibilidad para dar cuenta de los cambios que el hombre y las sociedades atraviesan.
Épica para tiempos sin dioses
Gioconda Belli decía en el diario El País hace unas semanas que la poesía ha perdido su impulso revolucionario. La cita dice: “Ahora los cambios políticos van a ser mucho más lentos, ya no son procesos románticos, porque las revoluciones eran procesos románticos, heroicos, épicos”. Es cierto: en nuestros días, la épica que está disponible es, para las clases medias y altas, el aspiracionismo de clase, la escalada social y el consumo, mientras que los pobres sólo tienen una forma de épica, y harto diferida y filtrada a través de los medios de comunicación y las telenovelas: el amor.
Si la poesía no puede cantar más las gestas de un mundo sin dioses, su épica, en nuestros días, es la de cuestionar el estado de los discursos que cotidianamente rigen nuestra vida en comunidad y que someten sistemáticamente a millones de personas en todo el mundo a la normalización de la violencia simbólica que, desde los lenguajes, permiten la explotación laboral, la suspensión de derechos políticos del pensamiento de oposición, o incluso la inercia de la violencia de género, motivada por los medios de información. Al hacer esto, la poesía se aleja de la posición ornamental que usualmente se le atribuye y se radicaliza al preguntarse por el lenguaje que utilizamos para permitir que todas estas cosas ocurran y, desde su privilegiada situación utópica en la imaginación, cambiarlas.
Pero la poesía, en su poner en crisis el lenguaje, cuestiona también la noción filosófica de sujeto de discurso; y en su aspecto político, construye a través del discurso al ciudadano o sujeto político al cual se dirige, así se trate del propio autor. La poesía, campo de la excepción y terreno fértil de la contradicción nos ha dado casos de poetas “secretos”, como Emily Dickinson o Fernando Pessoa, y de escritores que gozaron de una visibilidad sumamente ingrata, por decisión propia o por las condiciones de recepción de su trabajo, como Carlos Martínez Rivas o Roque Dalton. Pero el poema, como una máquina del tiempo, nos restituye intacta su lectura aunque los textos, pensados como ejercicios para la reflexión individual, no escaparan de su aparición pública, como el caso paradigmático de la poesía de Roberto Bolaño, o los versos inéditos de José de Jesús Sampedro, Julio Inverso o Walt Whitman.
Lo que quiero decir es que, en tanto lenguaje, incluso los versos privados llevan en sí la posibilidad de la participación del otro. El escondite y el anonimato no sustraen al poema de su vínculo social. Ninguna coartada puede producir la apropiación totalitaria del lenguaje o su privatización. Incluso la poesía secreta o no pública se mantiene en calidad desapropiada, emancipada del circuito de movilización de los discursos, unida a su ser social y cuestionando su propia vinculación. La poesía aparece, pues, en este campo de tensiones entre el uso particular y altamente subjetivo de un lenguaje y la imposibilidad de su vinculación con el registro de lo social, a lo que la propia condición del lenguaje se obliga a sí mismo irremediablemente.
Arrogarse la incierta función, no sin arrogancia, no sin extremo pudor, de decir lo que el otro diría si tuviera un decir: esa imposibilidad es el poema.
Cuando este vínculo es asumido conscientemente por los autores, la literatura puede generar visiones lúcidamente críticas de la realidad o folletos panfletarios que hagan las veces de voceros del poder. La lista de evidencias para el primer caso, por fortuna, es tan extensa que desactiva nuestras desconfianzas para los segundos. Tenemos así la poesía de Ernesto Cardenal, Juan Gelman y Dolores Dorantes en nuestro auxilio, y para ilustrar el segundo, tenemos al caballo rojo que tiró de su grupa a Pablo Neruda. La necesidad de ambas perspectivas, sin embargo, obedece a la vocación del poema para dar sentido a la experiencia colectiva de lo real, aunque lo real esté invadido de condiciones imaginarias que hacen que su articulación objetiva resulte imposible. Ya se trate de versos contra el tirano o del amor y sus tormentas o de los asombros cotidianos, el autor de los poemas descubre dentro de su propia experiencia de escritura individual vínculos y relaciones que pueden nutrir la experiencia colectiva de lo real.
Más que de militancias o proselitismos, el trabajo del escritor no puede escapar de su voluntaria subordinación al trabajo mismo. Julio Cortázar lo explica maravillosamente cuando dice que la lealtad del escritor está con su escritura antes que con cualquier proyecto de cambio social al que, por otra parte, el escritor se vincule. Disentir en cuanto a las condiciones del orden social en el que nuestro trabajo se desarrolla viene, a la vez, de un cuestionamiento sobre el discurso del poder y de nuestra posición subjetiva con respecto al acomodo de esas condiciones.
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