sábado, 29 de enero de 2011

Sobre el arte de mudarse dentro de la propia habitación

Un poeta no habita en casa sino en las encrucijadas.
Marina Tsvetaieva

Me mudo a razón de 5 o 6 veces por año desde hace 3 años, pero el departamento donde vivo actualmente me gusta tanto que podría quedarme aquí por tiempo indefinido. No es sólo vivir con gente que además de querida tiene la rara cualidad de ser inteligente, sino que la ruta a mi trabajo se hace en tiempo récord para esta ciudad, los gastos no son tales que me tengan al borde de la aterradora fame, como en otras ocasiones, y he sido adoptado por dos gatas hembra que me hacen compañía de un modo discreto, frío en ocasiones, pero que en todo caso va muy bien con mi necesidad de espacio.

Sin embargo, mudarse para mí es lo que podríamos llamar una condición espiritual. Si creyera en esa tontería de las vidas pasadas, podría pensar que en otra reencarnación fui un prófugo de la justicia y que la costumbre permaneció a través del proceso metempsicótico hasta esta carne que se siente encerrada luego de pocos días en los mismos espacios, las mismas rutas y los mismos nombres. Ante la imposibilidad de dar cuenta del mencionado proceso, me voy por la hipótesis de que simplemente me aburro con facilidad, y el aburrimiento es algo que me aterra genuinamente, casi tanto como el hambre.

Por eso, y a la espera conjunta de que Nancy se mude conmigo, he comenzado un juego formal para responder a mi necesidad de vistas y espacios nuevos, que es lo que ocurre básicamente cuando uno se muda, y que es como decir que mudarse de espacio es mudarse de ojos y mudarse de vida. El juego consiste en mudarse, pues, dentro de la propia habitación. No es una tarea titánica realmente, dado que por el mismo rasgo paranoico que me ha hecho mudarme tantas veces (aunque no ha sido siempre por aburrimiento, y en algo el azar aporta su cuota de incertidumbre) mis posesiones caben siempre en una camioneta no muy grande, con el fin inconsciente de poder escapar durante la noche --como ha ocurrido alguna vez-- sin que nadie escuche los ruidos propios de la fuga. Así, no es lo mismo despertar cerca de la ventana que del otro lado de la habitación (no muy grande, a todo esto), ni tomar los libros del pequeño librero con un movimiento de poco esfuerzo que tener que levantarse del escritorio y dar un par de pasos hasta ellos.

La mudanza intra-habitacional se resume en una dinámica de gestos. Recuerdo de pronto un cuento de Milorad Pavic, "La jaula blanca de Túnez en forma de Pagoda", contenido en el libro Siete pecados capitales. El narrador de este cuento se muda imaginariamente a diferentes casas que observa por la calle; las amuebla en su imaginación durante sus largos periodos de insomnio. El narrador se propone la difícil tarea de amueblar una casa específicamente para empatar con los movimientos de JM; para ello, realiza un "diccionario de movimientos". Atención: no es un inventario, pues un inventario sería únicamente la computación de cada movimiento. El valor del diccionario (como en la obra --obras, en rigor-- más conocida de Pavic, El diccionario jázaro) estriba en que hay una intención cualitativa, interpretativa en lo que de otro modo sería mera acumulación. Valdría más un pequeño ejemplo de las múltiples posibilidades gestuales:
Ordené los picaportes y cerraduras del maestro Lunich, cuyo taller estaba cerca de Kalemegdan. De él ordeno todo el latón cuando trabajo en edificios reales. Pero aquí los pedidos eran especiales. Ni siquiera dos picaportes debían ser iguales. La razón era simple. Cada uno de los picaportes induciría un ademán diferente en los largos dedos de JM. (...) Uno tenía la forma de un pájaro que estaría en la mano de JM cada vez que abriera la puerta de la sala de baile en el piso superior, otro era como el mango de un arco de violín, el tercero como un abanico chino.
(p. 17. Ed. Sexto Piso)

Tal vez sin proponerme una especificidad como esta, sí me planteo que la cotidianidad es una especie de coreografía improvisada. A la manera del jazz, uno dispone de tiempo y de instrumentos, pero la combinatoria, si bien no infinita, admite numerosas permutaciones. Sin ir más lejos, para tomar Siete pecados del librero he debido mover la silla hacia atrás, impulsándome levemente con los pies de la pared detrás del escritorio, me he levantado, he dado tres pasos de espaldas al escritorio y he realizado la operación inversa luego de tomar el libro. No se me reprochará que, por ejemplo, la cita que he elegido para ilustrar mi punto sobre los gestos, además de una cita bella, pudo ser de otra parte del cuento, de otro autor, o incluso que, en un acomodo intra-habitacional distinto yo ni siquiera me plantearía el asunto de escribir un texto sobre las mudanzas dentro de la propia casa. Es una baile improvisado sobre la música del azar.

Hace unos días veía con unos amigos la película Black Swan, del director Darren Aronofsky, y de la cuál mi amiga Victoria Guerra escribió algo sumamente interesante. Uno de mis amigos resintió físicamente la, valga la redundancia, fisicidad de la película. JM del cuento de Pavic es precisamente una bailarina, tal como Natalie Portman, tan flaca que parece que se va a romper, pero es hermosa y lo será hasta que se muera, como una maldición; no podría contarse una película alrededor de bailarines, creo (y pienso en The company, de Robert Altman, por ejemplo) sin una clara y recurrente referencia al cuerpo, porque los bailarines sólo son bellos en escena, fuera de ella son insoportables, tienen los pies espantosos y hábitos detestables, como mantener una dieta a base de queso, uvas y cocaína. También: el instrumento del baile es el cuerpo. En fin. Mi amigo vomitó después de las múltiples metamorfosis de Portman; Valeria y yo, en tanto, con un estómago más resistente, comentábamos la película. Yo hablaba sobre cómo hacia el final (y no hay que temer spoilers a partir de este punto, seré cuidadoso), Nina utiliza gestos y expresiones que son el correlato de su cambio interno, su expresión palpable y sobre-escénica, es decir, que van más allá de lo escénico, que son como una personalidad añadida. Adivinaron: la palabrita mágica es otredad. Así, los gestos nos vuelven otros. No podría ser de otra forma: los gestos son la expresión inconsciente de lo que somos, el lugar de mediación entre nuestra economía psíquica y el mundo.

Por eso al mudarse dentro de la propia habitación uno debe hacerse por lo menos una idea del tipo de otro que pretende ser. Mucho se dice sobre el "ordenado desorden" en las habitaciones de adolescentes; debemos sospechar que algo hay de pereza en tal desorden, como repiten los padres, sin embargo hay que considerar igualmente que la personalidad está definiéndose durante esos años según un molde que el adolescente busca desesperadamente romper. La búsqueda de la individualidad (o "construcción de la subjetividad", como quiere la jerga académica que le quita el sabor épico a la vida...) es, desde cierta perspectiva, la búsqueda de los gestos propios del yo. ¿Cuáles podrían ser? Uno no lo sabe y mientras los descubre o los inventa (en las palabras que usa, en el hecho de fumar o no hacerlo, en la cantidad de movimientos que requiere la vestimenta, etc.) el yo va tomando un aspecto reconocible con el que un adolescente puede volverse esa misteriosa creatura que la sociedad ha llamado "persona adulta". Por supuesto que juego de algún modo al peterpan a través de mi mudanza intra-habitacional: temeroso como soy de identificarme con un yo mío, con un self, si no he entendido mal, que dicen los psicólogos gringos, busco evadir esa identificación castradora con un yo mismo al cuál tenga qué responder frente a cualquier acción o decisión, ese Superyó, ese Ello, esa Loi que Sartre cree haber evadido por el accidente de no tener padre, y que, desde mi modesto juego, creo evadir también a través de la mudanza intra-habitacional y, en otro frente que no me ocuparé de describir, desde la escritura. Me parece mucho más interesante pues el j'est une autre que el I am mine

Cuando Nancy se mude, y sólo ella sabrá cuánto tiempo falte, seguiré moviéndome dentro de este lugar que poco a poco se va convirtiendo en mi casa, pero deberé aprender a respetar su espacio propio (the room of her own, que dice Virginia Woolf), su decisión de estar o moverse, de ser ella misma u otra. 

Yo la quiero a ella, no importa quién sea.





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