¡Viva por los que cayeron!
¡Y por aquellos cuyas naves guerreras se hundieron en el
mar!
¡Y por aquellos mismos que en el mar perecieron!
¡Y por todos los generales vencidos!
¡Y por todos los hé
roes derrotados!
¡Y por los innúmeros héroes desconocidos, iguales a los
grandes héroes conocidos!
I. La bandera roja
Los periódicos dijeron que los huelguistas iban a izar
la bandera roja de la anarquía sobre las fábricas de seda
de Paterson. En el comité de huelga, un ayudante de teñidor
de Nápoles se levantó como de entre los vapores de su oficio,
alzó la mano y dijo aquí está la bandera roja:
manchada hábilmente con la tintura para las corbatas de moño
y los pañuelos, la piel y las uñas hervidas
por seis dólares a la semana en la fábrica de teñido.
Se sentó sin decir otra cosa, volvió a hundirse
entre los vapores, su nombre y su rostro desgastados
por el pulgar del olvido como una moneda romana
excavada de la tierra del origen
luego de mil años, mientras los huelguistas
gritaban el único halago que habría de escuchar en su vida.
II. El río inunda la avenida
Él era el otro Valentino, no el jeque romántico
y torero de los palacios de películas mudas que murió demasiado joven,
sino Valentino al pie de su joroba observando detectives
contratados por los esquiroles de la empresa rumbo al tranvía
y un coro de huelguistas bramando la palabra proscrita scab [costra/esquirol].
Él no era ni huelguista ni esquirol, pero la bala que dispararon para dispersar
a la multitud rompió el corcho del barril de vino en la espalda de Valentino.
Su cuerpo, pálido como las alas de una palomilla, tendido junto a su gorda esposa.
Dos caballos de velo blanco llevaron el carruaje al cementerio.
Veinte mil huelguistas caminaron tras la carroza fúnebre, inundando
la avenida como el río que ilumina las fábricas, llenando los zurcos
entre las tumbas. Sangre por sangre, gritó Tresca: a su señal,
miles de manos lanzaron claveles rojos y listones
a la tumba, hasta que el ataúd se evaporó en un océano rojo.
III. Los insectos en la sopa
Reed era un hombre de Harvard. Escribió para las revistas de Nueva York.
El Gran Bill, el organizador, le puso encima a Reed el único ojo que tenía
y le contó de la huelga. Se quedó en el pórtico al otro lado de la fábrica
para escapar de la lluvia y escuchar a las hilanderas. Los de abrigo azul
le dijeron que siguiera su camino. El hombre de Harvard quiso ver los nombres
adheridos al número de las placas, y los policías trataron de desatornillarle
los brazos del cuerpo. Cuando el juez le preguntó su oficio,
Reed respondió: Poeta. El juez dijo: Veinte días en la cárcel del condado.
Reed era un hombre de Hardvard. Les enseñó canciones de Harvard a los huelguistas,
las melodías para cantar con palabras rebeldes a las puertas de la fábrica. Los huelguistas
le enseñaron cómo encontrar los insectos en la sopa, hablando en lenguas
sobre el evangelio de la One Big Union y la jornada de ocho horas,
atiborrando la cárcel hasta que los carceleros agotados abrían los cerrojos. Reed escribiría:
IV. La pequeña agitadora
La policía montada cabalgó contra la trinchera.
Las hilanderas levantaron las manos sobre sus rostros,
manos que conocían el telar como las manos de sus padres
conocieron el telar, y los garrotes les rompieron los dedos.
Hannah tenía diecisiete, capitana de la trinchera,
la Juana de Arco de la Huelga de la Seda. El fiscal la llamó
pequeña agitadora. Qué verguenza, dijo el juez; si volvía a la trinchera
se encargaría de mandarla al Hogar Estatal para Mujeres de Trenton.
Hannah salió de la corte y fue a manifestarse a la fábrica. Persiguió
a un esquirol por la calle, gritándole la palabra en yiddish
para vergüenza. De vuelta en la corte, abucheó el veredicto del juez
para otra huelguista. Hannah obtuvo veinte días en la cárcel por abuchear.
Cantó durante el camino a la cárcel. Luego de la huelga vino la lista negra,
el golpe a la dulcería de su esposo, las palabras para vergüenza.
V. Viva por los que cayeron
Los huelguistas sin zapatos pierden las huelgas. Veinte años después, las hilanderas
y los ayudantes de teñidor regresaron sin ojos al telar y al vapor,
Mazziotti dirigió la marcha de otros trabajadores textiles por la avenida
en Paterson, cantando las viejas canciones sindicales sobre cinco centavos más por hora.
Otra vez las macanas de la noche rompieron pómulos como tazas de té.
Mazziotti apretó ambas manos contra su cabeza, exprimiendo los listones rojos
de su cráneo. No habría níquel de búfalo por hora de trabajo
en la fábrica, por la seda de corbatas de moño y pañuelos. El cráneo
recordaba el madero.
Los sesos regados contra la pared del cráneo también recordaban:
los Hijos de Italia, el Círculo de Trabajadores, el Local 152, los Trabajadores
Industriales del Mundo, Gran Bill el Tuerto y Flynn la Muchacha Rebelde
hablando en lenguas a miles sobre la profecía de una jornada de ocho horas.
El hijo de Mazziotti se convertiría en médico, su hija en poeta.
Viva por los que cayeron: pues ellos se convirtieron en el río.
Versión de Javier Raya